DOMINGO
XXXIII -18-XI-2018 (Mc. 13, 24-32) B
¿Qué entendemos por eso de... acabarse el mundo? Todos sabemos que las cosas se gastan,
envejecen, se deterioran y mueren o desaparecen, que una cerilla termina por
consumirse y el sol acabará por apagarse. Nada es eterno. Que el mundo se
acabará es un hecho comprobable hasta por una simple ley llamada “ley de la entropía”. Y nos lo confirman
las palabras de Jesús que hoy leemos
en el Evangelio: “Habrá indicios”. Lo
mismo que cuando llega el otoño vemos que los días son más fríos, las noches
más largas y la hojas ruedan por parques y caminos, anuncio de la inminente
llegada del invierno, todas esas expresiones que tan a menudo escuchamos tales
como inflación económica, explosión demográfica, contaminación ambiental,
crisis energética, inmoralidad creciente, etc., nos debiera indicar el fin de algo,
de nuestro mundo, de una era, de un periodo de nuestra Historia, y además de
modo catastrófico. Y lo más grave es que quien provoca esas calamidades es el
mismo hombre con su mala cabeza y con su corazón enfermo por la avaricia, por
el egoísmo y por la insolidaridad.
Leí hace tiempo un cuento, no recuerdo el autor, que
puede ilustrar este tema. Poco o más o menos venía a decir que el mundo estaba
feliz hace millones de años, feliz. Hasta entonces, árboles y plantas, aves y
animales, peces e insectos, virus y bacterias vivían, a su modo, dichosos en un
libre equilibrio y en una plena armonía ecológica. Pero un mal día apareció
sobre la tierra un espécimen extraño que comenzó a multiplicarse y a poblarla.
En pocos años relativamente se apoderó de la superficie del globo. Sus células
se reproducían locamente. Ellas mismas se asustaban y calificaban aquel
crecimiento de “explosión…”. En ese crecimiento lanzaban toxinas que terminaban
por contaminar y envenenar la atmósfera, sustancias dañinas que enfermaban y
destruían los ríos y los mares, los campos y hasta los mismos alimentos que
ellas producían. Muchas ciudades, debido a esa contaminación, llevan años que
no pueden ver de noche las estrellas... Ese crecimiento sigue y es tal que se
teme, no tardando mucho, que ese gran cáncer acabará con el planeta. Se
trataba, según el cuento, de la raza
humana.
Como contrapartida los seres más pequeños, los
microbios, los virus, las bacterias, etc., amenazados por los fármacos con los
que el hombre los combate, se empezaron a organizar en cepas cada vez más resistentes. Y antes de dejarse
eliminar, se rearmaron, entablando una lucha sin cuartel, provocando miles de
enfermedades infecciosas, y sobre todo víricas, tales como el sida, el ébola...para acabar con ese ser que
los ataca, antes que él termine destruyendo el mundo que comparten.
¿Quién de los dos saldrá victorioso al final? Cada
uno deberá sacar sus conclusiones. La historieta es un poco dura pero no deja
de tener su parte de verdad muy aprovechable y positiva. Todos hemos oído
hablar alguna vez del mito de La caja de Pandora, aquella diosa
griega sacada, como Adán, del barro,
y a la que los dioses habían colmado de inteligencia, de dones y virtudes, pero
también de algunas pasiones. Hermes le infundió la envidia y la mentira pero
sobre todo la curiosidad. Zeus le regaló una caja, con el mandato
expreso de que no la abriera jamás puesto que en ella los dioses habían
encerrado todos los males del mundo. Pandora,
llevada por la curiosidad, un aciago
día la abrió y un humo denso y pestilente se esparció por todo la tierra: era
el dolor y la muerte, la guerra y el crimen, la pobreza y la miseria, el
hambre, la enfermedad, la vejez y la tristeza..., eran todos los males sueltos.
Una verdadera catástrofe. Pandora, aterrada, miró de nuevo la caja vacía
y vio con asombro que en el fondo aún se movía algo, era un hermoso pajarillo,
el símbolo de la esperanza,…quedaba
la esperanza. La esperanza es lo único que nos queda en este valle de lágrimas,
“la esperanza nuestra”. El cristiano ante todo debe sentirse repleto de esperanza,
no “viéndolas venir”, como
vulgarmente se dice, sino “saliendo a
verlas”, esperando su venida, saliendo al encuentro del Señor, en una
espera que debe traducirse en obras que serán, al fin y al cabo, lo único que
no va a ser pasto de la catástrofe final.
Si sólo atendemos a las voces que nos llegan de este
mundo parece que de día en día estamos complicando las cosas, haciéndonos la
vida unos a otros más y más difícil, convirtiendo la convivencia en un
infierno. En un drama radiofónico del alemán Günter Eich, Festiano mártir, un pobre diablo dice: “Nosotros nos hemos esforzado para que el
infierno estuviera a la altura de los tiempos después de ver lo que sucedía
sobre la tierra. La Inquisición, los militares, los campos de concentración nos
han facilitado nuevas y originales ideas para poner el infierno al día”. Y
acaso sea cierto. Cuando uno contempla las imágenes de ese film; Apocalypsis now, del americano Francis Ford Coppola sobre la guerra del Vietnam, no queda
más remedio que dar la razón al pobre diablo de Günter, al ver cómo el
drama más dantesco, inimaginable e “insólito,
se ha vuelto cotidiano”.
Y si nos adentramos en la ciencia, ésta nos dice que
el fin del mundo ya no hay por qué imaginarlo, echando mano de la fe, como una
destrucción a gran escala permitida o provocada por la ira de Dios justo
castigo por la conducta humana; ahora podemos saber que el mismo hombre puede
causar idéntica destrucción aniquilando no sólo la vida del mundo sino al
propio mundo. Es lo que hizo exclamar al autor dramático Bertold Brecht en 1939
cuando se enteró de la existencia de la bomba atómica: “Cada invento es acogido con un grito de triunfo, pero enseguida ese
grito se cambia por un grito de angustia”.
Muchos científicos, desde Lamaitre a Einstein, Hawkins, etc. han tratado de describirnos ese
final, algo muy interesante, hoy que tratamos de enterarnos de cómo ha empezado
todo. Es una tarea dura. La Protología
(el comienzo) y la Escatología (el
final) quedan siempre en el misterio. A nosotros lo único que parece se nos fue
dado estudiar y tratar de comprender es la Cosmología,
el presente, y no del todo.
El fin del mundo podemos deducirlo por la fe, de las
palabras de Jesús y tratando de
entender y descifrar todas esas descripciones con las que el Evangelio lo
rodea: “el sol se oscurecerá, las
estrellas caerán de] cielo... aprended
lo que os enseña la higuera...” etc. porque pertenecen a los géneros
literarios o modos de decir característicos de cada época a semejanza de los
primeros capítulos del Génesis. El lenguaje de la Biblia quiere únicamente
facilitarnos la comprensión, es decir, que el fin del mundo, lo mismo que
sucedió con el principio que no pudo venir de la nada, tampoco acabará en la
Nada, sino en Dios. Por ello, incluso la misma catástrofe final está toda ella
envuelta en un mensaje de esperanza.
Y es en este punto donde las sectas más agresivas y
los fanáticos de turno deberían reflexionar. Como apunta Hans Küng “no fueron las narraciones Apocalípticas,
tan difundidas entre los primeros cristianos, las que marcaron el modo de vivir
de la joven Iglesia, sino los Evangelios”. Y aunque el Nuevo Testamento
recoge el Apocalipsis de san Juan, e incorpora al evangelio
otros textos apocalípticos menores (Mc. 13, Lc. 21, Jn. 5,25) lo hace domesticándolos
y bautizándolos. El Apocalipsis, el
fin del mundo, hay que contemplarlo desde el Evangelio, desde el sermón de la
montaña y no al revés, querer contemplar el Sermón
de la Montaña desde los castigos y catástrofes finales.
¿Que cómo acabará todo esto que llamamos mundo?
desde luego si miramos los hechos que suceden cada día, más aún, si examinamos
el fin de cada uno, la propia muerte, fácilmente podemos deducir que no va a
ser ni fácil ni rápido ni lisonjero, más bien en dolor angustia y tribulación.
Pero en ese punto es preciso dejar claro una cosa: que la tragedia de un
hombre. Su cruz, su muerte, por dolorosa que sea, si se asume con fe, no
desembocará nunca en un fracaso. La pasión y muerte de Jesús nos deberían servir de paradigma: la victoria final sobre la
muerte y el pecado siempre llega, siempre hay una mañana de Resurrección.
Es verdad que Dios también nos habla de “la perdición eterna” o de castigo
perdurable, pero más allá de todo eso, por encima del tiempo y del espacio,
debemos quedarnos con aquella petición del Padrenuestro que, según Hans Küng, no dice “Venga a nosotros
tu Juicio Final, sino venga a nosotros tu Reino”. Y eso es lo que en este
domingo “treinta y tres”, final del
tiempo ordinario, (¡treinta y tres domingos! ¡Qué coincidencia! pues 33 años
tenía también Jesús al fin de sus
días), debe cada cristiano pensar y esperar más que un fin del mundo
apocalíptico: el advenimiento de un Reino de justicia de amor y de paz, ya que
tal será la segunda venida del Señor.
Jmf
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