viernes, 29 de junio de 2018


DOMINGO XIII  1-VII-2018 (Mc. 5, 21-43) B

“¿ La niña no está muerta, está dormida”. Se reían de él. Pero Jesús los echó fuera a todos... entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: “Talitha qumi” (que significa: contigo hablo, niña, levántate). La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar. (Mc. 5, 21....)

La vida es un milagro. Saber cómo un buen día apareció sobre la tierra este rebullir de sentimientos, pasiones e ideales que es el hombre es un misterio. Los científicos tratan de explicarlo de mil modos, aducen argumentos, lanzan hipótesis... pero la incógnita sigue en pie. Más aún, en 1858, un investigador francés de todos conocido, Luis Pasteur, publicó una Memoria... sobre la generación espontánea, en la que decía: “...gases, electricidad, magnetismo, ozono..., cosas conocidas y ocultas, nada hay en el aire que, exceptuando los gérmenes que se contienen en él, sea una condición de vida”. Fue sin duda un gran paso en la ciencia, pues se llegaba a la conclusión de que la materia por sí misma, abandonada a sus posibilidades, no puede producir la vida en lo que a nosotros hasta ahora se nos alcanza, y de que esta viene siempre de afuera. Con esta conclusión a la vista ¿qué pensar de aquel magma atómico, pasterizado a millones de grados de temperatura hace 20.000 millones de años, que era el Universo? Aún hoy sigue siendo un misterio saber cómo pudo surgir de allí la vida ¿Por arte de qué o de quién?, ¿Por generación espontánea? Parece ser que no. Porque la vida viene de la vida, y de la Vida con mayúscula, añadiríamos nosotros.

Decíamos que la vida es un misterio, pero la muerte es un problema que a menudo ni queremos solucionar ni siquiera intentamos plantear dejándolo todo a la improvisación, y así se muere tanta gente de manera tan estúpida. A veces tratamos de quitarle importancia a ese momento crucial de nuestra existencia como hicieron los estoicos, aquellos filósofos griegos que enseñaban la total indiferencia ante el placer y ante el dolor, ante la vida y la muerte. Cicerón escribía: “Salgo de la vida no como de mi propia casa sino como de una posada”. “Una mala noche en una mala posada”, diría siglos después santa Teresa. Cervantes está más cerca de la realidad evangélica cuando afirma: “La figura de la muerte, en cualquier traje que venga, siempre es espantosa”. Y digo que está más cerca del Evangelio porque el mismo Cristo tuvo miedo a la muerte cuando le pide a Dios entre sudores de sangre y angustias infinitas, “pase de mí este cáliz”. Y eso que era Dios, el Señor de la vida y de la muerte, lo que demostró palpablemente con los tres milagros de tres resurrecciones a lo largo de su vida: la del hijo de la viuda de Naín, la de su amigo Lázaro, y la que hoy nos narra el evangelio, la hija de Jairo. Fue el único capaz de devolver la vida.

¡Cuántas veces hemos dicho que la vida es un sueño! Desde la famosa obra de Calderón de la Barca miles de veces se habrá repetido este lugar común: la vida es sueño. Jesús en cambio hoy nos viene a recordar todo lo contrario, es decir, que lo que en realidad es un sueño es la propia muerte: “La niña no está muerta está dormida”. Lo mismo dijo a sus discípulos cuando le dan la noticia de la muerte de su amigo Lázaro: “nuestro amigo duerme... voy a despertarle. Los discípulos le dicen: Si duerme ya despertará. Pero Jesús hablaba de la muerte...” (Jn. 11, 12). Y este sueño de la muerte fue el que atormentó toda su vida a don Miguel de Unamuno cuando escribía entre la fe esperanzada y la desesperación confiada: “Triste consuelo si al morir morimos del todo...”, en cambio “hermosa idea si esperamos otra vida tras la muerte”. Porque entonces para el que no tiene fe morir “sería como dormirse para siempre... En cambio ¿por qué buscamos dormirnos con tanta ansia? Porque esperamos despertar. Sin embargo intenta una noche imaginarte fuertemente que no has de despertar jamás, y te darás cuenta en qué se convierte tu sueño y lo que es el horror, a poca imaginación que tengas... Debe de ser tremendo sentir el invasor sueño de la muerte y luchar por resistirlo, sentir que se nos cierran los ojos y obstinarnos en mantenerlos aún abiertos...”. Pero esta consideración unamuniana es más bien para aquellos que no tienen fe y se aferran desesperadamente a los últimos jirones de la vida.

“Morir sólo es morir, morir se acaba”, dice en un poema Martín Descalzo. Morir para un cristiano es ante todo despertar, puesto que la vida es la que es sueño, morir es salir, abrir nuestros ojos a una nueva vida, -resurrección y vida es el Señor- y en eso está el quid de toda nuestra fe, y eso es lo que vienen a corroborar los milagros, que no son más que signos, no magia ni prestidigitación. Jesús no sólo decía palabras vacías, hacía con ellas el bien, predicaba y daba trigo, es decir, multiplicaba los panes y los peces, curaba y resucitaba. Dice Goethe que “el milagro es el hijo predilecto de la fe”. Y no le falta razón, pues el milagro no viene a clarificar nada sino a glorificar, a edificar y a dar respuesta a nuestra confianza en Dios.

En el Evangelio no se describen los milagros, se admiran, del milagro el Evangelio nunca hace el panegírico, ni el diagnóstico médico ni se exigen pruebas periciales que corroboren si la curación fue así o de otra forma sino que sólo narra qué y cuánta fe lo acompañó. Aún hoy algunos milagros (basta recordar Lourdes o Fátima) no tienen explicación racional médica. No la tienen, lo que no quiere decir que algún día la tengan, hoy no. Y es entonces cuando se echa mano del misterio como se hizo siempre. Incluso en nuestro lenguaje a la hora de describir el resurgir espectacular de algunas realidades mundanas acudimos al misterio, y la palabra que empleamos más frecuentemente a la hora de ciertas manifestaciones fuera de lo normal, es la de milagro: milagro económico, milagro industrial, milagro médico, milagro de la técnica... O cuando una persona sale ilesa de un accidente solemos exclamar: “Se salvó de milagro”, “Volvió a nacer”, es decir, como si se hablara de resurrección. Tendríamos que ver cómo interpretarán nuestras palabras dentro de otros dos mil años. No podemos ni debemos ser muy exigentes con los sencillos relatos evangélicos a la hora de tratar de explicar estos milagros por más que estén respaldados por la autoridad de Dios. Los evangelistas no trataron de escribir un protocolo histórico, ni un dossier científico, ni siquiera una historia real tal como hoy se entiende la historia. Los evangelistas nos cuentan simple y llanamente unas anécdotas sobre lo que le sucedió al Señor sin más comentario. Porque incluso con ser tan sorprendente la resurrección que hoy nos narra san Marcos, es curioso que ni san Lucas ni san Juan la recojan. En La obra de Jardiel Poncela “La tournée de Dios”, después de aparecer Dios en la figura de un sencillo hombre que sale de un olivar al ser entrevistado dice: “He conocido a los primeros reporteros de la Tierra y no eran superiores a vosotros en exactitud, créeme... Al decir que he conocido a los primeros reporteros de la Tierra me refiero a los “evangelistas”. Y agregó: “Todos vieron los Hechos de mi Hijo con sus propios ojos. Todos fueron testigos presenciales de la Catástrofe y sin embargo cada cual contó las cosa de modo diferente... Sé de sobra lo que es un reportero”. Filóstrato (170-144) nos cuenta en la vida de Apolonio de Tiara, entre otros milagros, la resurrección a las puertas de Roma, de una joven desposada. ¿Tuvo delante los milagros de los Evangelios? ¿Pretendía con su narración desacreditar la fe cristiana fundada en estos signos? Es probable y así se interpretó a partir de su publicación, pero entre sus "milagros" y la fe con la que se les rodea y los milagros del Evangelio no hay comparación posible. Miguel de Unamuno pedía a Dios en una de sus súplicas “sed de vida verdadera... ¡que viva en ti, Señor, y no en las cabezas de los hombres que terminarán reducidas a polvo...!”. Porque “Dios está más cerca y más adentro que el alma misma, Y cuanto más vivas en Dios más vivirás en ti, y perdiéndote en Él te encontrarás...” y lo encontrarás a Él también en ti.

Todos esperamos una resurrección, un renacer de nuevo como el de Iván Illich, el personaje de la novela de Tostoy, que olvidando su ansiedad egoísta y después de una crisis final, despierta tratando de aliviar el dolor de los demás con un nuevo sentimiento en su corazón. “La muerte se ha acabado, se ha acabado” exclama. Y expira sonriendo. Lo único que explica esta actitud es la fe en la resurrección, porque la solidaridad humana, la aniquilación del yo egoísta en aras del amor y de la caridad son las únicas verdades que pueden explicar la vida del hombre y su final.

Todos debemos esperar y pedir al Jesús del Evangelio, que ese cadáver interior de nuestra fe muerta, de nuestro enterrado amor, de ese cristianismo dormido en el sepulcro de la indiferencia, escuche ya y de una vez esa su voz que grita el “thalita kumi” de la vida, el “levántate y anda” de la acción y de la gracia.  JM.F

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