miércoles, 25 de marzo de 2020


                             DOMINGO V DE CUARESMA.29-III-2020 (Jn. 11, 1-45) A


Hoy es el último domingo de Cuaresma. Han sido cinco semanas de intensa catequesis como preparación al bautismo, que tenía antiguamente lugar el Sábado Santo. Han sido como unos Ejercicios espirituales a través de los evangelios de cada domingo, descubriéndonos la figura de Jesús rechazando el pecado en el Monte de la Tentación el domingo primero, el segundo acercándonos al Jesús de la Transfiguración, el tercero mostrándonos el agua viva de la gracia en la conversión de la samaritana, el cuarto en el milagro del ciego de nacimiento abriéndonos los ojos a la luz de la fe; y hoy, como anticipo de la Pascua, el milagro de la resurrección de Lázaro que evoca la de Cristo, la cual tendrá lugar dentro de dos semanas y es figura también de la nuestra el día del Juicio final.
Sobre la muerte hemos hablado muchas veces a través de todo el año en funerales y aniversarios, Pero hoy deberíamos profundizar un poco más e incluso ceñirnos a nuestra propia muerte y a la resurrección final. Presenciamos cada día el espectáculo de la  muerte, asistimos a funerales y entierros, pero no tomamos parte cristiana en el misterio. “Hoy no hay muertes, hay entierros”, dijo Gómez de la Serna. Es decir, que lo que de verdad nos mueve es el entierro, que es donde tomamos parte más activa con el rito de los pésames al duelo y en el acompañamiento externo. El Evangelio nos presenta a Jesús asistiendo a banquetes, a bodas, en el Templo tomando parte en las grandes solemnidades judías... incluso resucitando muertos, pero no lo vemos jamás asistiendo a un entierro. Acaso porque, el entierro, en sí, al difunto ni le va ni le viene, no le afecta directamente en lo que a la parafernalia externa se refiere.
Jesús gusta más de hablar de vida futura y de esperanza, de resurrección y de gloria. Y no es que no le afecte la muerte corporal; la vida para Él es muy importante. Él mismo la devuelve en tres ocasiones diferentes a personas que habían fallecido. Vivir es importante. Como dice el abuelo en “La Dama del Alba”, la famosa obra de Alejandro Casona: “Por dura que sea la vida es lo mejor que conozco”. Pero hay que tener también cuidado pues la vida puede convertirse en un sepulcro. ¿A cuántas personas, que andan por ahí, se las podría considerar como muertos que andan, como panteones que hablan en cuyo interior habita la soledad, el miedo, la angustia, y hasta la desesperación más terrible... Con razón se podría decir que viven muertos: “muertos de pena”, “muertos de miedo”, “muertos de desesperación...”,  esperando acaso, como se dice en la famosa rima de Bécquer sobre el arpa silenciosa... que una voz, como Lázaro, diga: “levántate y anda”.
Cuando explicamos los siete sacramentos de la Iglesia los dividimos en dos clases: de vivos y de muertos. Sacramentos de vivos, como sabemos por el Catecismo, son aquellos que se deben recibir en estado de gracia, en estado de vida espiritual, los de muertos los que deben o pueden recibir los cristianos que han perdido o no han tenido nunca la gracia santificante. Pero esta clasificación pudiera parecer un poco fría: no sólo está muerto espiritualmente el que vive en pecado, sino aquel que, no teniendo conciencia de culpa grave, ha perdido la gracia, la ilusión, las ganas de vivir, se mantiene en la tibieza... “El que no ama está muerto” dice en su primera carta san Juan (3, 14).
Con la vida de la gracia suele llegar también la vida espiritual, las ganas de vivir, aún sabiendo que en el fondo está la misma muerte. Pero es que hasta la misma muerte podríamos considerarla como una cosa buena. Lo decía de otra forma en sus “Cartas morales” nuestro Séneca, el maestro de Nerón: “Mal vivirá quien no sepa lo útil que es saber morir bien”.
Uno de los factores que más contribuyen a la expansión de algunas sectas, que hacen prosélitos puerta a puerta, es el hecho de que muchas personas están terriblemente solas. Llegar en el momento en el que tienen más necesidad de conversación, brindándoles compañía, invitándolos a una reunión perfectamente estudiada en la que pueden encontrar más que ciencia o formación intelectual un poco de amistad, de comprensión, de abrigo, incluso cariño... es suficiente para que la gente salte por encima de todas las barreras religiosas, tradicionales y familiares, y se adscriba a cualquier tipo de creencia. Digo de creencia, que como muy bien distinguió Ortega y Gasset, no se puede confundir con las ideas. Las ideas van por un camino, las creencias por otro. A las ideas llegamos por la mente y el razonamiento, a las creencias se llega por el corazón y los afectos y no siempre están de acuerdo. En el “El Tao de la física”  Fritjof Capra afirma: “Mira y observa todos los caminos de cerca y deliberadamente... tantas veces como creas necesario. Después pregúntate a ti mismo, y sólo a ti, lo siguiente: ¿Tiene este camino corazón? Si lo tiene, el camino es bueno; si no lo tiene... no sirve para nada” (p. 23). Los cristianos tendríamos que examinarnos a ver qué hemos hecho muchas veces con el corazón de nuestra religión. De alguna forma esa llamada a su puerta, en aquel preciso momento de muerte interior, de desolación espiritual, de soledad, no cabe duda que surte el mismo efecto que la voz de Jesús ante la tumba de Lázaro: “sal de tu postración, levántate y anda”. En casos como estos quien llama apenas se compromete a nada y hay que ver la eficacia que tiene, cuánto más si supiéramos acercarnos de corazón, con auténtico espíritu cristiano de caridad, para resucitarlos del sepulcro de su desolación, de su tristeza y soledad...!
En la más conocida obra literaria de Paul Claudel, “La anunciación de María”, (celebramos su fiesta el día 25), Mara, hermana de Violeta, la acusa porque un día deseando perdonar al hombre que trató de violarla siendo niña y al ver que ahora tiene lepra trata de demostrarle el perdón dándole un beso, con la esperanza de que aquel gesto lo curaría de la lepra del cuerpo y la del alma. De resultas de este gesto Violeta contrae la lepra. Entonces su prometido, Santiago, demasiado humano, instigado por Mara la desprecia y Violeta se retira a vivir en soledad y oración a una gruta en la montaña. Mara se casa con Santiago y tienen una niña. La santidad de la leprosa se divulga por toda la comarca. Un día la niña de Mara enferma y muere. Mara está desesperada y sube al monte a entrevistarse con su hermana y a pedirle hipócritamente perdón para que resucite a la niña. Violeta toma entre sus horribles manos deformadas por la lepra a la niña y la envuelve en su raído manto. De pronto la niña cobra vida y se la entrega a Mara, pero cuando esta se fija en los ojos de la resucitada, que antes eran negros como los de ella, ve con asombro que ahora son azules, como los ojos de Violeta, símbolo de que la niña ha vuelto a renacer por obra del amor y del perdón a quien nos hace daño. Mara ahora envidia la santidad de su hermana con más odio y trata de matarla enterrándola viva bajo un montón de arena. Violeta agoniza al pie del monasterio demostrando al mundo entero su inocencia mientras una mano del cielo toca en el campanario de la ermita, el ángelus, es decir, el anuncio del misterio de la Encarnación, raíz y fuente del que brotan todos los demás misterios de nuestra fe.
Cuando Jesús nos devuelve la vida de la gracia por medio del Bautismo y después del perdón y del amor tendría que brillarnos la mirada por estar en ella reflejada la mirada de Dios. Nuestros ojos se han cambiado por los suyos, nuestra vida son los ojos de Dios. Lo expresa muy hermosamente el poeta Luis Cernuda al narrar la llegada de Lázaro resucitado:
                    “Era otra vez la vida.
                    Cuando abrí los ojos
                    fue el alba pálida quien dijo
                    la verdad...”
                    “...Alguien dijo palabras
                    de nuevo nacimiento,
                    mas no hubo allí sangre materna
                    ni vientre fecundado...
                    sólo anchas vendas, lienzos amarillos
                    con olor denso desnudaban
                    la carne gris y flácida como fruto pasado...”.
                    “... Sé que el lirio del campo
                    tras de su humilde oscuridad en tantas noches
                    con espera bajo tierra
                    de tallo verde erguido a la corola alba
                    irrumpe un día en gloria triunfante”.
        Vivir no es “ir tirando...”. Vivir es “otra cosa”.
Resucitar a una nueva vida no es volver a las andadas, es fructificar en nuevos frutos, es comportarse de otro modo, es regresar, como el hijo pródigo que también escuchó en su corazón, a la sombra de una encina, sepulcro de la desesperación y el abandono, la voz que le decía: “levántate y anda”. Y se levantó para emprender el regreso a la casa del Padre.
Resucitar es caminar en otra dirección, teniendo en la mirada una luz diferente. Levantarse es no volver a ser el mismo. Sólo así podremos demostrar que estamos vivos, que hemos escuchado la voz de la vida, la palabra de Jesús que nos invita a caminar... Y al mismo tiempo sólo así, con el testimonio de nuestra vida, podemos demostrar a los demás que Cristo sigue vivo, que ha resucitado. De lo contrario no sólo seguiremos nosotros sepultados sino que con nuestra actitud estaremos demostrando que Jesús sigue también en el sepulcro, ya que la vida del cristiano debe ser en cada instante el testimonio de la resurrección de Cristo.

martes, 17 de marzo de 2020


DOMINGO IV DE CUARESMA 22-III-2020 (Jn. 9, 1-41) A


En marzo del año 87 un grupo de alpinistas oftalmólogos encontraron en las estribaciones del Kilimanjaro (África), un niño ciego al que sus padres, forzados por la pobreza, habían decidido abandonar allí. Lo oftalmólogos, compadecidos del muchacho, optaron por traerlo a España y operarlo devolviéndole la vista. Esta anécdota recuerda un poco al ciego del evangelio de hoy y a su encuentro con Jesús: “pasó por allí Jesús y se encontró con un ciego... y lo curó”. Es esa compasión que nos inspira cualquier invidente.
En la vista, como en los demás sentidos, son dos los elementos que entran en juego: los ojos para ver y la luz para ser vista. Porque el ver solamente no serviría de nada. Además, ver implica de algún modo a todos los demás sentidos, es decir, el ojo no ve para él solo, sino que ve para que el pie no tropiece, y para que la mano acierte, etc. Dice Gibrán Jalil Gibrán: “Grita el ojo: ´veo una montaña más allá de estos valles envuelta en niebla azul ¿verdad que es bella?´. El oído escuchó atentamente y dijo: ´pues yo no oigo nada´. La mano estiró sus dedos y murmuró: ´Yo tampoco la toco´. Parecida exclamación exhaló el olfato. Cuando el ojo miró en otra dirección los sentidos comentaron: ´algo anda mal en ese ojo que ve lo que no hay”. (EL LOCO).
La vista, la luz, con ser tan importantes nada valen si los demás sentidos no prestan su colaboración y ayuda. Porque los ojos, que son tan necesarios, no lo son todo si prescindimos de las demás funciones del organismo y viceversa. Lo mismo sucede con la fe, siendo tan primordial, ella sola poco puede hacer si no es secundada y ayudada, incluso para crecer ella misma, como le pedía a Jesús el padre del niño epiléptico: “Creo Señor, pero ayuda mi incredulidad”.
Cuando Jesús se decide a curar al ciego hace una serie de ritos. Se diría que es como una dramatización del milagro en tres actos. En el primero narra el encuentro con el ciego. Jesús amasa con saliva barro y lo unge. La Iglesia, a imitación de Jesús, sigue practicando unciones al bautizando, al confirmando, al ordenando, al enfermo grave, a objetos y a lugares sagrados. Hasta la misma palabra Mesías, o Cristo, significa, etimológicamente, ungido. Así, Cristo es El Ungido, y por eso podríamos llamarnos con toda propiedad los cristianos, los ungidos por excelencia, ungidos por el amor y la gracia del Espíritu Santo. Este rito de la unción debió de estar muy generalizado en toda la antigüedad puesto que algunos historiadores romanos, Suetonio, Tácito, etc., recogen algunas supuestas curaciones que hizo Vespasiano en Alejandría hacia el año 70 d. C., ungiendo también con saliva los ojos de los ciegos.
El segundo acto se desarrollaría en varios cuadros que son los diversos encuentros y sus correspondientes diálogos que mantienen con el ciego, una vez recobrada la vista: con los fariseos, estos con los padres, los padres con el hijo, que quieren de algún modo hacerle decir que veía cuando no veía y que ahora no ve lo que está viendo, algo verdaderamente dramático...
Finalmente el tercer acto es el encuentro de Jesús de nuevo con el ciego y esa nueva luz de la fe que le infunde:
-¿Crees en el hijo del hombre?
-¿Quién es, Señor, para que crea en él?
-Lo has visto. El que habla contigo, ese es...
-Creo, Señor... Y se postró ante él.
Es preciso saber ver con la fe, más aún, podríamos decir que es preciso intercambiar los sentidos, acostumbrándonos a ver con los oídos, a tocar con la mirada, a oír con el tacto, a saber tomar el pulso a los acontecimientos para descubrir en ellos el latido del corazón de Dios, a hacer de oídos corazón y del corazón oídos, estar siempre a la escucha, a la espera de la luz, sobre todo confesándonos ciegos, para abrirle apenas llegue y llame. Esta mutua ayuda y colaboración es una realidad gozosa dentro de la Iglesia: es lo que llamamos Cuerpo Místico de Cristo. En él ejercitamos las virtudes cuando vemos con la fe, oímos con la esperanza y tocamos con la caridad.
Para ver hay que abrir bien los ojos, y además mirar. Dice un refrán que “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. Y después tener la humildad suficiente para reconocernos ciegos, pecadores, torpes. ¿Cómo va a curar Jesús al que se considera sano? A menudo nos sucede lo que Cristo achacó a los fariseos cuando decían que veían, y no era cierto: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero decís que veis y vuestro pecado permanece...”. Con todo no dejan de ser enigmáticas algunas frases de Jesús: “Vine al mundo para que los que no ven vean y los que dicen ver se queden ciegos”, o aquellas otras “para que viendo no vean y oyendo no entiendan no sea que se conviertan...”, acaso porque la humildad es la retina de la fe, la que nos hace ver. Es difícil demostrarle la ceguera a uno que dice ver. Nos sucede lo que cuenta el libro II de los Reyes a propósito de la lepra de Naamán. Este valeroso general sirio, habiendo contraído la lepra, se presentó a Eliseo para ser curado. El profeta le manda que se lave siete veces en río Jordán. Naamán protesta: “¡a ver si aquí en Damasco no hay ríos como el Abaná y el Farfar mejores que todas las aguas de Israel!”. Pero sus criados, más sensatos que él, fueron los que realmente vieron y le abrieron los ojos: “Si el profeta te hubiera ordenado algo difícil... pero si te dijo: báñate y quedarás limpio ¿por qué no has de hacerlo?” (5, 12) Naamán se lavó siete veces y quedó curado.
De algún modo hemos recobrado la vista por primera vez cuando nos bañaron en las aguas del bautismo, ese baño de gracia que borra la lepra del pecado original, verdadera piscina de Siloé. Los primeros catecúmenos llamaban al bautismo Iluminación. Pablo recobró la vista de la fe, mediante aquella luz que le derribó por tierra y le privó de la luz de los ojos, camino de Damasco, de donde había venido siglos antes Naamán a recobrar la salud.
Hay que acostumbrarse a ver no sólo con los ojos de la cara sino también con los del alma. Hugo de San Víctor, un teólogo del s. XII, sostenía que Dios creó en el Edén al hombre con tres ojos: uno lo tiene muy debilitado, otro oscurecido y el tercero, que es el ojo de la contemplación de las cosas celestiales, completamente ciego. Hay un novelista que hizo furor hace años entre la juventud, llamado Lobsand Rampa, una de cuyas obras se titula precisamente “El tercer ojo”, y en la cual afirma que los humanos tenemos en la frente un tercer ojo oculto que hemos perdido y con el que podríamos descubrir, si fuéramos capaces de recuperarlo, (algunos lo han logrado, dice el novelista), qué piensa de nosotros la gente que nos rodea, qué sentimientos de simpatía o antipatía despertamos, sus pasiones, enfermedades, en una palabra el famoso halo (azul, rojo o blanco...). Puede ser que el teólogo y el novelista lleven parte de razón. Porque lo que sí es cierto es que el mundo no ve nada. Nos ciegan las pasiones, la ambición, la soberbia, el amor propio, el egoísmo... lo mismo a las personas, que a las instituciones, a los partidos, que a la Iglesia... No somos lo suficientemente humildes para poder ver, para reconocernos ciegos y pedir un poco más de luz..., ver...
El novelista argentino Juan Bautista Albardi  describe en su obra “Luz del día” cómo la Verdad –él la llama luz del día- cansada de las mentiras e iniquidades de que era testigo en la vieja Europa, emigra a América disfrazada de mujer. Allí encuentra a Tartufo, a Gil Blas y a Braulio, como sabemos personajes muy poco edificantes de nuestra literatura occidental. Entonces ella se dedica a buscar los viejos valores, los eternos valores de la raza: el Cid, Don Pelayo, Fígaro, el Tenorio, hasta que por fin da con Don Quijote, rey de la Patagonia, dedicado a la cría de carneros. Había fundado allí una república llamada Quijotania, pero que termina fracasando también. Entonces Luz del Día se despide echando un mitin sobre la ignorancia que es la ceguera universal: todos los hombres de todos los países están ciegos y esto no tiene cura. Lleva un tanto de razón. Porque bien pensado sería tan fácil, tan hermoso y tan sugerente hacer un mundo en el que reinara la fraternidad y el amor... ¿Quién lleva el timón del mundo? ¿En manos de quién estamos? En manos de unos pobres ciegos egoístas, mercaderes y ladrones, ebrios de poder y de egoísmo que son ciegos y guías de ciegos.
“Aquel que ama a su hermano permanece en la luz” (I Jn. 2, 10). El mundo padece una especie de loca ceguera endémica y universal de la que es poco menos que imposible salir y hacer salir. Decía  Carlos Gustavo Yung: “No se trata de demostrar que existe la luz sino de que la vean los ciegos. De nada sirve cantar alabanzas a la luz si no se puede ver. Hay que enseñar a los ciegos a verla”. Pero ahí está la dificultad. Ni siquiera Jesús lo consiguió con los fariseos.
Al atardecer, las mujeres judías encendían las lámparas de aceite y las colgaban de los muros o las situaban en lugares altos para alumbrar a todos los de la casa. Cae la tarde, es decir, languidece la fe. Es preciso mostrar de nuevo a Jesús, luz del mundo, al Jesús que abrió los ojos de los ciegos, e invitar a seguirle. El que le siga, y son palabras suyas, “no caminará en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida”. Jmf

lunes, 9 de marzo de 2020


                 DOMINGO III DE CUARESMA 15--III-2020 (Jn. 4, 5-42) A
  

Hace años, cuando no había aún TV y apenas se escuchaba la radio, la gente de los pueblos de la montaña se reunía al llegar las duras noches de invierno y nieve en largas veladas a contar historias, recordar costumbres y cantar romances. Hoy el filandón lo hacen los de la televisión, los demás no les queda más que ver y callar. Entre los recuerdos que conservo de aquellos años es el de oír recitar y cantar a alguna anciana el antiguo romance de “La samaritana”. Empezaba así: Un viernes salió el Señor / a la ciudad de Samaria / en el medio del camino / el calor le sofocaba... etc.
No sé si es debido a esta añoranza o porque la escena es realmente evocadora, acaso algo de ambas cosas, este evangelio siempre me ha parecido uno de los más hermosos. Algo debe de tener, de todas formas, puesto que en él se han fijado músicos como Arnaldo Furlotti y Lucinio Respici para componer sus famosos Oratorios, o Gabriel Pierne que compuso sobre el tema una opereta, o el dramaturgo marsellés Edmond Rostand (1908), autor de “Cirano de Bergerac” y que escribió en tres actos el drama: “La samaritana”. En el primero la escena se desarrolla junto al pozo: Abrahán, Isaac, Jacob y algunos personajes bíblicos más, reciben a los apóstoles con insultos. Sólo Fótina, la samaritana, se deja arrastrar por la palabra de Jesús que habla de agua viva y de amor. En el segundo acto, Fótina, una vez convertida, se dedica proclamar la verdad por el mercado de la ciudad de Siquén. En el tercer acto los apóstoles no son bien recibidos en Siquén por ser judíos pero cuando la multitud oye a Jesús contar las parábolas del perdón queda subyugada por su palabra y convertida. La obra finaliza con Fótina rezando el Padrenuestro.
Nosotros cada año en el Belén viviente hemos representado durante más de 30 años esta escena del pozo y la samaritana para recordar el agua viva del sacramento del Bautismo que Jesús vino a traer al mundo y que es la puerta de entrada a nuestra iglesia.
Un pozo de agua fresca en un país sediento siempre es algo valioso y atractivo. Para los judíos aquel pozo tenía además un encanto especial, pues allí encontró el criado de Abrahán a Rebeca la que sería esposa de su hijo Isaac. Y allí se enamoró Jacob de otra joven llamada Raquel, con la que contrajo matrimonio. De ahí que desde antiguo corría de boca en boca un canto recogido en el libro de los Números, que dice: “¡Viva el pozo! ¡Cantadle!, pozo cavado por príncipes, abierto por nobles usando para ello sus cetros y bastones” (2, 19).
Este pozo era por tanto muy importante en Samaría, y no sólo debido a la historia y tradición que lo rodeaba sino y sobre todo porque en aquella región escaseaba el agua. Samaría es una comarca situada en el centro de Israel, entre Galilea y Judea y no tiene acceso al mar. Herodes el Grande la había dejado en herencia, junto con Judea e Idumea, a Arquelao, un hijo que había tenido de Malteke la samaritana. Pero además de su aislamiento geográfico existía otro aislamiento mayor puesto que desde la muerte de Salomón (935 a. C.) los samaritanos eran odiados por los judíos, odio que llegó a ser mortal a partir del año 721 como se cuenta en el libro de los Reyes: “El monarca de Asiria mandó gentes de Babilonia, de Cuta, de Ara, de Jawat y Sefarvaim, y los estableció en las ciudades de Samaría en lugar de los hijos de Israel. Se posesionaron de Samaría y habitaron sus ciudades” (II, 17, 24). Al cabo de algún tiempo el culto de Yahavé se mezcló con el de los dioses de aquellas gentes advenedizas, uniéndoseles a él además algunos israelitas. No es que fueran ateos o incrédulos, no. En el mismo libro de los Reyes se dice: “Estas gentes dieron culto a Yahavé, pero sirven también a sus ídolos, y sus hijos y los hijos de sus hijos han seguido haciendo siempre hasta hoy lo mismo que hicieron sus padres”. (II, 17, 41).
Cuando los judíos regresan del exilio estos samaritanos intentan ayudarles a reedificar el Templo, pero los judíos, celosos de su fe hasta el extremo, rechazan la oferta. Entonces es cuando se juran odio eterno hasta el punto de que llamar a un judío samaritano era un gran insulto. “El agua de los samaritanos, se decía también entre judíos, es más impura que la sangre de cerdo” (para ellos el más impuro de los animales).
En medio de este ambiente podemos hacernos una idea de lo arriesgado que le resultaba a un judío atravesar Samaría, y aún más pedirle a una mujer que le diera de beber. Dirigirse en público a una mujer estaba prohibido incluso en Israel, a tal punto que por esta razón se las excluía de ser testigos en cualquier juicio. Jesús podía haber llegado a Galilea sin cruzar Samaría, tomando el camino que desciende hacia el Jordán, y prescindir de hablar con la samaritana. Sin embargo Él rompe con todo tipo de prejuicios, y pasa por encima de aquellas leyes injustas, a riesgo de ser duramente criticado. Los mismos apóstoles debieron de pensarlo, pues dice el evangelio que les chocó verlo conversar con una mujer en público, pero nadie le dijo ni una palabra, ni le preguntaron de qué hablaban.
Creo que son tres lecciones las que podemos sacar de este encuentro en el pozo de Jacob. La primera, que con ser dos modos tan diversos de pensar, dos razas, dos tipos de religión tan diferentes Jesús no empieza a discutir acaloradamente con la mujer sobre donde está la verdad si en tu iglesia o en la mía, sino que procura entablar un diálogo respetuoso y constructivo. Y el tema era explosivo, nada menos que trataba en primer lugar sobre política: “¿Cómo tú que eres judío me pides de beber a mi que soy samaritana?”; luego sobre religión: “¿En dónde hay que adorar, en este monte o en Jerusalén?”, porque ellos adoraban a su Dios en Garizín; y en tercer lugar sobre la vida privada: “no tengo marido... Es verdad... tuviste cinco y el que tienes ahora tampoco es tuyo”. Tres temas, política, religión y vida privada... a cual más incisivo. La mujer no se incomoda, quizá porque Jesús da respuestas y no gritos, dialoga y no discute..., “ni tú tienes razón ni acaso yo...”, “ni en este monte ni en Jerusalén... llega un tiempo en que los verdaderos adoradores adorarán a Dios en espíritu y en verdad”. Una hermosa enseñanza a tener en cuenta.
La segunda lección es con respecto a los mal pensados y a la crítica. Los apóstoles tenían derecho a pensar cualquier cosa. Sin embargo la realidad era muy otra. Cuenta una leyenda oriental que una vez caminaban dos monjes budistas y llegaron hasta un río donde había una hermosa mujer tratando de vadearlo pero no se decidía temerosa de que la arrastrara la corriente. Entonces el más joven se descalzó, la cargó sobre sus hombros y la llevó hasta la otra orilla. Luego regresó para seguir su camino. El monje más viejo lo reprendió con dureza: -No debiste hacer eso, hermano, a los monjes no nos está permitido tocar a una mujer bajo ningún concepto... Durante el largo camino se lo iba recordando una y otra vez, con duras palabras de reprobación. Al llegar al convento, el joven monje, que había permanecido callado todo el viaje se dirigió a su acompañante y le dijo: “Hermano, yo he pasado a la mujer a la otra orilla porque lo necesitaba y la he dejado allí, pero desde entonces es usted el que la trae a cuestas”. No es un hecho aislado lo que moraliza o desmoraliza a una persona sino la crítica constante. A Jesús no le importó. Cristo rompe con infinidad de prejuicios. Era lógico. Su misión fue salvadora, liberadora y los prejuicios nos suelen esclavizar.
La última lección es la que saca Edmond Rostand en el tercer acto de su obra: Hasta que no escuchan a Jesús, hasta que no son tocados por su palabra la actitud es hostil. A veces es preciso escuchar directamente a Cristo. Oímos sermones y charlas, oímos a predicadores, a gentes que cuentan sus vivencias, oímos cada domingo la misa y el sermón, y durante la semana otros servicios religiosos pero quizás no nos hemos parado nunca a escuchar directamente la voz de Cristo que nos habla a través del Evangelio, que nos susurra en el fondo del alma o nos interpela amorosamente en los hechos que suceden cada día.
Y Jesús está ansioso de hablarnos, tiene sed de que se le escuche. Es curioso un detalle que recoge el evangelista Juan. Dice que era la hora sexta, las tres de la tarde cuando le pide de beber, a la hora de más calor. A esa misma hora, precisamente la hora sexta murió Jesús en el Calvario y también tuvo sed, y pidió de beber. Allí no había agua ni samaritana. No sabemos si junto al pozo al fin tomó el cántaro y bebió. Nada dice el Evangelio. Pero sabemos que en la cruz no bebió, porque su sed era sed de amor, de entrega, de conversión: “mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado”.
En este tercer domingo de Cuaresma Jesús también nos dice: ¡Tengo sed! a cada uno. Somos libres de darle de beber del cántaro de nuestro corazón o de quedarnos lejos criticándole. Ser cristiano no está sólo en venir a misa, está en la actitud de entrega y conversión, la misa, el templo es únicamente un andamio más, para quien no sabe adorar de corazón y de verdad, ya que los verdaderos adoradores no necesitan estar aquí o allí, aunque esto sea una ayuda con frecuencia necesaria, los verdaderos adoradores son aquellos que han aprendido a adorar a Dios “en espíritu y en verdad”. Jmf.

lunes, 2 de marzo de 2020


II DOMINGO DE CUARESMA, 8-III-2020 (Mt. 17, 1-9)A

 En dos fechas conmemora la Iglesia la festividad de la Transfiguración del Señor: una, el día seis de agosto, otra en este segundo domingo de Cuaresma. Ambas tienen como fin la exaltación de la persona de Jesús. Desde hacía siglos la Cristiandad venía celebrando este pasaje evangélico, pero tomó un mayor incremento con un papa de origen español, Alfonso Borja, conocido como Calixto III (1455-1458), tío del famoso Rodrigo Borja, más tarde Papa también, con el nombre de Alejandro VI (1492-1503). Calixto III estaba obsesionado con llevar a cabo una cruzada contra los turcos. Para ello pidió a los fieles oraciones y sacrificios, siendo ayudado por la predicación de san Juan de Capistrano. “Ve, -le dijo el Papa-, clama, sacude la apatía, humilla la soberbia, confunde la avaricia... los tres males que van a poner en nuestras manos a los turcos”.
Ni Alemania ni Francia se hicieron eco del llamamiento papal, sólo Hungría, que había sido invitada por el cardenal legado Juan de Carvajal, puso en pie de guerra a su ejército a las órdenes de Juan de Hunyades, y derrotó a Mahomet II a las afueras de Belgrado el día 6 de agosto de 1456. Calixto III, en señal de agradecimiento, y por ser dicho día la fiesta de la Transfiguración, fiesta también de aquellos templos que están bajo la advocación o patronazgo de San Salvador como sucede con nuestra Catedral Basílica de Oviedo, hizo extensiva la fiesta a toda la Cristiandad, en parte para recordar el escaso entusiasmo de los príncipes en la Cruzada que había promovido para reconquistar Constantinopla.
Pero la Transfiguración como tal, se celebra en agosto. En este domingo de Cuaresma podríamos decir que la Iglesia quiere que reflexionemos más bien sobre nuestra propia transfiguración. Porque en el Tabor no sólo quedó transfigurado Jesús, sino que de algún modo quedaron también marcados para siempre aquellos tres apóstoles, testigos oculares del portento: Pedro, Santiago y Juan. Eran los tres que acompañaron a Jesús en otras ocasiones muy especiales: en la resurrección de la hija de Jairo, en el huerto de Getsemaní, etc. Años más tarde uno de ellos, el apóstol Pedro, recordará, en su segunda Carta, estos momentos de triunfo que presenciaron aquel día en el Tabor: Allí... “recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando... le dirigió esta voz: ´Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco´. Nosotros mismos escuchamos esta voz venida del cielo, estando con Él en el Monte santo” (1, 16).
Sin embargo con ser tan fuerte este recuerdo no los vacunó contra el pecado. Porque Pedro traicionará a su maestro negándolo tres veces después de la Última Cena, y Santiago y Juan, los dos hermanos, tratarán de conseguir el primer y segundo puesto por encima del resto de los demás apóstoles, el primer puesto en aquel reino que ellos se figuraban que iba a instaurar el Señor en este mundo. Son lecciones que no debemos olvidar jamás y menos aún en este tiempo de Cuaresma.
Jesús se transfigura, los tres apóstoles se quedan ensimismados, quieren quedarse allí ya para siempre, porque han sido tocados por Dios, tocados por ese “no se qué... que se halla por ventura”, como escribió san Juan de la Cruz,
“Que estando la voluntad
de divinidad tocada
no puede quedar pagada
sino con Divinidad”.
De ahí que proyectaran hacer tres tabernáculos o tiendas de campaña para quedarse en aquel lugar para siempre. Sin embargo no es bueno vivir mucho tiempo en las nubes, no es bueno... ni conviene. Es preciso bajar, tocar, y pisar tierra. Existe un Monte Tabor porque antes hubo un Monte de las Tentaciones, una cuarentena de privación, de oración y penitencia. Existe un Monte de la Ascensión, el Monte Olivete, porque antes se pasó por el Monte Calvario. Es preciso descender al llano, humillarse y andar por el suelo. Permanecer siempre en las alturas es peligroso, produce vértigo, el vértigo de las alturas. Lo recordaba a su modo el astronauta Jeff Hoffman durante el vuelo espacial en abril de 1985 recitando unos versos del poeta surrealista Daumal:
“No se puede permanecer en la cumbre eternamente
hay que descender de nuevo...
Por lo tanto ¿qué sentido tiene
preocuparse de ocupar el primer puesto?
Precisamente por eso.
El que está arriba desconoce lo que pasa abajo
el que está abajo no sabe qué sucede arriba.
Uno escala, ve..., desciende.
Luego ya no ve nada más. Pero algo ha visto.
Hay un arte de conducirse a sí mismo
en las regiones bajas
por el recuerdo de lo que uno ha visto
en las alturas.
Cuando ya no se puede ver
se puede seguir sabiendo, por lo menos,
que existen cosas allá arriba”.
También los apóstoles seguirán recordando aquel momento en las alturas. Y debería recordarlo todo el mundo. Como dice el filósofo francés Roger Garaudy: “Algún que otro erudito podrá dudar de la existencia de Jesús. Pero a pesar de todo, esta certeza que transforma la vida permanece inmutable; una hoguera se ha encendido, luego es evidente que existió la primer chispa”.
Es necesario subir a la montaña, porque allí está la zarza ardiendo, allí está el Tabor, allí se ve más y mejor, hay más luz, más claridad, el aire está más limpio y las voces se escuchan con mayor nitidez ¿No veis cómo para observar las estrellas colocan los observatorios en los montes más altos, lejos de la contaminación y del ruido, lejos de los núcleos de población que impiden ver las estrellas debido a sus humos y las luces de la ciudad? Sin embargo antes de bajar al llano es preciso encontrarse con Jesús transfigurado, para ser cada uno a su vez transfigurado, como asegura Pablo a los fieles de Filipos: “Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, en esa energía que posee para sometérselo todo” (3, 21). Y es necesario luego descender. De algún modo lo decía el anticristiano Nietzsche: “Para ver muchas cosas hay que aprender a mirar de lejos de sí. Tú, Zaratustra, necesitas descender por debajo de ti. Esa es la última cumbre que te queda aún por escalar”.
El Tabor de Zaratustra es el antiTabor del Evangelio. Es preciso caminar al encuentro del hermano llevando en los labios y en el corazón esa palabra oída... la palabra de Dios. ¿No es acaso la palabra lo que más consuela? ¿No es la palabra la que a veces esperamos en vano, una palabra, que alguien te diga alguna cosa buena, algo que aliente y que anime a seguir? Esa comunicación franca y llana, ese saber escuchar y luego hablar... -“mas di una sola palabra y mi alma quedará sana”-, podríamos decirnos muchas veces. Preferimos a menudo el silencio a secas.
Al silencio se sube desde la palabra para luego descender del silencio a la palabra. Esperamos grandes gestos, hechos heroicos pero la verdad del evangelio (el perdón, la eucaristía, la gracia) reside siempre en una sola palabra.
Jesús gusta de andar por la soledad de los valles, en la hondonada de los pobres y de los enfermos, entre los humildes y desconsolados. Hoy lo vemos subir a la montaña. Necesitamos probar alguna vez la altura, el vuelo de la divinidad, la luz del Tabor pero no para instalarnos en la cumbre y permanecer allí. Lo expresa divinamente también san Juan de la Cruz:
“Cuanto más alto llegaba
de este lance tan subido
tanto más bajo y rendido
y abatido me encontraba.
Dije: No habrá quien alcance;
y abatíme tanto, tanto,
que di a la caza alcance”.
Es decir subir para saber descender y encontrar la verdadera humildad, pues es ahí donde se da a la caza alcance, o lo que es lo mismo, donde uno puede encontrar su Tabor definitivo.
Hoy, pues, segundo domingo de Cuaresma, más que a celebrar la fiesta de la Transfiguración, la Iglesia nos invita a que nos transfiguremos interiormente nosotros por medio de la penitencia, de la humildad, de la oración y el sacrificio. No debemos perder de vista que la Cuaresma fue puesta antes que la Pascua para que por medio de ella nos convirtamos, dejemos nuestra vieja condición y nos transformemos en el hombre nuevo que Dios espera de nosotros. Jmf