DOMINGO IV DE ADVIENTO.-23-XII-2018 (Lc. 1, 39-45) C
“María fue aprisa a la montaña…” es una frase que parece que no encaja en el contexto evangélico donde todo
discurre en calma y sosiego. Dios tiene
un gran ayudante a su lado que es el tiempo. Dios nunca tiene prisa para nada:
ni para resucitar a Lázaro, ni para
arrancar la cizaña, ni para resucitar Él ¿por qué esperar tres días?, ni para
subir al cielo, ni para la última venida... y tampoco desde luego para
castigar.
Sin embargo María fue aprisa ...
Hoy vivimos metidos de lleno en este vértigo del correr, en este “llegar antes a cualquier parte para
regresar primero” que dijo Iván
Illich, producir más y más
aprisa, en cadena, y por tanto obligar a consumir más y más rápido... ¿A dónde
vamos a parar? Desde bien temprano la radio nos despierta ametrallándonos los
oídos con una sarta de noticias, una tras otra, como si fuera imprescindible
mantener al hombre en vilo, no dejarle un momento de respiro, que no pueda
hacer ni un alto en su camino para pensar y digerir lo escuchado, tratando de
hacerle un lavado cerebral cada mañana con esa ducha de polítiquilla, de accidentes,
muertes, terrorismo, sangre y angustia. Y si existe un momento de descanso es
para insertar un anuncio con el fin de azuzar, de invitar al consumo, de
empujar hacia el mercado para adquirir este o aquel producto. Poco después las
gentes camino del trabajo... siempre corriendo, hay que llegar a fichar a
tiempo so pena de un castigo…
Y ahí está nuestro hombre, en medio del fárrago de la circulación,
sorteando la niebla mañanera, los atascos de la ciudad, cuando no las huelgas,
los piquetes... un verdadero maratón de obstáculos. Se dice que hoy no se puede
hacer esperar a nadie; más de cinco minutos, ya es una descortesía, no se puede
hacer perder el tiempo a nadie aunque luego lo malgastemos del modo más
estúpido. En este panorama parece que la frase evangélica encaja plenamente: “de prisa a la montaña”. Sin embargo hay
una diferencia fundamental: María va
llena de gozo, llena de alegría, llena
de gracia. Y es esta alegría la que le
hace correr, la que pone alas a sus pies para visitar a su prima. Al hombre
moderno, en cambio, le arrastra algo externo, fuera de él. No es la paz, ni el
gozo interno, no es por ir a visitar y ofrecer nuestros servicios a un amigo,
es más bien por escapar de nosotros mismos, son prisas llenas de crispación, en
las que ni se lleva a Dios ni en las que se encuentra Dios. María saluda a su prima, le lleva una
buena noticia, es la primera misionera del mensaje mesiánico. El ángel la había
saludado con un: “llena de gracia”. Isabel
le devuelve el saludo: “bendita entre
todas las mujeres”. Entre el ángel e Isabel
componen esa oración sublime: el Ave
María; y por si ello no fuera poco, en el mundo del arte la elevaron al
rango de pieza inmortal músicos como Schubert,
Gounod, Victoria, Palestrina, etc.
Por su parte María, no presume
aquí de humildad, sería un gesto un tanto soberbio y contradictorio con su
gracia y virtud. María se refiere a
su insignificancia y pobreza personal. Por eso es tan acertadamente hermosa la
oración que hace Martín Lutero en su
exégesis del Magníficat cuando dice: “Oh
tú, bienaventurada virgen y madre de Dios... porque se ha fijado tan
graciosamente en tu indignidad, en tu bajeza, esto mismo nos hace pensar que en
adelante y a ejemplo tuyo, tampoco nos despreciará a nosotros, pobres e
insignificantes hombres, sino que más bien nos mirará graciosamente”
(Lutero, pág. 189). En su pequeñez... no en su humildad. A nosotros nos parece
que debemos obsequiar con costosos regalos, reyes, año nuevo, hemos recargado
el costo del regalo y acaso lo hayamos aligerado de afecto, de cordialidad, de
delicadeza y atención a la propia persona. La visita a los amigos, a los parientes
aún los más cercanos que acaso vivan hasta solos no considerándonos por encima
sino en el plano familiar y de amistad, será siempre bien recibida. Hoy las
puertas de los pisos y chalets se cierran más y más hasta con respecto a los
que viven a su lado, las familias se aíslan ¿por miedo a qué? Y sin embargo María, embarazada y todo, visita a su
prima. Dios nos visita, deja su cielo de
risas y alegría y viene a aprender a llorar a un humilde portal. Creo que es la
lección que se desprende más fácilmente del evangelio de hoy: salir de prisa
hacia los demás...
Decía G. Bernanos: “Lo que los demás esperan de nosotros es
Dios mismo quien lo espera” Nos puede suceder lo que sucedió al
protagonista de aquel conocido cuento ruso: Demetrio es convocado por Dios para tener una entrevista en medio
de la estepa. No debe llegar tarde y está
resuelto a llegar puntual a la cita, pero cuando va de camino se encuentra con
un carretero que inútilmente trataba de sacar su carro embarrancado del atolladero.
Demetrio duda pero se decide
ayudarlo. La operación duró más de lo previsto. Miró la hora.
Era muy tarde. Entonces echó a correr a toda prisa
hacia el punto de la
entrevista. Llegó jadeante... Dios ya no estaba, se había
ido...
Parece un cuento cruel pero habría que hacerle una segunda lectura o
completarlo con aquel otro del zapatero remendón que un día rezando ante una
imagen de Jesús se le presentó un
personaje misterioso que le dijo: “Tu
oración es grata al Señor, esta tarde Jesús pasará por tu casa”. El
zapatero limpió el taller, arregló la cocina, mando a su mujer preparar la mesa
porque iban a recibir una visita. A media tarde llamaron a la puerta. “Ahí
está”, se dijo, pero al abrir se encontró con que era una vecina de pésima
fama que habla reñido con su esposo y venía a pedir que intercediera. Dudó el
pobre zapatero pero al fin lo hizo mientras pensaba: No sé qué va a decir Jesús si me ve en compañía de esta mujer”. Regresó
a casa a esperar de nuevo. Nueva
llamada: “Esta vez sí…”, se dijo.
Pero no, era un chico pobre, el bobo del pueblo que venía a pasar el rato a su
lado. A punto estuvo de despedirlo, pero le dio pena y charló con él largo y
tendido hasta que el bobo se fue. Al fin sonó la última llamada. Tenía que ser la suya... Pues tampoco,
esta vez era un borracho que de tarde en tarde se acercaba por la zapatería
oliendo a aguardiente y a suciedad que apestaba. “Este me va dejar aquí un olor...”, pensaba el pobre remendón... Con
todo aguardó hasta el anochecer. Era la hora de cerrar la tienda. Entonces sentó al borracho
a la mesa y cenaron lo que la buena mujer había preparado, por si Jesús aceptaba su invitación. Cuando el
zapatero se dirigió a la imagen aquella noche para rezar, empezó recriminándole
su engaño: Me has mentido, Señor, dijiste
por tu ángel que ibas a visitar mi casa… te esperé en vano y no llegaste. Me
mentiste...”. Entonces fue cuando habló la imagen y le dijo: “No es verdad, buen amigo, me has recibido y
lo has hecho muy bien, ¿es que no me has reconocido en la mujer de mala vida,
en el bobo del pueblo y el pobre borracho? ¿No ves que todos ellos era yo?”. El
zapatero desde entonces recibía con frecuencia a Jesús, termina la
historia. Pues lo mismo se podría aplicar al cuento ruso.
Dios lo esperaba con su carro embarrancado y Demetrio a lo mejor ni se dio cuenta... ¡tenía tanta prisa! Lo
dirán los reos y bienaventurados juzgados por el Señor al final de los tiempos:
“¿Cuándo te vimos con hambre o con sed,
fatigado o enfermo y te ayudamos, o
no te ayudamos? Y el Señor responderá: “Cada
vez que lo hicisteis con uno de estos conmigo
lo hacíais”.
Pero para ello necesitamos tener siempre en el punto de mira a nuestro
prójimo. Nuestra misión de cristianos es llevar siempre la buena noticia, la
alegría a nuestro próximo, sembrar la esperanza por el mundo. Nuestras prédicas
a menudo pecan de ser un poco tristes, es verdad que la realidad, como hemos
expuesto al principio, no suele ser precisamente un mar de rosas: demasiadas
desgracias, enfermedad, muerte, accidentes... Alguien dijo que “el optimismo es una drogadicción”, pero
no existiría la fantasía si la realidad fuera más alegre y gratificante. Necesitamos
echarle imaginación a la vida que suele ser dura y “la realidad tozuda” que dijo K.
Marx. Pero el Evangelio en una
continua invitación a ver las cosas de otro modo al sentirnos hijos de Dios y
portadores de ese gran mensaje, portadores de una salvación que es el mismo
Cristo.
Hoy María nos invita a ir aprisa
a pregonarlo. Todo este tiempo la
Liturgia invoca a María
especialmente. Hemos oído estos días la lectura de la Anunciación y de la Visitación. Antiguamente
se celebraba la Anunciación el 18 de diciembre. El Concilio de Toledo (656) se propuso uniformar las fiestas de la
Virgen como las de Cristo, pero en el s. XI la liturgia romana suplantó a la mozárabe. La Anunciación se
desplazó al 25 de marzo y el 18 se celebró la expectación del parto. Desde la
víspera se recitan las antífonas de María
de la O. A que todas empiezan por
esa interjección los siete días: Oh
Sabiduría. Adonai. Raíz de Jesé, Llave de David, Oriente esplendor, Rey de las
naciones, Enmanuel...; se refiere la onomástica de las llamadas María
de la O.
Está muy bien puesta aquí la figura de María
como remate del Adviento y como invitación a salir aprisa a pregonar la llegada
del Señor, porque el mundo más que ninguna otra cosa lo que de veras necesita
es esta felicitación Navideña: “Dios está
entre nosotros”.
Jmf
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