viernes, 17 de enero de 2020


II DOMINGO ORDINARIO. 19-I-2020 (Jn. 1, 29-34) A
  
El evangelio del presente domingo es continuación del evangelio del domingo pasado. Juan sigue gritando a las orillas del Jordán señalando a Jesús: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo Jesús, el buen Pastor, nace entre pastores. Y son acaso ovejas y sus productos los primeros dones que recibe cuando llega a este mundo; les dice a sus discípulos que los envía como corderos entre lobos (Lc. 10, 3) y, como todo pastor que se precia de serlo, deja las noventa y nueve en el redil y va en busca de la oveja perdida (Mt. 18, 12); a Pedro le encarga la misión de apacentar a sus ovejas, de cuidar de sus corderos (Jn. 21, 15) y se lamenta de que aún haya ovejas que no sean del único redil (Jn. 10, 16); finalmente... el día del Juicio final separará a los buenos de los malos como un pastor separa las ovejas de las cabras (Mt. 25, 32).
Si damos un breve repaso a las representaciones más antiguas de Jesús precisamente nos encontramos con la figura del buen pastor que ya aparece de esa forma en las Catacumbas. Es famosa la escultura del Buen Pastor que se conserva en el Museo de San Juan de Letrán. Uno de los Catecismos que manejaron los primeros cristianos y cuyo texto se cita casi como un libro sagrado lleva por título El pastor de Hermas. A nuestros Obispos los llamamos también pastores y las cartas con las que tratan de alimentar y orientar pastoralmente a los fieles se llaman pastorales. De modo que pastores y ovejas han servido como imagen a los textos del Viejo y del Nuevo Testamento, y luego a la Iglesia, para una más clara exposición de la doctrina cristiana. Acaso hoy, en una sociedad, donde el pastoreo apenas se practica y muchos sólo han visto ovejas en libros y en documentales, hoy quizá haya perdido fuerza este hermoso símbolo. Con todo todavía tiene que seguir siendo consolador oír: “He ahí el cordero de Dios, el cordero que borra el pecado del mundo”, así en singular, que es mucho más totalizador.
Lutero decía que la gracia, la fe cubre los pecados. Juan en este texto afirma que no sólo cubre sino que borra..., más aún, el verbo latino tollit significa que además de quitar carga Él con esos pecados; y no tanto los pecados cuanto el pecado. Siempre el singular abarcó más que los plurales, dice más la felicidad que las felicidades, el amor que los amores, la amistad que las amistades, el perdón que los perdones...y, en este caso, abarca más el pecado del mundo, el pecado de la sociedad, es decir, su pecaminosidad, que los pecados de este o de aquel.
Unamuno afirma que el hombre está contra la sociedad desde que nace, una opinión que comparten de la misma manera anarquistas que católicos aunque, como es lógico, de distinta forma. Para el anarca el hombre nace bueno, es el buen salvaje de Rousseau, la sociedad lo hace malo, por eso hay que combatir, dicen, la sociedad, y hay que transformarla aniquilando las estructuras que la sostienen, sean de la índole que sean, religiosas, políticas, culturales, etc. El católico asegura que el hombre nace inclinado al mal, en pecado original, según el lenguaje bíblico. Es la sociedad quien debe encauzarlo y hacerlo bueno pero siempre que esta sociedad sea responsable y éticamente aceptable. Por eso tiene mucha más gravedad la culpa colectiva que la individual o privada y es por eso también por lo que Juan Bautista aboga por quitar el pecado del mundo transformándolo en un mundo nuevo y en una sociedad distinta.
Pero ¿quién deberá hacerlo? ¿Por qué tengo que ser yo? Todos tenemos que tomar parte en esta empresa pero siempre llevará el mayor peso quien se sienta más culpable, o mejor dicho, aquel que tenga más sensibilidad ante el pecado, y este fue nada menos que el mismo Jesucristo, el cordero de Dios. Hubo santos que se confesaron grandísimos pecadores, y si analizamos sus faltas vemos que, en comparación con las nuestras, son insignificantes. Sin embargo ellos las veían enormes porque tenían más conciencia de lo que significa el pecado. Si leemos las Confesiones de san Agustín comprobamos, por ejemplo, la amargura que le embargaba porque de niño había entrado a robar unas peras... ¿Quién no robó fruta ajena en su niñez? Uno no lo entiende muy bien, sin embargo en este hombre, que iba para santo, su conciencia de pecado, a raíz de su conversión, era tan grande que cualquier ofensa a Dios le parecía casi imperdonable. Recuerda esto a la protagonista de la novela “Un pecado de mi madre” En  krina  thV  mhtróV  mou: (En krína tês metrós mou. 1874) del escritor griego Giorgis Viziinos : Una madre, agotada tras un día de fiesta llega a casa y mete a su hijito en la cama con ella. De noche sin querer lo asfixia. Otro que le queda muere al poco tiempo de tuberculosis ¿como castigo por la muerte del otro? Ella cree que sí. Entonces adopta a otros dos creyendo y esperando que de ese modo compensará la muerte del niño que, aunque fue completamente involuntaria, ella lleva sobre su conciencia como un crimen. Ante la angustia de la madre uno de aquellos dos hijos adoptados cuando es mayor gestiona una entrevista con el Obispo, y el Obispo trata de tranquilizarla, la perdona y la absuelve a pesar de que no considera aquella muerte como pecado por ser involuntaria y así se lo manifiesta. Entonces la compungida madre comenta con el hijo que le facilitó la entrevista: “El (Patriarca) Obispo es un santo, pero es un monje ¿cómo puede entender lo que significa para una madre matar...  aunque sea involuntariamente, al hijo de sus entrañas?”. Con estas palabras termina la novela. No era culpable, mas ¿cómo acallar su alma? El creyente sabe cómo, pues cree que Cristo también se hizo culpable, cordero de sacrificio para cargar con nuestras faltas y borrar esos pecados y sus secuelas para siempre.
Quitar el pecado del mundo, borrar nuestro pecado no sólo está en arrepentirnos; lo realmente eficaz es tratar de quitar también la causa, pues en ella suele estar el pecado. Una situación injusta, una vida mal enfocada de la que resultan después múltiples fallos suele ser más grave y tendríamos que emplear más dedicación en replantearla que en el arrepentimiento del pecado consecuencia de ella.
En el movimiento J .O. C., fundado de Joseph Cardin para llevar el Evangelio al mundo juvenil del trabajo, se plantea cada semana una revisión de vida con tres puntos a reflexionar: Ver en qué ambiente nos movemos y qué problemas nos esclavizan verdaderamente..., Juzgar, estudiar, analizar el por qué, las causas, la raíz de esos problemas... y, con el Evangelio en las manos, actuar cristianamente en consecuencia pero sin contemplaciones, para resolverlos eficazmente. Acaso este último paso sea el más difícil y donde tengamos a menudo que tentarnos bien la ropa. Recuerdo la lección de un profesor de Oxford, en el Colegio de Saint Hilary de Paintong (Inglaterra), cuando alguien le preguntó por qué había abandonado el cristianismo: “El Evangelio -decía- es asombrosamente bello, su doctrina insuperable, el amor a Dios, el amor al prójimo, ser bueno... eso es maravilloso, pero ¿the way, el modo, el camino...? ahí está lo difícil, saber el cómo para llegar a serlo”. Si este profesor hubiera leído con detenimiento el Evangelio de hoy acaso encontrara el hilo y el camino para la respuesta, cuando Juan nos habla de “quitar el pecado del mundo”, es decir las causas de la noche interior y del pecado.
Hay quien aduce otras soluciones más drásticas: “es mejor quitar al pecador, matar al delincuente, muerto el perro se acabó la rabia...”. Así actúan los anarcas, los grupos subversivos, los terroristas y cuantos actúan de espaldas a la doctrina del Evangelio. Y creyéndose redentores de la humanidad tratan de eliminar, aterrorizar, esclavizar a quienes se interponen a su paso en la consecución de una sociedad utópica... Cristo cambió el mundo, pero no matando a quienes le contradecían, sino muriendo por ellos. Cada domingo, cada día en la santa Misa escuchamos la misma frase cuando el sacerdote levanta el cuerpo de Cristo sobre el cáliz antes de la Comunión: “Este es el cordero de Dios,... el que quita el pecado del mundo...”. Es una perspectiva que nunca debemos perder de vista: Venimos a la Iglesia a reconocernos culpables, y desde el primer momento en que decimos “Yo pecador... ante Dios y ante vosotros hermanos...” reconozco en público que “he pecado gravemente de pensamiento, palabra y obra, por mi culpa...”. Pero aún después seguimos pidiendo a Dios perdón de varios modos. En la consagración, el momento cumbre de la misa, se nos dice de la sangre de Cristo “que ha sido derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados”, más aún, al acercarnos a la comunión decimos “Señor yo no soy digno”, la razón es por ser algo especialmente querido por Dios: el reconocimiento de nuestra humildad.
Yo creo que con estos sentimientos es imposible que el Cordero divino no se compadezca de nosotros, nos coloque el día final a su derecha y nos llene de su espíritu, Espíritu Santo, que Juan vio descender sobre Jesús, el Hijo de Dios, aquella tarde luminosa a las orillas del Jordán. Jmf

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