sábado, 3 de noviembre de 2018


DOMINGO XXXI 4-XI-2018 (Mc. 12, 28-34) B
  
La lectura del evangelio de hoy recuerda algo así como un examen de Doctrina Cristiana: -¿Cuál es el primer mandamiento? La pregunta es de un letrado en la Ley. Jesús da la respuesta acertada y ampliamente: “Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es semejante al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos”. El letrado lo aprueba. Jesús responde de acuerdo con la Biblia (Dt. 6, 4ss.) pero además opina. Él era el maestro. ¿Por qué Jesús no se queda en el primer mandamiento? Hubiera respondido cumplidamente. Pero Él quiere unir los dos extremos ya que son dos mandamientos que no se pueden separar: Dios y el prójimo, y además equipara al prójimo haciéndolo igual al mismo Dios, Y aun añade: “esta manera de actuar vale más que todo el culto, que todos los ritos y oraciones”.

Lo que sucede es que unir estos dos mandamientos de amor a Dios y al prójimo siempre ha sido una labor difícil y manipulada, porque, o bien verticalizamos la Religión prescindiendo del prójimo o nos entregamos a trabajar en bien de los demás olvidando a Dios. Es difícil componer el equilibrio de esa cruz: el palo vertical que mira a Dios y el horizontal que mira al prójimo. Será porque siempre resulta una cruz esa labor. Es una tensión que se ha experimentado, por ejemplo, modernamente dentro de la Iglesia con la llamada Teología de la liberación a la que se le acusa de horizontalizar su apostolado en su lucha sacrificando zonas o parcelas de la Teología tradicional en aras de los más oprimidos, con lo que parece descuidarse un tanto del Dios de los cielos. Los que tal hablan acaso olvidan que la misma palabra Religión no quiere decir más que unir, religar pero no sólo al hombre con Dios sino a los hombres con los hombres empezando por los más menesterosos.

Parece como si hubiera que evitar todo riesgo a ultranza haciendo una religión de escapismo místico en vez de enfrentarse con la realidad sangrante. Si detrás de nuestra actuación late el verdadero amor al prójimo no hay nada que temer. Jesús afirma taxativamente que muchos se salvaran sin haberle conocido ¿Cuándo te vimos con hambre…? (Mt. 25). Lo que sucede es que a menudo funcionamos con un cristianismo donde la palabra amor, miseria, hambre, pobres, desheredados, marginados... brilla por su ausencia.

El amor al prójimo no se realiza domesticando el problema y descafeinándolo sino actuando con amor total y evangélico y eso es muy comprometido. No es el amor de igualdad que muchos predican (todos iguales), ni siquiera el amor de fraternidad (amar al prójimo como a un hermano). El amor que exige Jesús va más allá de una justicia distributiva, es amar como a ti mismo. Porque amar simplemente es muy etéreo. Necesitamos un punto de referencia, una medida, y esa es “como a ti mismo”. La que acostumbramos a usar es otra muy distinta, la “ley del embudo”: cuando mido para mí son 120, cuando mido para el prójimo son 80. Eso no sólo no es amor sino que es injusticia. Y la primera regla es que el amor al prójimo debe empezar donde termina la justicia: si te debo 100 no te puedo devolver 80 y luego decirte, “estas 20 restantes te las doy de propina, por amor, por caridad, porque te aprecio...”. Si debo 100, en justicia debo devolver las 100. A partir de ahí sí se puede hablar de caridad. Y es por eso por lo que también el cristiano desgraciadamente necesita leyes y códigos. Jesús prescinde de ellas, le basta suplir a Dios por el prójimo a quien hay que amar como a uno mismo, y sobre todo si es pobre, enfermo, necesitado..., porque es ahí donde más presente se encuentra Dios. Todo lo demás es literatura y ganas de marear la perdiz.

Uno piensa, a la vista de muchas reacciones y actitudes, si nuestro Cristianismo también estará enfermo. Hay poca, muy poca caridad incluso entre cristianos, y no debemos olvidar que caridad es gracia, que la caridad es la salud del alma, lo demás es sólo fiebre. Decía Luis Buñuel a propósito de esas grandes manifestaciones de la religión: “Estoy de acuerdo con los que buscan la verdad humildemente, pero en total desacuerdo con los que dicen o creen haberla ya encontrado”. De algún modo también suena a voz profética.

La verdad para un cristiano es el prójimo, esa es la verdad encarnada, hecha realidad. Pero al prójimo hay que amarlo de otro modo, hay que llegar hasta a identificarnos con él. Para eso necesitamos un dinamismo más visceral en nuestra convivencia de acuerdo con unos principios de psicología elemental. Y sobre todo, sobre todo, el prójimo debe sentirse amado. No está en decir amamos, el secreto está más bien en sentirnos queridos. Ahí está el quid de todo esto.

Lo explican de modo muy hermoso los místicos musulmanes por medio de la siguiente parábola: Él llama a la puerta. Una voz desde dentro pregunta -Tú ¿quién eres? -Soy Ansar. -No tengo sitio para ti y para mí en mi casa... Y la puerta permaneció cerrada. Al cabo de un año él vuelve a llamar y de nuevo la voz desde dentro le pregunta. -Tú ¿quién eres? -Soy tu hermano... La voz del interior le devuelve la misma contestación que la vez anterior. Vuelve de nuevo después de haber pasado en el desierto todo un año de ayuno y oración y llama por tercera vez: -Tú ¿quién eres? -Soy ... tú, contesta él. Y al momento la puerta se abrió de par en par. Y es que, como dice Egidio, aquel campanero de san Francisco de Asís en Las Florecillas: “El amor hace iguales a los que se aman si los encuentra desiguales, y los une si los haya desunidos”.

El amor como a ti mismo, ¿qué otro punto de referencia mejor y más a mano?, es lo que nos pide Jesús y ese el único amor que tiene valor legal, todos los demás son sucedáneos y falsificaciones. Por eso es tan poco frecuente encontrar un buen cristiano, por ser tan difícil amar a los demás como a nosotros mismos. Primero yo..., tú, a todo más, serás un hermano o un buen amigo... eso no es amor cristiano.

Pero ¿cómo conseguir esa meta? Sólo si entra en juego el amor de Dios para que desaloje al egoísmo y al amor propio. Es lo que dice Blondel a propósito del amor conyugal: “Cuando los dos son uno es cuando son tres”. Hacerse uno con todos, “que todos sean uno”, pedía Jesús al Padre. Pero para eso hay que vaciarse del yo. Sólo así se podrá decir con toda verdad lo que Charles Moëller anota a propósito de C.J. Chardonne: “El amor es mucho más que el amor”.

De todas formas para quienes se han entregado a la causa de los hombres en una lucha sin igual para hacer un mundo más fraternal, más justo, más humano, que sepan que Dios va con ellos. El supremo acto de amor, el de dar la vida por los amigos (muchos han dado también su sangre que es vaciarse totalmente de uno en favor de los demás), pero ese vacío se va llenando, casi sin darse cuenta, de divinidad. O como decía el profeta Mahoma: “El supremo altruismo es morir por el Dios de los demás” sacrificando hasta las propias ideas en favor del prójimo.

Jesús dice al letrado: “No estás lejos del reino de Dios”.  En otra ocasión los apóstoles prohíben a un exorcista a que expulse los demonios en nombre de Jesús, “no es de los nuestros”, argumentan. Pero Jesús les reprende: “No se lo impidáis, quien no está contra vosotros está con vosotros”.  Hubo muchos filósofos que trataron de resumir su filosofía en una sola frase y muchos científicos y matemáticos que trataron de condensar una ley en una sola fórmula. Jesús lo ha hecho tan magistralmente que su aplicación convertirla el mundo en que vivimos en un mundo diametralmente opuesto, irreconocible. ¿Nos imaginamos que todo el mundo amara al prójimo como a sí mismo? Todos, ¡todos! saldríamos ganado el cien por cien. Algo de malo lleva el hombre dentro de su alma que no le deja ver ni aún aquello que, casi sin ningún esfuerzo, al menos de tipo económico o físico, sería capaz de transformar el mundo solucionando de un golpe casi, casi todos los problemas que agobian a esta pobre humanidad herida.

Una razón más para pedirle al Señor que nos ayude en esta hora de paz, de dialogo, de cambio de rumbo en nuestra Historia. Y por lo que está de nuestra parte no esperar que las grandes potencias se pongan de acuerdo, empezar por nosotros, por nuestros prójimos, porque ese fue otro de los grandes aciertos de Cristo: no emplazar la ley al tiempo y al espacio sino empezar aquí y ahora, amando con toda nuestra mente, con todo el corazón, con toda el alma al que está a nuestro lado, aunque sea nuestro mayor enemigo. No hay otro camino. La Historia, en los años que lleva haciendo de cronista de los hombres, ha sido y sigue siendo un buen testigo de la fórmula acuñada por Jesús.
Jmf

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