viernes, 16 de noviembre de 2018


DOMINGO XXXIII -18-XI-2018  (Mc. 13, 24-32) B

¿Qué entendemos por eso de... acabarse el mundo? Todos sabemos que las cosas se gastan, envejecen, se deterioran y mueren o desaparecen, que una cerilla termina por consumirse y el sol acabará por apagarse. Nada es eterno. Que el mundo se acabará es un hecho comprobable hasta por una simple ley llamada “ley de la entropía”. Y nos lo confirman las palabras de Jesús que hoy leemos en el Evangelio: “Habrá indicios”. Lo mismo que cuando llega el otoño vemos que los días son más fríos, las noches más largas y la hojas ruedan por parques y caminos, anuncio de la inminente llegada del invierno, todas esas expresiones que tan a menudo escuchamos tales como inflación económica, explosión demográfica, contaminación ambiental, crisis energética, inmoralidad creciente, etc., nos debiera indicar el fin de algo, de nuestro mundo, de una era, de un periodo de nuestra Historia, y además de modo catastrófico. Y lo más grave es que quien provoca esas calamidades es el mismo hombre con su mala cabeza y con su corazón enfermo por la avaricia, por el egoísmo y por la insolidaridad.

Leí hace tiempo un cuento, no recuerdo el autor, que puede ilustrar este tema. Poco o más o menos venía a decir que el mundo estaba feliz hace millones de años, feliz. Hasta entonces, árboles y plantas, aves y animales, peces e insectos, virus y bacterias vivían, a su modo, dichosos en un libre equilibrio y en una plena armonía ecológica. Pero un mal día apareció sobre la tierra un espécimen extraño que comenzó a multiplicarse y a poblarla. En pocos años relativamente se apoderó de la superficie del globo. Sus células se reproducían locamente. Ellas mismas se asustaban y calificaban aquel crecimiento de “explosión…”. En ese crecimiento lanzaban toxinas que terminaban por contaminar y envenenar la atmósfera, sustancias dañinas que enfermaban y destruían los ríos y los mares, los campos y hasta los mismos alimentos que ellas producían. Muchas ciudades, debido a esa contaminación, llevan años que no pueden ver de noche las estrellas... Ese crecimiento sigue y es tal que se teme, no tardando mucho, que ese gran cáncer acabará con el planeta. Se trataba, según el cuento, de la raza humana.
Como contrapartida los seres más pequeños, los microbios, los virus, las bacterias, etc., amenazados por los fármacos con los que el hombre los combate, se empezaron a organizar en cepas cada vez más resistentes. Y antes de dejarse eliminar, se rearmaron, entablando una lucha sin cuartel, provocando miles de enfermedades infecciosas, y sobre todo víricas, tales como el sida, el ébola...para acabar con ese ser que los ataca, antes que él termine destruyendo el mundo que comparten.

¿Quién de los dos saldrá victorioso al final? Cada uno deberá sacar sus conclusiones. La historieta es un poco dura pero no deja de tener su parte de verdad muy aprovechable y positiva. Todos hemos oído hablar alguna vez del mito de La caja de Pandora, aquella diosa griega sacada, como Adán, del barro, y a la que los dioses habían colmado de inteligencia, de dones y virtudes, pero también de algunas pasiones. Hermes le infundió la envidia y la mentira pero sobre todo la curiosidad. Zeus le regaló una caja, con el mandato expreso de que no la abriera jamás puesto que en ella los dioses habían encerrado todos los males del mundo. Pandora, llevada por la curiosidad, un aciago día la abrió y un humo denso y pestilente se esparció por todo la tierra: era el dolor y la muerte, la guerra y el crimen, la pobreza y la miseria, el hambre, la enfermedad, la vejez y la tristeza..., eran todos los males sueltos. Una verdadera catástrofe. Pandora, aterrada, miró de nuevo la caja vacía y vio con asombro que en el fondo aún se movía algo, era un hermoso pajarillo, el símbolo de la esperanza,…quedaba la esperanza. La esperanza es lo único que nos queda en este valle de lágrimas, “la esperanza nuestra”. El cristiano ante todo debe sentirse repleto de esperanza, no “viéndolas venir”, como vulgarmente se dice, sino “saliendo a verlas”, esperando su venida, saliendo al encuentro del Señor, en una espera que debe traducirse en obras que serán, al fin y al cabo, lo único que no va a ser pasto de la catástrofe final.

Si sólo atendemos a las voces que nos llegan de este mundo parece que de día en día estamos complicando las cosas, haciéndonos la vida unos a otros más y más difícil, convirtiendo la convivencia en un infierno. En un drama radiofónico del alemán Günter Eich, Festiano mártir, un pobre diablo dice: “Nosotros nos hemos esforzado para que el infierno estuviera a la altura de los tiempos después de ver lo que sucedía sobre la tierra. La Inquisición, los militares, los campos de concentración nos han facilitado nuevas y originales ideas para poner el infierno al día”. Y acaso sea cierto. Cuando uno contempla las imágenes de ese film; Apocalypsis now, del americano Francis Ford Coppola sobre la guerra del Vietnam, no queda más remedio que dar la razón al pobre diablo de Günter, al ver cómo el drama más dantesco, inimaginable e “insólito, se ha vuelto cotidiano”. 

Y si nos adentramos en la ciencia, ésta nos dice que el fin del mundo ya no hay por qué imaginarlo, echando mano de la fe, como una destrucción a gran escala permitida o provocada por la ira de Dios justo castigo por la conducta humana; ahora podemos saber que el mismo hombre puede causar idéntica destrucción aniquilando no sólo la vida del mundo sino al propio mundo. Es lo que hizo exclamar al autor dramático Bertold Brecht en 1939 cuando se enteró de la existencia de la bomba atómica: “Cada invento es acogido con un grito de triunfo, pero enseguida ese grito se cambia por un grito de angustia”.

Muchos científicos, desde Lamaitre a Einstein, Hawkins, etc. han tratado de describirnos ese final, algo muy interesante, hoy que tratamos de enterarnos de cómo ha empezado todo. Es una tarea dura. La Protología (el comienzo) y la Escatología (el final) quedan siempre en el misterio. A nosotros lo único que parece se nos fue dado estudiar y tratar de comprender es la Cosmología, el presente, y no del todo.

El fin del mundo podemos deducirlo por la fe, de las palabras de Jesús y tratando de entender y descifrar todas esas descripciones con las que el Evangelio lo rodea: “el sol se oscurecerá, las estrellas caerán de] cielo... aprended lo que os enseña la higuera...” etc. porque pertenecen a los géneros literarios o modos de decir característicos de cada época a semejanza de los primeros capítulos del Génesis. El lenguaje de la Biblia quiere únicamente facilitarnos la comprensión, es decir, que el fin del mundo, lo mismo que sucedió con el principio que no pudo venir de la nada, tampoco acabará en la Nada, sino en Dios. Por ello, incluso la misma catástrofe final está toda ella envuelta en un mensaje de esperanza.

Y es en este punto donde las sectas más agresivas y los fanáticos de turno deberían reflexionar. Como apunta Hans Küng “no fueron las narraciones Apocalípticas, tan difundidas entre los primeros cristianos, las que marcaron el modo de vivir de la joven Iglesia, sino los Evangelios”. Y aunque el Nuevo Testamento recoge el Apocalipsis de san Juan, e incorpora al evangelio otros textos apocalípticos menores (Mc. 13, Lc. 21, Jn. 5,25) lo hace domesticándolos y bautizándolos. El Apocalipsis, el fin del mundo, hay que contemplarlo desde el Evangelio, desde el sermón de la montaña y no al revés, querer contemplar el Sermón de la Montaña desde los castigos y catástrofes finales.

¿Que cómo acabará todo esto que llamamos mundo? desde luego si miramos los hechos que suceden cada día, más aún, si examinamos el fin de cada uno, la propia muerte, fácilmente podemos deducir que no va a ser ni fácil ni rápido ni lisonjero, más bien en dolor angustia y tribulación. Pero en ese punto es preciso dejar claro una cosa: que la tragedia de un hombre. Su cruz, su muerte, por dolorosa que sea, si se asume con fe, no desembocará nunca en un fracaso. La pasión y muerte de Jesús nos deberían servir de paradigma: la victoria final sobre la muerte y el pecado siempre llega, siempre hay una mañana de  Resurrección.

Es verdad que Dios también nos habla de “la perdición eterna” o de castigo perdurable, pero más allá de todo eso, por encima del tiempo y del espacio, debemos quedarnos con aquella petición del Padrenuestro que, según Hans Küng, no dice “Venga a nosotros tu Juicio Final, sino venga a nosotros tu Reino”. Y eso es lo que en este domingo “treinta y tres”, final del tiempo ordinario, (¡treinta y tres domingos! ¡Qué coincidencia! pues 33 años tenía también Jesús al fin de sus días), debe cada cristiano pensar y esperar más que un fin del mundo apocalíptico: el advenimiento de un Reino de justicia de amor y de paz, ya que tal será la segunda venida del Señor.
Jmf

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