viernes, 10 de enero de 2020


BAUTISMO DE JESÚS.  12-I-2020 (Mt. 3, 13-17)A


Desde antiguo se vienen celebrando, el día 6 de enero, tres fiestas: la Epifanía o manifestación del Señor a los Magos como rey del mundo, el Bautismo o manifestación del Señor en el río Jordán a los judíos como hijo de Dios, y la manifestación en la Bodas de Caná a sus discípulos como Señor de los elementos. Hoy celebramos el Bautismo de Jesús.
La Navidad, o conmemoración del Nacimiento de Jesús, se empezó a celebrar hacia el s. IV. La Iglesia primitiva no tenía en cuenta esta fiesta. La razón que movió a los creyentes a su celebración fue que en Roma el Emperador Diocleciano y algunos de sus predecesores habían importado de Oriente el culto al sol. Las religiones orientales siempre ejercieron cierta fascinación sobre el mundo occidental, incluso hoy. Las fiestas al dios sol tenían lugar en el solsticio de invierno o sea, hacia el 21 de diciembre. Durante estos días las calles se llenaban de luces. Era la fiesta del fuego, y tenía por finalidad ayudar al sol, que iba poco a poco acortando su luz y su calor, a que no muriera definitivamente en las frías noches de diciembre sino que renaciera de nuevo invicto, invencible, como así sucede a partir de esa fecha.
La celebración llega a su auge con la apertura del Templo del sol en Roma el 24 de diciembre. Juntamente con las fiestas llegaban los desmanes de todo tipo, algo parecido a lo que ha vuelto a pasar hoy con la Navidad. Los cristianos, queriendo corregir estos abusos y sabiendo que en la Biblia se le llama a Cristo el sol que viene de lo alto, encontraron un hermoso pretexto para sustituir las fiestas paganas por las fiestas del Nacimiento del Señor. Esto tenía lugar muy entrado el siglo IV.
Además, celebrar cualquier cumpleaños traía a la memoria de los cristianos la historia del Bautista, aquel desconcertante profeta que aparece bautizando en las orillas Jordán y que por recriminar a Herodes Antipas convivir con la mujer de su hermano Filipo, es decapitado en el castillo de Maquerote precisamente el día en el que H. Antipas ofrecía un festín para celebrar su cumpleaños.
Antes de implantar la Navidad como conmemoración festiva, la Iglesia primitiva celebraba otro rito que equivalía y suplía con creces las fiestas navideñas: La muerte y resurrección de Cristo en la Nochebuena Pascual del Sábado Santo. Y era en esa noche cuando, aquellos que se habían preparado convenientemente, recibían el Bautismo. Por medio del Bautismo renacían..., es decir, nacemos a la gracia, nacemos a una vida nueva. Y este sí que era un hermoso nacimiento y una Navidad auténtica, puesto que se trataba de un nacer espiritualmente, celebrando de ese modo la salida de Cristo del sepulcro que de alguna forma evoca también un nacer, un salir de la muerte hacia la Gloria eterna.
Esta es una verdad muy sugerente que se encuentra ya en el Evangelio: Cuando Nicodemo va una noche a charlar con Jesús escucha asombrado que, para pertenecer al Reino, hay que nacer de nuevo, algo que no es fácil entender. Por eso Nicodemo le pregunta al Señor: ¿Cómo puede un hombre renacer siendo ya viejo? (Jn. 3,7). Es como si sufriera un accidente interior que nos hiciera exclamar: “¡este volvió a nacer...!”.
En otra ocasión Jesús recuerda a los apóstoles: “si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los cielos...”. Por su parte San Pablo, escribiendo a los Romanos, dice: “en su muerte [en la de Cristo] hemos sido bautizados... quedando muertos al pecado pero vivos en Cristo Jesús” (Rom. 6). Alguien llamó a la muerte un segundo Bautismo porque es un acto capaz de borrar nuestros pecados: Si sabemos aceptarla y recibirla con fe nacemos a una vida nueva que es la Gloria eterna.
El Bautismo no siempre se impartió como se imparte hoy. Tiene también su historia. Jesús bautizaba, lo dice el Evangelio: “Después de esto fue con sus discípulos a tierras de Judea, moraba allí con ellos y bautizaba” (Jn. 3, 22), pero era un bautismo de preparación, como el de Juan, como bautizaban los esenios en el monasterio del Qunrán: simbolizando con aquellas abluciones un cambio radical de manera de pensar por medio de la penitencia, pero sobre todo un acto de fe en la venida de una nueva era, la era del Reino... Era un bautismo de optimismo espiritual y pascual, no sacramental.
Los apóstoles, siguiendo el mandato de Jesús bautizaban pero sin preparación doctrinal alguna, únicamente exigían tener fe, como cuando Felipe bautiza al eunuco de la reina de Candace. El diálogo que mantienen es muy elocuente:  - Aquí hay agua, ¿qué necesito para ser bautizado? -Si crees de todo corazón, puedes. - Creo... que Jesucristo es el Hijo de Dios. Bajaron del carruaje y Felipe lo bautiza sin más requisitos.
San Pablo, que se siente más predicador que bautista, se retrae a veces temiendo ser mal interpretado: “Doy gracias a Dios de no haber bautizado a ninguno de vosotros, a excepción de Crispo y Gayo, para que nadie diga que habéis sido bautizados en mi nombre”.
En el s. II, san Justino nos habla de la observancia de una etapa regular de preparación doctrinal acompañada de ayunos y oraciones.
En el s. III, san Hipólito describe el examen a que sometían al bautizando acerca de su modo de vivir. Excluían del bautismo a los gladiadores y a los actores de teatro, sin embargo se administra ya a los niños. Tertuliano, en estos años, es el primero que habla de catecúmenos.
En el s. IV, una vez que cesan las persecuciones las familias retardan cada vez más el Bautismo que suplía en sus efectos al martirio, porque era más cómodo ser cristiano a medias pues de ese modo podían más libremente disfrutar la juventud sin cortapisas morales y participar en muchas de las diversiones puramente paganas sin faltar a ningún compromiso. Y sólo se bautizaban en peligro de muerte. Lo curioso es que todo el mundo veía esta actitud como normal.
Santos como san Basilio, san Juan Crisóstomo o san Agustín fueron bautizados de mayores. San Agustín, cuando estuvo gravemente enfermo pidió insistentemente el Bautismo, pero su madre santa Mónica creyó más oportuno retrasárselo y esperar, temiendo acaso que volviera a recaer en su vida disoluta.
A san Ambrosio lo nombraron Obispo sin estar bautizado, fue elegido, no ordenado, ya que para el sacramento del Orden se requiere previamente el Bautismo. La ventaja de esta actitud era que el que se bautizaba era luego un cristiano de cuerpo entero. Decíamos que en estos siglos tenía lugar en la "nochebuena" de Pascua, es decir, el Sábado santo, después de 40 días (la Cuaresma) de ejercicios espirituales. Esa misma noche recibían también el sacramento de la Confirmación y el de la Comunión. La ceremonia duraba hasta el amanecer y tenía una solemnidad excepcional sobre todo en los templos y baptisterios de las ciudades importantes. Por ejemplo la noche del Sábado Santo del año 404 hubo más de tres mil bautismos en la iglesia de Constantinopla. Debió de ser un espectáculo admirable.
Estos tres sacramentos (Bautismo, Confirmación y Eucaristía) iban siempre unidos, y se les conoce como los sacramentos de la iniciación. También hay tres al final de la vida: Penitencia, Unción y Eucaristía, inicio de la vida eterna). Aquella noche recibían una vestidura blanca, simbolizada en el pañito que imponemos actualmente sobre la cabeza del niño después de crismarlo, y que debían llevar puesta toda la semana hasta el domingo siguiente, llamado in albis, o domingo de blanco. Durante este tiempo se procuraba que profundizaran en el sacramento de la Eucaristía, del que se había hablado poco anteriormente, ocupados sólo en prepararlos para el Bautismo. San Cirilo y san Ambrosio nos dejaron hermosísimos tratados de las catequesis de esta época. Con razón se puede decir que nunca el cristiano recibió una preparación más adecuada no sólo en cuanto a lo que respecta a la Doctrina sino al ejercicio de las virtudes cristianas, en especial la caridad.
Un anciano sacerdote rezaba de rodillas el credo al pie de la pila bautismal donde lo habían bautizado. Y le doy gracias a Dios porque aquí nací yo a la gracia”.
La vida viene del agua. También el nacimiento del cristiano a la gracia nace del agua Por el Bautismo “renacemos”, y en él celebramos nuestra verdadera Navidad. Para ser cristiano hay que cambiar de vida, tomar partido en la lucha de la fe contra las tentaciones del Maligno, convertirse y bautizarse, es decir, en palabras más castizas,  “para ser cristiano ¡hay que mojarse!”. Jmf

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