DOMINGO
XII 24-VI-2018 (Mc. 4-. 35-40) B
Y no es que el mundo invite precisamente al optimismo,
no. Los peligros nos acechan por todas partes: la enfermedad, el dolor, el
paro, la guerra, el odio, la depresión, la angustia, la soledad... Vivimos como
inmersos en un medio ambiente hostil, que se nos mete hasta en el alma, llevando
así dentro de nosotros mismos nuestros peores enemigos.
Algo parecido sucede con la Iglesia o con cualquier
otra institución. Y Cristo no compara a su Iglesia con una roca, esa es Él, sino con una barca:
la barca de Pedro; y una barca, si de algo carece es de
inmovilidad. También la vida se parece más al mar en movimiento que a la tierra
firme. De ese modo desde el “panta rei” todo pasa, de Heráclito hasta el “pasar de
todo” de los macarras de turno,
la vida se caracteriza, como el mar, por su ir y venir, por el subir de sus
mareas y el arrastre, sin piedad de sus resacas, por su eterno movimiento.
De ahí la inseguridad del mar y lo mismo de la vida.
La seguridad, la tierra firme, es uno de los valores que más aprecia el hombre.
Basta asomarnos a cualquier familia y hallaremos en seguida las mismas
inquietudes: se busca seguridad en el trabajo, en la vejez... Y en consecuencia
la cantidad de seguros contra todo: contra el robo, contra la
enfermedad, contra accidentes de coche, contra incendios, contra malas
cosechas, etc., en una palabra, queremos vivir seguros. Por asegurar tenemos
asegurado hasta nuestro propio entierro. Ahora bien, cabe preguntarse: ¿Tiene
algún sentido asegurar la vida? ¿El
seguro de vida? ¿Ahuyentar así
la muerte, el miedo a la muerte, la enfermedad? ¿Cómo? Son cínicamente modos,
manera de consolarnos. El mar, además de miedo e inseguridad, creaba en otros
tiempos monstruos y fantasmas en la mente de los navegantes: tritones,
nereidas, sirenas, poseidones... Todo ello lo crea el miedo y la inseguridad en
el mar de la vida. De ahí la necesidad de un buen capitán de barco, de un jefe
responsable y realista.
Shakespeare narra en su obra La tempestad el naufragio de Próspero y de su hija Miranda.
Próspero, duque de Milán, había sido depuesto por su hermano Antonio. Habiendo sido embarcado con su
hija en una lancha, son arrojados por el mar a una isla en la que sólo vive una
hechicera. Miranda libra a los
espíritus del poder de la bruja. Otro naufragio lleva a Antonio, rey de Nápoles, y a su hijo Fernando, al mismo lugar. Miranda
es la mujer pura, virgen, casta que se
enfrenta a Calibán... el monstruo
salvaje, hasta que ve a Fernando, y
el amor sublima aquel encuentro. Yo
creo que es una certera imagen de la vida
en la que Dios sería Próspero arrojado
por el hombre del Paraíso y de su vida, y Miranda
la Virgen desposada con nuestra naturaleza humana la cual con su poder nos
libra de las tempestades y de los monstruos (la serpiente infernal) que de
continuo nos acechan. De ahí la devoción que debemos profesarle de manera
especial. No hay que desesperar, tanto en
el mar como en la tierra, por mucho que arrecie la tempestad no se puede perder
nunca la esperanza; en realidad es lo único que puede salvar en tales situaciones.
Son bastantes los libros que nos narran cómo un
náufrago puede sobrevivir a pesar de todo. Gabriel
García Márquez nos cuenta la
historia del náufrago que estuvo diez días sobre una balsa a la deriva. El
inglés Dougal Robertson, narra en Vivir o morir en el mar, cómo el año 1972 cinco personas lograron sobrevivir en un
bote durante 38 días. Pero acaso quien mejor estudió el tema fue el médico
francés Alaín Bombard en su relato “Náufrago voluntario” en
donde describe su peripecia de náufrago voluntario durante 65 días, cruzando el
Atlántico el año 1965 y demostrando que de las 50.000 personas que naufragan al
año en nuestros mares, no se salvan más no por que no tengan en sus manos
medios para sobrevivir, sino por carencia de instrucciones. Y sobre todo porque
les falla la esperanza.
En un momento determinado de la narración dice algo
que se puede perfectamente aplicar a nuestra vida cristiana: “Naufragio
es para mí la expresión de la miseria humana..., es sinónimo de desesperación,
de hambre y sed... Habría que matar esa desesperación que mata. Esto no entra
en el marco de la alimentación; pero beber es más importante que comer, e
inspirar confianza es más importante que beber. Si la sed mata primero que el
hambre, la desesperación es todavía más rápida que la sed...” Son palabras
que deberíamos tener muy en cuenta. Hay
que confiar siempre, no desesperar nunca, aunque a veces seamos incapaces de
ver a Dios tras el horizonte, o detrás de la tormenta. Nos lo intenta probar el santo Job: “Él, (Dios), es quien dice al mar: hasta aquí llegarás y de aquí no
pasarás”.
Otra actitud además de la confianza debe ser la
búsqueda. En el mar no existe stop; todo es caminar como la vida, así lo
cantó Machado: “Cantar de la tierra mía
/ que echa flores / al Jesús de la agonía / y es la fe de mis mayores... / ¡Oh,
no eres Tú mi cantar!, / no puedo cantar ni quiero / a ese Jesús del madero /
sino al que anduvo en el mar”. No
podemos anclarnos en la cruz, ni en el pasado, ni seguir eternamente
lamentándonos, es preciso caminar, abriendo nuevos horizontes. Seguramente el
primer hombre que abandonó la caverna y edificó una choza, o la primera mujer
que hizo un vestido para cubrir o exhibir su desnudez fueron duramente criticados. No podemos pararnos a
escuchar ni a las ranas que croan en las charcas, ni a las sirenas que se
lamentan entre las rocas, ni a los vientos que silban en lo más alto del
mástil, ni a los tritones que amenazan desde el subconsciente de las aguas más
profundas de la mente. Por encima de todo es preciso avanzar, sabiendo que
llevamos con nosotros un buen piloto. En cierta ocasión iban varios soldados
con Julio César en una barca cuando
se desató una gran tempestad. Los
soldados estaban horrorizados. César mantenía su ánimo tranquilo. Luego los
increpó y les dijo: ¿Por qué tenéis
miedo? ¿No veis que va el César con vosotros? San Francisco de Sales, un
santo del s. XVII, que escribió esa preciosa obra: “Tratado del amor de Dios”,
al hablar de este embarcarse en empresas con la confianza puesta en Dios, y
al recomendar esta búsqueda de lo sobrenatural, recuerda una anécdota de Margarita de Provenza, la esposa de San Luis
IX, rey de Francia. Cuando éste se dirigía a Tierra Santa durante una de
las Cruzadas, ella le pidió que la dejara acompañarlo. ¿Sabéis a dónde vais? le
preguntaban. No importa, voy con el rey, contestó Margarita. Vuestro marido va hacia Egipto, se detendrá
en Damieta, en Acre... ¿Tiene vuestra majestad la esperanza de llegar allí? -Pues
no, -respondió la reina-, pero tampoco me preocupa. Lo único que me
interesa saber es que él está allí y yo estaré a su lado... Y dice san Francisco: “Ese rey es
nuestro Señor, la reina deberíamos ser todos los hombres...”. Sin embargo
el hombre prefiere la comodidad de la tierra firme. Deberíamos tener siempre a
punto la virtud de la fe y ejercitarla a
menudo para que no se nos apague o quede dormida. A
Dios hay que despertarlo, la fe duerme en el fondo de las almas... ¿Qué es, que no te importa que nos hundamos?
Oración un tanto irrespetuosa. Pero Cristo sin duda reaccionará al instante e
incorporándose nos reprenderá: Y vosotros
¿por qué sois tan cobardes?
Sin fe no hay nada ya que hacer. Con la fe, incluso en situaciones comprometidas, la Iglesia
siempre salió adelante. La historia es testigo de las ingentes tempestades que
superó tanto dentro como exteriormente, y siempre salió adelante. Hay que tener más fe, incluso en medio del error y
de la anarquía, hay que seguir andando, buscando soluciones, y abriendo
caminos, pero lo que no debe permitírsenos nunca es desesperar. Es preciso
sentir a Jesús entre nosotros,
recostado en la barca y sobre todo es preciso que nosotros nos sintamos verdaderamente salvados por Él aquí y ahora,
no mañana. A veces desconfiamos, nos falta fe, sin darnos cuenta de que es la
fe en Jesucristo el primer paso para asegurar la salvación y vernos libres del
naufragio.
Y si un día sucediera ese naufragio aún nos queda en
la Isla esa madre purísima, la virgen
Miranda de la obra shakesperiana, que nos echará una mano y vendrá a librarnos de las malas artes
del diablo y del pecado. JM.F.
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