II DOMINGO ORDINARIO. 19-I-2020 (Jn. 1,
29-34) A
El evangelio del presente domingo es continuación del evangelio del domingo
pasado. Juan sigue gritando a las
orillas del Jordán señalando a Jesús:
“Este es el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo Jesús, el buen
Pastor, nace entre pastores. Y son acaso ovejas
y sus productos los primeros dones que recibe cuando llega a este mundo; les
dice a sus discípulos que los envía como corderos
entre lobos (Lc. 10, 3) y, como todo pastor que se precia de serlo, deja las
noventa y nueve en el redil y va en busca de la oveja perdida (Mt. 18, 12); a Pedro
le encarga la misión de apacentar a sus ovejas,
de cuidar de sus corderos (Jn. 21,
15) y se lamenta de que aún haya ovejas
que no sean del único redil (Jn. 10, 16); finalmente... el día del Juicio final
separará a los buenos de los malos como un pastor separa las ovejas de las cabras (Mt. 25, 32).
Si damos un breve repaso a las representaciones más antiguas de Jesús precisamente nos encontramos con
la figura del buen pastor que ya aparece de esa forma en las Catacumbas. Es
famosa la escultura del Buen Pastor
que se conserva en el Museo de San Juan de Letrán. Uno de los
Catecismos que manejaron los primeros cristianos y cuyo texto se cita casi como
un libro sagrado lleva por título El
pastor de Hermas. A nuestros Obispos los llamamos también pastores y las cartas con las que tratan
de alimentar y orientar pastoralmente a los fieles se llaman pastorales. De modo que pastores y ovejas han servido como imagen a los textos del Viejo y del Nuevo
Testamento, y luego a la Iglesia, para una más clara exposición de la doctrina
cristiana. Acaso hoy, en una sociedad, donde el pastoreo apenas se practica y
muchos sólo han visto ovejas en libros y en documentales, hoy quizá haya
perdido fuerza este hermoso símbolo. Con todo todavía tiene que seguir siendo
consolador oír: “He ahí el cordero de
Dios, el cordero que borra el pecado del mundo”, así en singular, que es
mucho más totalizador.
Lutero decía
que la gracia, la fe cubre los pecados.
Juan en este texto afirma que no sólo cubre sino que borra..., más aún, el verbo latino tollit significa que además de quitar carga Él con esos pecados; y
no tanto los pecados cuanto el pecado.
Siempre el singular abarcó más que los plurales, dice más la felicidad que las felicidades, el amor que los amores, la amistad que las amistades, el perdón que los perdones...y, en este caso, abarca más
el pecado del mundo, el pecado de la sociedad, es decir, su pecaminosidad, que los pecados de este o
de aquel.
Unamuno afirma
que el hombre está contra la sociedad desde que nace, una opinión que comparten
de la misma manera anarquistas que católicos aunque, como es lógico, de
distinta forma. Para el anarca el
hombre nace bueno, es el buen salvaje de Rousseau,
la sociedad lo hace malo, por eso hay que combatir, dicen, la sociedad, y hay
que transformarla aniquilando las estructuras que la sostienen, sean de la
índole que sean, religiosas, políticas, culturales, etc. El católico asegura que el hombre nace
inclinado al mal, en pecado original, según el lenguaje bíblico. Es la sociedad
quien debe encauzarlo y hacerlo bueno pero siempre que esta sociedad sea
responsable y éticamente aceptable. Por eso tiene mucha más gravedad la culpa
colectiva que la individual o privada y es por eso también por lo que Juan Bautista aboga por quitar el pecado del mundo transformándolo en
un mundo nuevo y en una sociedad distinta.
Pero ¿quién deberá hacerlo? ¿Por qué tengo que ser yo? Todos tenemos
que tomar parte en esta empresa pero siempre llevará el mayor peso quien se
sienta más culpable, o mejor dicho, aquel que tenga más sensibilidad ante el
pecado, y este fue nada menos que el mismo Jesucristo, el cordero de Dios. Hubo santos que se confesaron grandísimos
pecadores, y si analizamos sus faltas vemos que, en comparación con las
nuestras, son insignificantes. Sin embargo ellos las veían enormes porque
tenían más conciencia de lo que significa el pecado. Si leemos las Confesiones de san Agustín comprobamos, por ejemplo, la amargura que le embargaba
porque de niño había entrado a robar unas peras... ¿Quién no robó fruta ajena
en su niñez? Uno no lo entiende muy bien, sin embargo en este hombre, que iba
para santo, su conciencia de pecado, a raíz de su conversión, era tan grande
que cualquier ofensa a Dios le parecía casi imperdonable. Recuerda esto a la
protagonista de la novela “Un pecado de
mi madre” (´En krina thV mhtróV mou: (En krína tês metrós mou.
1874) del escritor griego Giorgis
Viziinos : Una madre, agotada tras un día de fiesta llega a casa y mete a
su hijito en la cama con ella. De noche sin querer lo asfixia. Otro que le
queda muere al poco tiempo de tuberculosis ¿como castigo por la muerte del
otro? Ella cree que sí. Entonces adopta a otros dos creyendo y esperando que de
ese modo compensará la muerte del niño que, aunque fue completamente
involuntaria, ella lleva sobre su conciencia como un crimen. Ante la angustia
de la madre uno de aquellos dos hijos adoptados cuando es mayor gestiona una
entrevista con el Obispo, y el Obispo trata de tranquilizarla, la perdona y la
absuelve a pesar de que no considera aquella muerte como pecado por ser involuntaria
y así se lo manifiesta. Entonces la compungida madre comenta con el hijo que le
facilitó la entrevista: “El (Patriarca)
Obispo es un santo, pero es un monje ¿cómo puede entender lo que significa para
una madre matar... aunque sea
involuntariamente, al hijo de sus entrañas?”. Con estas palabras termina la novela. No era
culpable, mas ¿cómo acallar su alma? El creyente sabe cómo, pues cree que
Cristo también se hizo culpable, cordero de sacrificio para cargar con nuestras
faltas y borrar esos pecados y sus secuelas para siempre.
Quitar el pecado del mundo,
borrar nuestro pecado no sólo está en arrepentirnos; lo realmente eficaz es
tratar de quitar también la causa, pues en ella suele estar el pecado. Una
situación injusta, una vida mal enfocada de la que resultan después múltiples
fallos suele ser más grave y tendríamos que emplear más dedicación en
replantearla que en el arrepentimiento del pecado consecuencia de ella.
En el movimiento J .O. C.,
fundado de Joseph Cardin para llevar
el Evangelio al mundo juvenil del trabajo, se plantea cada semana una revisión
de vida con tres puntos a reflexionar: Ver
en qué ambiente nos movemos y qué problemas nos esclavizan verdaderamente...,
Juzgar, estudiar, analizar el por
qué, las causas, la raíz de esos problemas... y, con el Evangelio en las manos,
actuar cristianamente en consecuencia
pero sin contemplaciones, para resolverlos eficazmente. Acaso este último paso
sea el más difícil y donde tengamos a menudo que tentarnos bien la ropa. Recuerdo la
lección de un profesor de Oxford, en el Colegio de Saint Hilary de Paintong
(Inglaterra), cuando alguien le preguntó por qué había abandonado el
cristianismo: “El Evangelio -decía- es asombrosamente bello, su doctrina
insuperable, el amor a Dios, el amor al prójimo, ser bueno... eso es
maravilloso, pero ¿the way, el modo, el camino...? ahí está lo difícil, saber
el cómo para llegar a serlo”. Si este profesor hubiera leído con
detenimiento el Evangelio de hoy acaso encontrara el hilo y el camino para la
respuesta, cuando Juan nos habla de “quitar el pecado del mundo”, es decir
las causas de la noche interior y del pecado.
Hay quien aduce otras soluciones más drásticas: “es mejor quitar al pecador, matar al delincuente, muerto el perro se
acabó la rabia...”. Así actúan los anarcas, los grupos subversivos, los
terroristas y cuantos actúan de espaldas a la doctrina del Evangelio. Y
creyéndose redentores de la humanidad tratan de eliminar, aterrorizar,
esclavizar a quienes se interponen a su paso en la consecución de una sociedad
utópica... Cristo cambió el mundo, pero no matando a quienes le contradecían,
sino muriendo por ellos. Cada domingo, cada día en la santa Misa escuchamos
la misma frase cuando el sacerdote levanta el cuerpo de Cristo sobre el cáliz
antes de la Comunión: “Este es el cordero
de Dios,... el que quita el pecado del mundo...”. Es una perspectiva que
nunca debemos perder de vista: Venimos a la Iglesia a reconocernos culpables, y
desde el primer momento en que decimos “Yo
pecador... ante Dios y ante vosotros hermanos...” reconozco en público que “he pecado gravemente de pensamiento,
palabra y obra, por mi culpa...”. Pero aún después seguimos pidiendo a Dios
perdón de varios modos. En la consagración, el momento cumbre de la misa, se
nos dice de la sangre de Cristo “que ha
sido derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados”,
más aún, al acercarnos a la comunión decimos “Señor yo no soy digno”, la razón es por ser algo especialmente
querido por Dios: el reconocimiento de nuestra humildad.
Yo creo que con estos sentimientos es imposible que el Cordero divino no se compadezca de
nosotros, nos coloque el día final a su derecha y nos llene de su espíritu,
Espíritu Santo, que Juan vio
descender sobre Jesús, el Hijo de
Dios, aquella tarde luminosa a las orillas del Jordán. Jmf
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