DOMINGO II DESPUÉS DE NAVIDAD. 5-I-2020 (Jn.
1, 1-18)A
“La Palabra se hizo carne y
acampó entre nosotros...”. Con motivo de estas fiestas se han dicho
muchas palabras con las que nos hemos deseado muchas felicidades, feliz año y
buena suerte, palabras... palabras...
que decía Werther, pero la vida
“sigue igual”, el que estaba enfermo sigue enfermo y el pobre sigue siendo
pobre por más felicitaciones que haya recibido... Y es porque estas fiestas son
fechas meramente convencionales. Las fechas que hacen cambiar a las personas o
la marcha de la Historia para bien o para mal no las
fijan los astros al pasar por tal o cual cuadrante, sino el hombre con su
esfuerzo y su modo de actuar.
Nos
empeñamos en seguir usando las mismas costumbres, las mismas etiquetas, cuando
estas ya no sirven. El mundo hace tiempo que ha tocado fondo y necesita un
cambio radical si no queremos perecer todos como perecieron en tiempos de Noé. Las palabras ya no sirven por sí
mismas, deben encarnarse, como hizo la palabra de Dios, deben hacerse realidad,
hay que simplificarlas, dejarnos de ser hombres “de palabras” y convertirnos en
hombres “de palabra", es decir, hombres de verdad.
Jesús no
se quedó en meras palabras hablando desde las nubes, se apeó de su gloria y
bajó hasta la arena de este mundo. Es cierto que antes de venir nos mandó
mensajeros. Todos sabemos que cuando va a dar comienzo un espectáculo, una
función, etc., antes de empezar, suele salir un personaje diciendo: “Dos palabras de presentación solamente...”.
Cuando vino Jesús tuvo también su presentador. Se llamaba Juan Bautista y lo anunció, no al uso, con “unas breves palabras”,
sino con “una voz del que clamó en el
desierto... la voz...” y define a Jesús como la “La Palabra”.
Cuando Jesús es bautizado
en el río Jordán también se oyó una voz
del cielo que decía: “Este es mi Hijo muy
amado, escuchadle...”. Y un ángel anuncia la encarnación del Verbo: “La Palabra se hizo carne...”. Jesús es la palabra misma. Así fue
presentado antes de entrar en acción. Palabra eterna, palabra divina, palabra
desde el principio al fin, Alfa y omega, (A y w), pero en definitiva palabra
humana, persona divina hecha carne, como uno de nosotros...
En la Santa Misa hay una primera parte dedicada exclusivamente a la
palabra. Y si en las palabras de la Biblia está presente Dios cuando escuchamos
el Evangelio es como si comulgáramos también por el oído, como si recibiéramos
al Señor de esa manera: la fe por el oído, dice san Pablo. Puede ser que a
veces no nos diga nada, pero es que entonces aún no hemos sido evangelizados,
tocados por el espíritu... Con el Evangelio y su palabra nos puede suceder que
lo tengamos en gran estima como se tiene uno de aquellos discos de fonógrafo ya
en desuso pero con un mensaje de gran mérito. Nosotros a menudo perdemos el tiempo analizando su materia, su
peso, sus medidas, la casa fonográfica o el color de la pasta en vez de
pararnos a escuchar qué es lo que nos dice. Nos parecemos a esas personas que
adquieren valiosos libros para adornar estanterías de su biblioteca pero que
pocas veces los cogen en las manos para leer y recoger los hermosos consejos y
las sabias lecciones y doctrinas que contienen.
Quien más quien menos todos hemos oído hablar alguna vez de Sartre (Jean Paul Sartre), filósofo existencialista francés, premio Nobel
en 1964 y que falleció en 1980. Habiendo sido movilizado durante la Segunda Guerra
Mundial lo confinaron en un campo de concentración nazi,
cerca de Tréveris, en el que hizo amistad con un religioso jesuita. A ruegos de
éste, durante la Navidad
de 1940, compuso una obra de teatro navideña titulada “Baryona o el hijo del Trueno”. Se estrenó en plena
guerra, y precisamente la
Nochebuena de aquel año. Trata de un hombre que vivía solo,
en un pueblecito cercano a Belén. Él no podía creer en la palabra de los
pastores del contorno que anunciaban a voz en grito el nacimiento de Cristo, ya
que la contemplación de la aldea, en la que sólo habitaban pobres viejos
solitarios, le obligaba a pensar todo lo contrario, que Cristo aún no había
nacido. Para él el mundo no era más que
“un despeñadero sin fin, una montaña que se desmorona..., hombres y objetos que
van apareciendo y que apenas se los ve un instante desaparecen entre la tierra
monte abajo, agolpándose unos contra otros...”. “La mayor locura de la tierra, por lo tanto, es la esperanza”. Al leer este fragmento uno se imagina al autor en
el lugar del marinero del relato de Edgard
Allan Poe, “El descenso del
Maelstron” sumiéndose en el abismo de un gigantesco torbellino con el fin
de estudiar su estructura sin darse cuenta de que es engullido por él
ineludiblemente.
Baryona se
queda en casa mientras que el resto del pueblo corre hacia el establo de Belén.
“Si Dios se hiciera hombre por mí,
-piensa-, yo le amaría de tal modo que ya
no habría otra cosa más en mi vida, y todos los medios a mi alcance serían
pocos para darle gracias. Un Dios que quisiera saber cómo es el gusto a sal de
mi boca, que cargara de antemano con todas las miserias que hoy padezco... ¡No!
¡Eso es un absurdo! Si fuera verdad que Dios se hizo hombre (lo cual es una
mera suposición, -añade-, una
esperanza sin objeto), brillaría una luz tan viva entre los hombres que nunca
se apagaría ya... Si yo pudiera ser capaz de creer esto, aunque fuera sólo un
momento, no tendría reparo en dejarme cortar mi mano derecha...”.
Sartre no
creía. Vivió ateo y murió ateo. Sin embargo en una ocasión arriesgó su vida, en
aquel mismo campo de concentración, por salvar a un sacerdote. Y era un
incrédulo. A veces los ateos están más cerca de Dios que los creyentes ¡Qué
pena! Al final de la obra, Baryona
es guiado por el rey mago Baltasar
hasta el establo donde se encuentra con el Niño; y termina cayendo de rodillas
y adorándolo.
A Sartre le era difícil
creer en la Encarnación
de Dios acaso porque no supo oír el mensaje en toda su plenitud y sólo se quedó
con parcelas, ya que Jesús dice
claramente que Él también nace en los presos y en los pobres... Precisamente el
propio Sartre lo dice en otro lugar
de la obra: “Así llega Jesús: en los ciegos, en los pobres, en los mutilados..., en los presos de
guerra, en los desheredados con su mensaje que dice: ¡Seguid dando vuestra
vida! Porque también para los ciegos, los apátridas, mutilados hay esperanza
todavía...”. Decíamos que es poco
más o menos el mensaje evangélico, lo que indica que posiblemente no fue bien
entendido o no supo o no pudo verlo reflejado después en la vida de los
creyentes.
Con la venida de Cristo lo
ciegos ven, los sordos oyen, pues aunque no vean con los ojos de la cara ni
oigan físicamente lo pueden hacer espiritualmente. Es mucho peor la ceguera del
alma que la del cuerpo, y peor la sordera espiritual que la corporal y carecer
de la gracia divina y de los bienes del
espíritu que la pobreza de bienes temporales... Por eso los pobres, los sordos, los ciegos... son quienes están en mejores
disposiciones de alcanzar estos dones. Muchos cristianos dejan a Jesús pasar de largo a su lado porque
creen que pueden prescindir de Él. Son aquellos de quienes dice el poeta y escritor alemán Kurt Tucholski: “Hay millones que creen que no necesitan de esa luz y de esa palabra
porque están convencidos de que en ellos no hay nada que precise ser salvado”.
Sin embargo afortunadamente también hay otros que, de haber llegado esa luz,
responderían con una entrega absoluta. Lo expresa muy bien el gran poeta hindú Rabindranat Tagore en aquella hermosa plegaria
nacida de lo más hondo de su alma y con la que recrimina la indiferencia de
millones de cristianos: “¡Jesús! ¿Por qué
no naciste entre nosotros y te llevaríamos en la frente y en el corazón?”.
Es nuestro deber de católicos dar a conocer a Cristo. Nosotros tenemos
la palabra, la palabra es Cristo hecho hombre y que habita entre nosotros. Sólo
resta que nuestros buenos deseos y propósitos, que nuestras aspiraciones se
hagan también realidad, se encarnen... a fin de hacer posible un mundo mejor de
“un cielo nuevo y una tierra nueva”.
Jmf
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