viernes, 15 de junio de 2018


DOMINGO XI .17-VI-2018.- (Mc. 4. 26-34).B
  
¿Con qué comparar el Reino de los cielos? Es alentador que Jesús eche mano en sus sermones de estas comparaciones tan familiares y de estos símiles tan a ras de tierra para tratar de explicar a sus oyentes sus ideas. Nosotros acostumbramos a actuar al revés: complicamos lo sencillo con fórmulas ininteligibles, algo así como definía cierto pensador la filosofía: “El arte de decir lo que todo el mundo sabe con palabras y fórmulas que casi nadie entiende”. Y otro tanto se podría aplicar a muchas ciencias, como es la Economía, recordemos el lenguaje de algo tan familiar como es la Declaración de la Renta, y si se quiere la política. Pero lo que es más incomprensible es que este tipo de lenguaje lo apliquemos a la Teología.

Posiblemente hubiera sido más científico que Jesús diera a conocer su Doctrina de un modo más sistemático y técnico, tras haber hecho entre el pueblo encuestas, estadísticas, porcentajes y tantos por ciento de religiosidad, o un estudio sociológico a fondo sobre la realidad social de su tiempo. Sin embargo su ideología, la filosofía de su mensaje, del mensaje del Reino, la compara a una semilla del campo, a un humilde grano de mostaza, es decir que su doctrina no sólo es algo simple sino que también es algo muy pequeño: una semilla.

Cabe ahora preguntarse ¿Y qué es lo pequeño? Todo es relativo. Ya los estrategas acostumbran a decir: “No hay enemigo pequeño”. Recuerdo a este propósito una anécdota del misionero P. Cenera, muerto hacia 1991 en su misión africana de Zimbawe.  Había llegado de vacaciones a Oviedo y se acercó al Seminario. Nosotros lo rodeamos entre la curiosidad y la admiración y empezamos a bombardearlo con preguntas. Una de ellas versó sobre cuál era el mayor peligro que amenazaba al misionero en sus desplazamientos por la selva: ¿las serpientes?, ¿las panteras?, ¿los leopardos?, ¿los jaguares...? Él se quedó mirándonos con una larga y maliciosa sonrisa, negando con la cabeza una y otra vez hasta que al fin dijo: -”Nada de eso; mirad, el animal más feroz, al que más tememos todos es... al mosquito. De los otros nos podemos defender mal que bien, del mosquito es casi imposible defenderse”. La Biblia recoge en sus páginas ejemplos de esta fuerza que reside en lo pequeño, v.g.: la lucha entre el gigante Goliat y el joven David.

En los cuentos de niños siempre es el hermano pequeño, el más indefenso, el Pulgarcito de turno, quien suele ayudar y salvar a todos sus hermanos. Lo mismo que nos cuenta el Génesis al narrar la Historia de José. Y en el Libro de Daniel se nos recuerda otra historia parecida: la del sueño que tuvo el rey Nabucodonosor, del que no pudo acordarse hasta que el pequeño Daniel fue llamado a su presencia y se lo descifró: “Soñaba -le dijo el rey- que veía una estatua gigantesca con la cabeza de oro, pecho y brazos de plata, vientre y muslos de bronce, piernas de hierro y pies de barro, hierro y barro. De pronto vi cómo se desprendía de lo más alto de un monte una piedrecita que, rodando, rodando... dio contra los pies de la estatua la cual, como tenía los pies de barro, no resistió el golpe y se derrumbó, rompiéndose en mil pedazos... y la piedrecita siguió rodando y creciendo hasta que cubrió toda la tierra...”. Y Daniel iba descifrando el sueño ante los ojos asombrados del rey: “La cabeza de oro representa tu imperio, al cual sucederá otro menor simbolizado en la plata, a este seguirá otro menor de bronce. Después del cuarto imperio seguirá otro de hierro que lo destruirá todo y no habrá quien le oponga resistencia pero al fin terminará como los anteriores. Y aquella pequeña piedra será una Monarquía que los destruiría a su vez a todos reduciéndolos a polvo”. En esta piedrecita desprendida del monte muchos han querido ver el Reino de Cristo, pequeña semilla desprendida del monte Calvario, del monte de Belén, del de las Bienaventuranzas, del de la Ascensión, da lo mismo, y que hoy, después de rodar durante casi dos mil años, cubre ya, de algún modo, toda la tierra.

Siempre en estas comparaciones entra un elemento nuevo: “la espera”. Sembrar es importante pero la espera es imprescindible si queremos recoger algo en la siega. En La dama del Alba, de Alejandro Casona aparece una frase en labios de Martín, el marido de Angélica, que ilustra muy bien lo que estamos diciendo: Vale más sembrar una cosecha nueva que llorar por la que se perdió”. Sembrar inquietud, amor, paz es lo que importa y después saber esperar. ¡Cuántas veces la prisa ha frustrado grandes proyectos!

La naturaleza también sabe esperar y de ello nos da grandes lecciones. Ya Francis Bacon sugería: “Sólo se domina a la naturaleza obedeciéndola”. La naturaleza no conoce el stress, ni el trabajo a destajo, ni las prisas. Dios tampoco. Por eso no tiene prisa en arrancar la cizaña que nace junto al trigo, ni en castigar al malvado ni en premiar al justo. Todo llegará a su tiempo. Los frutos suelen crecer lentos, a los que se les ha hecho crecer artificialmente, sean plantas de invernadero o animales tratados con hormonas, se los distingue en seguida por su falta de calidad. Dice un refrán árabe ¡y qué gran verdad! que no tengamos prisa ni siquiera para hacer justicia por las ofensas recibidas: “Siéntate a la puerta de tu tienda verás el entierro de tu enemigo pasar”.

Y lo saben de sobra algunos animales: no es el perro ladrando desaforadamente el que hace bajar del poste al gato encaramado en lo más alto, sino el zorro que da vueltas y vueltas, muy despacio, en torno al mismo. Con ello, el gato al querer seguirlo con la vista se marea y cae, siendo fácilmente atrapado. El zorro sabe esperar.

En el reino de Dios, lo mismo que en nuestras cosas, preferimos equivocadamente lo contrario: el aquí y ahora, como los niños mal educados. Huimos de lo sencillo, de las cosas humildes tras las que se esconde a menudo Dios y preferimos lo espectacular, las grandes concentraciones, los grandes oradores, pensadores, medios técnicos, personajes a ser posible de primera fila.

Jesús usa palabras sencillas, comparaciones sacadas de la vida del campo y del mar. Sus “cuadros de mando” son gente sencilla, humildes pescadores con mucho más corazón que cabeza, al revés de lo que nosotros pensamos y hacemos. Y lo más sorprendente es que este marketing de empresa que escogió para su Reino, sin especialistas en economía ni en comunicación de masas, sin planificación alguna, ni ideólogos, ni sociólogos, ni gente preparada, sólo con doce humildes pescadores, hoy, a 2.000 años de distancia, comprobamos que ha dado resultado, ¡funcionó! Y es que el Reino de Dios es diferente.

“Un hombre -cuenta Anthony de Mello en El Canto del pájaro- encontró una vez junto al camino un huevo de águila. Se lo llevó y lo colocó en el nido de una gallina de corral. El aguilucho fue incubado y nació con los demás polluelos. Durante toda su vida el águila hizo lo mismo que hacían las gallinas, pensando que era una gallina más: escarbaba la tierra, buscaba gusanos, cacareaba, incluso sacudía las alas e imitando a las demás gallinas, volaba unos metros. Después de todo ¿no es así como vuelan las gallinas?
Pasaron los años y el águila se hizo vieja.  Un día divisó en el azul del cielo un ave que volaba altísima moviendo apenas sus poderosas alas doradas entre las azules corrientes de aire al resplandor del sol de la tarde. La vieja águila no se cansaba se mirar asombrada...
-¿Qué es eso? preguntó a la gallina que picoteaba a su lado.
-Es e1 águila, la reina de las aves”, respondió la gallina, pero no te hagas ilusiones, tú y yo somos diferentes”. Y el águila no volvió a preguntar ni a pensar más en ello. Y murió creyendo que era una gallina de corral.
El hecho de ser humilde no tiene nada que ver con el conformismo. Precisamente la humildad es la que nos hace a menudo volar ligeros como las águilas reales por los cielos más azules y límpidos y salirnos del corral de nuestras miserias, mientras que la gravosa soberbia es la que nos convierte en animales y gallinas de corral.

Las parábolas del evangelio de hoy están hechas con palabras naturales y sencillas, usan símiles humildes y del campo pero en su simplicidad han atravesado los siglos y han llegado hasta nosotros para enseñarnos la gran lección de lo pequeño, del grano de mostaza, (si el grano de trigo no muere ...¿qué más pequeñez que esa?), un grano que es el más pequeño de las semillas del campo; pero sobre todo estas comparaciones de Jesús son o deben ser para el cristiano un magnifico antídoto, deben ser semillas contra el desaliento.

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