viernes, 30 de noviembre de 2018

COMIENZO DEL AÑO LITÚRGICO 2018-19

https://www.mrbit.es/miranda/0ADdos.htm

 DOMINGO I DE ADVIENTO 2-XII-2018 (Lc. 21, 25-28) C
 Hoy empieza el año litúrgico, y empieza con una espera, una silenciosa espera; de ahí que la mejor oración tendría que ser aquella con la que se cierra la Biblia: “Ven, Señor Jesús, ven”, o con la que rezamos cada día en el Padrenuestro: “Venga a nosotros tu Reino”.

La historia del Adviento se remonta al siglo VI. De san Gregorio Magno conservamos homilías sobre este tiempo. Hasta el s. XII se cantaban aún en Roma el Gloria y el Tedeum, según el Ordo del canónigo Benedicto de san Pedro. Luego se quiso hacer del Adviento una pequeña Cuaresma usándose el color morado, suprimiendo del altar las flores y de la Misa el Gloria. Hoy, tras el Concilio Vaticano II, se trata de recuperarlo como un tiempo de esperanza.
Esperar es hermoso, diríamos que apasionante. Yo aún recuerdo de niño cuando subíamos carretera del Puerto de Somiedo a esperar a los de casa que venían de la Feria de San Pedro, y en cuanto los divisábamos echábamos a correr a ver qué nos traían. Y no sólo el que espera está impacientemente alegre, también el que llega, el esperado... La madre que espera a un hijo, de ordinario rebosa satisfacción; pero incluso el hijo pródigo que regresa espera que lo esperen. Un viaje pierde mucha emoción si al regreso no te espera nadie. El día de Reyes más que una fiesta a celebrar es una espera ilusionada. La esperanza cristiana no tiene nada que ver con las críticas de providencialismo fatalista que de ella hicieron filósofos como Nietzsche, o sistemas filosóficos, como el Marxismo o el Existencialismo. La esperanza cristiana supone libertad y responsabilidad.
Dos pecados, no obstante, se oponen a esta virtud de la esperanza: la presunción del que, abusando de la misericordia de Dios, se cree salvado sin más; y la desesperación, la de aquellos que, por el contrario, desconfiando de la infinita misericordia de Dios, se consideran excluidos.  El que espera tiene fe, está gozoso e incluso alimenta esa esperanza. Quien carece de fe o de esperanza es como si estuviera medio muerto; y si es un cristiano más aún. Se parece a una casa con la cocina apagada que acaso es más fría que una sin cocina, tenemos experiencia de ello…
Adviento es una gozosa espera. Los hombres, que necesitamos llenar nuestro vacío corazón de ilusiones, siempre estamos esperando algo o en alguien; pocas veces vivimos el presente, el aquí y el ahora sin más. Soñamos siempre en otra cosa distinta a la que tenemos, soñamos en el mañana, soñamos en que nos toque una quiniela, en que un hijo apruebe, saque la carrera o encuentre un buen trabajo, lo malo es que son esperanzas que a menudo alimentamos falsamente perdiendo de ver y de disfrutar las metas que ya hemos conseguido. Esta situación la describe muy bien  esa película de José Luis García Berlanga realizada en 1952 y que lleva el título de “¡Bienvenido Mr. Marshall!”.
El argumento es muy sencillo: A un pueblo, Villar del Río, llega un día una cantante folklórica y su apoderado. Poco después aparece también un delegado general con la noticia de que se acerca el Plan Marshall (vieja versión de lo que hoy esperamos que sea el Mercado Común), y con él la lluvia de dólares americanos y el bienestar del pueblo. Para ello hay que preparar las calles. Se monta una mascarada andaluza, porque eso es lo que gusta a los yanquis, “y así, dicen, todo lo que les pidáis os lo concederán”: el alcalde pide un ferrocarril, el cura más moralidad, una viejecita chocolate, un labriego que le traigan un tractor... Sólo un viejo hidalgo increpa a sus paisanos con palabras un tanto despectivas hacia los yanquis: ¡Son indios, eso es lo que son, únicamente indios! Por fin llega el día en el que hacen su entrada, pero pasan por la calle principal del pueblo a toda velocidad sin detenerse. Entonces empieza a cundir la decepción general y a darse cuenta de que otra vez tendrán que ponerse a la cola para pagar los gastos del frustrado recibimiento, quedando al final mucho más pobres que al principio. Sólo les queda mirar al cielo porque es de allí, como lo fue siempre, de donde viene la lluvia que ahora el pueblo espera, azotado por una pertinaz sequía.
¡Cuántas cosas esperamos que después pasan de largo como la comitiva americana del plan Marshall, dejándonos más pobres y esclavos que antes!  Y alguna vez es preciso mirar al cielo, como se canta en el himno de Adviento: “Rorate... Enviad, cielos, vuestro rocío y las nubes lluevan al Justo...”.
Tiene otro José Luis, Martín Descalzo un pasaje muy hermoso a este propósito en uno de sus libros “Razones para la esperanza” que merece la pena citar: “¿Habéis visto cómo esperan los niños a los Reyes?... No pueden guardar la espera, arden sus ojos y sus almas, pero su espera no es torturadora... ¿Sabéis por qué? Porque los niños nunca se preguntan si lo que va a venir el día de Reyes es hermoso o feo, magnífico o terrible. Ellos saben que lo que viene es incuestionablemente hermoso. Lo único que ignoran es qué clase de hermosura tendrá... Es una esperanza gozosa porque es cierta... saben que son amados. Sólo quieren saber cómo les expresarán este año su amor. A los niños les basta un rayo de sol para alegrarles. Pero hace falta todo un sol entero -ha escrito Goldwitzer- para que el corazón helado de un adulto se deshiele. El hombre no sabe esperar. Y espera, además, lo que no debe. Por eso no entendimos a Dios cuando vino. Esperábamos ver en sus manos el poder y vimos la pobreza, esperábamos la cólera destructora y vino la gran misericordia, esperábamos misteriosas revelaciones y vino un pedacito de carne que con muchos esfuerzos aprendió a decir papá y mamá” (pág. 111).
Los cristianos debemos realizar una esperanza de futuro mejor, la cual hay que ir realizando ya, día a día, una esperanza que crea y cree (crear y creer), que libere y que pacifique. Para ello el Evangelio nos aconseja otear ese “más allá”, viajar con nuestra fe hacia el futuro y vigilar entre tanto. Es un buen consejo este duermevela, este vigilar y estar despiertos para todo.
Porque estando en guerra necesitamos vigilar al enemigo, y si estamos en paz vigilarnos a nosotros mismos. Un deportista necesita vigilar y estudiar los movimientos del contrario para saber a qué atenerse cuando ataque.  En la carretera es preciso ir al volante con los ojos bien abiertos, siempre vigilantes. Si queremos triunfar en los negocios es preciso estar al tanto en todo momento de la variaciones de la bolsa y las finanzas. En la salud se nos recomienda vigilarnos mediante chequeos periódicos si es que no queremos tener una desagradable sorpresa cualquier día, en la conducta: ahí te suelen vigilar los demás, no para ayudarte sino, a menudo, para hundirte y criticarte, de ahí que en ese campo necesitemos todos doble vigilancia: todos podemos quedar ciegos de espíritu, cambiar nuestro modo de ser y no notarlo, convertirnos en unos seres vidriosos, maniáticos sin darnos ni siquiera cuenta de ello: ¡Es tan fácil engañarnos...! De ahí la validez de ese consejo: ¡Estad en vela! Que nada nos coja por sorpresa, ni siquiera la muerte, con la que tarde o temprano debemos contar, pues, como decía san Juan Crisóstomo, “para quien vive pensando en ella nunca llega de repente”. Y podríamos añadir que no sólo la muerte sino que nada sucede de repente, todo lo podemos ver venir si estamos atentos y vigilantes.  Y sobre todo y entre todo debemos descubrir a Alguien que llega que es el propio Dios.
Hubo una mujer que supo esperarlo y a la que debemos tener siempre presente, y ahora en especial durante este tiempo de Adviento: la Virgen María.  Y nunca mejor que hoy para recordarla como modelo de esperanza, precisamente en este primer día de la Novena de la Inmaculada, y en este primer domingo del tiempo litúrgico de Adviento. Ella esperó al Señor con toda su alma, como canta Gerardo Diego en aquel hermoso villancico de su libro Versos divinos, que dice:
“Cuando venga, ay, yo no sé / con qué manos le tendré
que no se me rompa no,/ con qué...
Ay, dímelo tú, si no,/si es que lo sabes, José,
que soy una niña yo…!, /¡con qué manos le tendré 
que no se me rompa, no!/¡con qué...!”.                                                       
        Jesús se acerca, pero Él no llega nunca si nosotros no salimos a su encuentro. San Agustín solía repetir: “Temo que el Señor pase de largo”. Es al revés que los vecinos de Villar del Río con el Plan Marshall, aquí somos los hombres quienes pasamos de largo ante el Señor y de su plan de ayuda, somos los hombres quienes pasamos de Cristo y de Dios, pasamos de todo... Y es entonces cuando Él también pasa de nosotros...
Esa debería ser la gran preocupación de este tiempo de Adviento que hoy empieza: saber esperarlo o poder perderlo. Por eso debemos convertir estos días, desde nuestro interior hasta en la misma forma externa de celebrarlo (la liturgia ya lo hace a su modo), en una gozosa espera.
    Jmf

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