viernes, 22 de junio de 2018


DOMINGO XII  24-VI-2018 (Mc. 4-. 35-40) B

 Una frase de Cristo que es toda una lección: “¿Por qué sois tan cobardes? El evangelio es como una gran representación dramática donde aparecen una serie de personajes entre los que no faltan los pobres, los enfermos, los vacilantes, los atemorizados..., y Cristo, el protagonista, siempre dando ánimos. Pero esto mismo se puede aplicar también a la vida, porque hoy más que nunca necesitamos de animadores de hombres, ya que los cobardes, los pesimistas, “los que ponen su mano en el arado y vuelven la vista atrás” abundan más de lo debido y según Cristo los tales no son aptos para el Reino.

Y no es que el mundo invite precisamente al optimismo, no. Los peligros nos acechan por todas partes: la enfermedad, el dolor, el paro, la guerra, el odio, la depresión, la angustia, la soledad... Vivimos como inmersos en un medio ambiente hostil, que se nos mete hasta en el alma, llevando así dentro de nosotros mismos nuestros peores enemigos.

Algo parecido sucede con la Iglesia o con cualquier otra institución. Y Cristo no compara a su Iglesia con una roca, esa es Él, sino con una barca: la barca de Pedro; y una barca, si de algo carece es de inmovilidad. También la vida se parece más al mar en movimiento que a la tierra firme. De ese modo desde el “panta rei” todo pasa, de Heráclito hasta el “pasar de todo” de los macarras de turno, la vida se caracteriza, como el mar, por su ir y venir, por el subir de sus mareas y el arrastre, sin piedad de sus resacas, por su eterno movimiento.

De ahí la inseguridad del mar y lo mismo de la vida. La seguridad, la tierra firme, es uno de los valores que más aprecia el hombre. Basta asomarnos a cualquier familia y hallaremos en seguida las mismas inquietudes: se busca seguridad en el trabajo, en la vejez... Y en consecuencia la cantidad de seguros contra todo: contra el robo, contra la enfermedad, contra accidentes de coche, contra incendios, contra malas cosechas, etc., en una palabra, queremos vivir seguros. Por asegurar tenemos asegurado hasta nuestro propio entierro. Ahora bien, cabe preguntarse: ¿Tiene algún sentido asegurar la vida? ¿El seguro de vida? ¿Ahuyentar así la muerte, el miedo a la muerte, la enfermedad? ¿Cómo? Son cínicamente modos, manera de consolarnos. El mar, además de miedo e inseguridad, creaba en otros tiempos monstruos y fantasmas en la mente de los navegantes: tritones, nereidas, sirenas, poseidones... Todo ello lo crea el miedo y la inseguridad en el mar de la vida. De ahí la necesidad de un buen capitán de barco, de un jefe responsable y realista.

Shakespeare narra en su obra La tempestad el naufragio de Próspero y de su hija Miranda. Próspero, duque de Milán, había sido depuesto por su hermano Antonio. Habiendo sido embarcado con su hija en una lancha, son arrojados por el mar a una isla en la que sólo vive una hechicera. Miranda libra a los espíritus del poder de la bruja. Otro naufragio lleva a Antonio, rey de Nápoles, y a su hijo Fernando, al mismo lugar. Miranda es la mujer pura, virgen, casta que se enfrenta a Calibán... el monstruo salvaje, hasta que ve a Fernando, y el amor sublima aquel encuentro. Yo creo que es una certera imagen de la vida en la que Dios sería Próspero arrojado por el hombre del Paraíso y de su vida, y Miranda la Virgen desposada con nuestra naturaleza humana la cual con su poder nos libra de las tempestades y de los monstruos (la serpiente infernal) que de continuo nos acechan. De ahí la devoción que debemos profesarle de manera especial. No hay que desesperar, tanto en el mar como en la tierra, por mucho que arrecie la tempestad no se puede perder nunca la esperanza; en realidad es lo único que puede salvar en tales situaciones.

Son bastantes los libros que nos narran cómo un náufrago puede sobrevivir a pesar de todo. Gabriel García Márquez nos cuenta la historia del náufrago que estuvo diez días sobre una balsa a la deriva. El inglés Dougal Robertson, narra en Vivir o morir en el mar, cómo el año 1972 cinco personas lograron sobrevivir en un bote durante 38 días. Pero acaso quien mejor estudió el tema fue el médico francés Alaín Bombard en su relato “Náufrago voluntario” en donde describe su peripecia de náufrago voluntario durante 65 días, cruzando el Atlántico el año 1965 y demostrando que de las 50.000 personas que naufragan al año en nuestros mares, no se salvan más no por que no tengan en sus manos medios para sobrevivir, sino por carencia de instrucciones. Y sobre todo porque les falla la esperanza.

En un momento determinado de la narración dice algo que se puede perfectamente aplicar a nuestra vida cristiana: “Naufragio es para mí la expresión de la miseria humana..., es sinónimo de desesperación, de hambre y sed... Habría que matar esa desesperación que mata. Esto no entra en el marco de la alimentación; pero beber es más importante que comer, e inspirar confianza es más importante que beber. Si la sed mata primero que el hambre, la desesperación es todavía más rápida que la sed...” Son palabras que deberíamos tener muy en cuenta. Hay que confiar siempre, no desesperar nunca, aunque a veces seamos incapaces de ver a Dios tras el horizonte, o detrás de la tormenta. Nos lo intenta probar el santo Job: “Él, (Dios), es quien dice al mar: hasta aquí llegarás y de aquí no pasarás”.

Otra actitud además de la confianza debe ser la búsqueda. En el mar no existe stop; todo es caminar como la vida, así lo cantó Machado: Cantar de la tierra mía / que echa flores / al Jesús de la agonía / y es la fe de mis mayores... / ¡Oh, no eres Tú mi cantar!, / no puedo cantar ni quiero / a ese Jesús del madero / sino al que anduvo en el mar”. No podemos anclarnos en la cruz, ni en el pasado, ni seguir eternamente lamentándonos, es preciso caminar, abriendo nuevos horizontes. Seguramente el primer hombre que abandonó la caverna y edificó una choza, o la primera mujer que hizo un vestido para cubrir o exhibir su desnudez fueron duramente criticados. No podemos pararnos a escuchar ni a las ranas que croan en las charcas, ni a las sirenas que se lamentan entre las rocas, ni a los vientos que silban en lo más alto del mástil, ni a los tritones que amenazan desde el subconsciente de las aguas más profundas de la mente. Por encima de todo es preciso avanzar, sabiendo que llevamos con nosotros un buen piloto. En cierta ocasión iban varios soldados con Julio César en una barca cuando se desató una gran tempestad. Los soldados estaban horrorizados. César mantenía su ánimo tranquilo. Luego los increpó y les dijo: ¿Por qué tenéis miedo? ¿No veis que va el César con vosotros? San Francisco de Sales, un santo del s. XVII, que escribió esa preciosa obra: “Tratado del amor de Dios”, al hablar de este embarcarse en empresas con la confianza puesta en Dios, y al recomendar esta búsqueda de lo sobrenatural, recuerda una anécdota de Margarita de Provenza, la esposa de San Luis IX, rey de Francia. Cuando éste se dirigía a Tierra Santa durante una de las Cruzadas, ella le pidió que la dejara acompañarlo. ¿Sabéis a dónde vais? le preguntaban. No importa, voy con el rey, contestó Margarita. Vuestro marido va hacia Egipto, se detendrá en Damieta, en Acre... ¿Tiene vuestra majestad la esperanza de llegar allí? -Pues no, -respondió la reina-, pero tampoco me preocupa. Lo único que me interesa saber es que él está allí y yo estaré a su lado... Y dice san Francisco: “Ese rey es nuestro Señor, la reina deberíamos ser todos los hombres...”. Sin embargo el hombre prefiere la comodidad de la tierra firme. Deberíamos tener siempre a punto la virtud de la fe y ejercitarla a menudo para que no se nos apague o quede dormida. A Dios hay que despertarlo, la fe duerme en el fondo de las almas... ¿Qué es, que no te importa que nos hundamos? Oración un tanto irrespetuosa. Pero Cristo sin duda reaccionará al instante e incorporándose nos reprenderá: Y vosotros ¿por qué sois tan cobardes?

Sin fe no hay nada ya que hacer. Con la fe, incluso en situaciones comprometidas, la Iglesia siempre salió adelante. La historia es testigo de las ingentes tempestades que superó tanto dentro como exteriormente, y siempre salió adelante. Hay que tener más fe, incluso en medio del error y de la anarquía, hay que seguir andando, buscando soluciones, y abriendo caminos, pero lo que no debe permitírsenos nunca es desesperar. Es preciso sentir a Jesús entre nosotros, recostado en la barca y sobre todo es preciso que nosotros nos sintamos verdaderamente salvados por Él aquí y ahora, no mañana. A veces desconfiamos, nos falta fe, sin darnos cuenta de que es la fe en Jesucristo el primer paso para asegurar la salvación y vernos libres del naufragio.

Y si un día sucediera ese naufragio aún nos queda en la Isla esa madre purísima, la virgen Miranda de la obra shakesperiana, que nos echará una mano y vendrá a librarnos de las malas artes del diablo y del pecado.  JM.F.

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