viernes, 31 de mayo de 2019


DOMINGO VII PASCUA “ASCENSIÓN”  2-VI-2019 (Lc. 24. 46-53) C

La Ascensión es un misterio de la vida de Jesús que recogen todos los Catecismos: “Jesucristo subió a los cielos por su propio poder en presencia de sus discípulos a los cuarenta días de su Resurrección”. Esto como doctrina tradicional. En los Hechos se dice que “fue elevado”,  (Hch., 1,9) no que “se elevó”. Un tema para debatir en otro momento. En todo caso acaso por parecernos demasiado sorprendente, sea un misterio que resbala un poco sobre nuestra vida de cristianos.

¿Qué significa Ascensión? En sentido literal es subir. Así hablamos de ascensión a los Lagos, al Naranjo de Bulnes, a la Aconcagua o al Kilimanjaro... Pero en sentido bíblico más que subir físicamente significa salir de un mundo visible hacia otro invisible “ex visibilibus ad invisibilia” es decir, de lo que vemos a lo que creemos. Ya en algunos libros apócrifos (secretos) del A. T. se habla de la ascensión a los cielos de algunos personajes, como la Ascensión de Isaías, la Ascensión de Moisés, etc., mal llamada también ascensión, pues de haber sido ascensión se habrían ido de la tierra por su propio poder y no como cuentan que se han ido: llevados por la mano de Dios. Pero incluso en los Libros Canónicos nos encontramos con alguna de estas subidas al cielo, por ejemplo la del Profeta Elías en un carro de fuego (II Re, 2. 1 ss.) o la del Patriarca Enoc (He. 11, 5).

El Credo recoge admirablemente este dogma en tres verbos y en tres tiempos del verbo: Subió a los cielos, está sentado a la derecha de Dios Padre, y vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos”. De momento nos interesa y nos quedamos con el verbo “está”, pues el pasado es historia y el futuro está por venir. Cristo sigue estando presente entre nosotros en los pobres, en donde dos o más están reunidos en su nombre, en la Iglesia... etc. Y lo está, como se dice en la Encíclica Misterium fidei de Pablo VI, como está en la Eucaristía. Dios está aquí, ahí, en todas partes, aunque aparentemente se haya ido, “conviene que Yo me vaya” señaló Jesús. Tiene un poema León Felipe que profundiza en esta misma idea:
“Aquí vino… y se fue./ Vino y nos marcó nuestra tarea
y se fue tal vez detrás de aquella nube. /Hoy, alguien que trabaja
lo mismo que nosotros,/y tal vez /las estrellas,
no son más que ventanas encendidas /de una fábrica
donde Dios tiene que repartir / una labor también. Aquí vino/ y se fue.
Vino, llenó nuestra caja de caudales /con millones de siglos y de siglos,
nos dejó unas herramientas / y se fue. /Él que lo sabe todo
sabe que estando solos,/ sin dioses que nos miren,/trabajamos mejor…”.

Con la Ascensión se cierran los “Evangelios”, “las palabras”, las catequesis, la evangelización y empieza el tiempo de los “Hechos”, el tiempo de actuar. Como les sucedió a los apóstoles, corremos el riesgo, si no, de pasarnos la vida anclados en las palabras cuando el mensaje de Jesús son los hechos: “Id, bautizad…”. El mundo de hoy, el mundo de la ciencia, de la sociología, de la filosofía, del arte... rechaza este mensaje. La gente cree poco, o ya no cree, y trata de hacer, prescindiendo de Dios, lo que cada uno cree justo. Y así van las cosas como van, por no tener en cuenta a Dios.

Las mismas ciudades modernas nos impiden ver el cielo, en primer lugar porque sus rascacielos nos aplastan con sus moles de cemento, y con su altura impiden ver más allá, y en segundo lugar, porque el poco cielo que se nos permite ver es únicamente una capa de aire contaminado y sucio. Así que para la gente de la ciudad el cielo es ver escaparates. Nos pasamos media vida contemplando las nubes de los escaparates. Y antes había que salir para verlos, pero ahora con la TV ya los tenemos hasta en la misma sopa.

En 1967 Stanley Kubrick dirigió ese gran film “2001: una odisea del espacio” (1967) en el que trata de contar la Historia de la Humanidad, escrita sobre un cuento de Arthur C. Clarke desde la aparición del hombre en un lugar perdido de África hasta el estadio casi espiritual que consigue el protagonista al cruzar la Puerta de las Estrellas para alcanzar un grado inimaginable de evolución de la especie. Pues bien, en unas declaraciones a la Revista Positiv (Dic. 1968), afirma que muchos astrónomos, a fuerza de mirar al espacio, llegaron a la conclusión de que el Universo está regido por una inteligencia. Por la misma razón nosotros a base de mirar solamente a la tierra terminaremos siendo irracionales. Y concluye: “Nuestra galaxia tiene 100.000 millones de soles, y hay, que se sepa, 100.000 millones de galaxias. La tierra está en el lugar idóneo para que en ella haya surgido la vida después de 2.000 o 3.000 millones de años…”, él afirma que sucedió por azar. Pero la vida no se puede quedar ahí. Debe avanzar, subir, alcanzar niveles superiores que él divide en tres: 1) alcanzar la inmortalidad biológica: porque al lograr frenar definitivamente el envejecimiento de las células ya no moriremos más, 2) La ciencia creará un robot capaz de almacenar todo el saber humano y, 3) ambas cosas darán un definitivo salto hasta llegar a convertirse en una energía pura y espiritual con un poder casi divino y una comunicación telepática entre los seres…”.

Al leer esto a uno se le viene a la memoria la voz de la serpiente a Eva: “Seréis como dioses”. Ya sabemos en qué paró todo aquello. ¡Qué de vueltas cuando falta la fe y qué sencillo con la sola aceptación de lo que nos dicen en las Sagradas Escrituras! Porque la verdad de Dios es que en la escala de la convivencia hemos descendido a niveles que están por debajo de los irracionales... Ello es debido a que el camino para ascender no es el de la ciencia de la arquitectura de Babel ni el de los descubrimientos espaciales sino el de la fe en Dios para encontrarlo en el interior de nuestra alma, amando a nuestros semejantes y eliminando todo aquel lastre de egoísmo, de pasiones y pecado que nos impide subir, ascender, acercarnos a Dios.

Albert Camus en el último capítulo de El hombre rebelde protesta contra un mundo donde el mal y la muerte no tienen explicación posible que nos satisfaga. Entonces el protagonista busca seguridad en ese mismo sinsentido. Es la misma actitud de Mersault, el protagonista de El extranjero, otra de sus novelas. Camus no propone metas ni ideologías sino actitudes. Darse cuenta de que la vida es absurda es el primer paso cara a rebelarnos y tratar de salir del círculo vicioso que nos cerca. Por lo tanto, dice, la vida se vivirá mejor cuanto más absurda nos parezca porque la reacción a escapar será más grande... Sin embargo siempre cabe plantearse la pregunta de Dimitri Karamazov: “¿Y por qué?” que también plantea Camus ante el sufrimiento de los inocentes.

La Ascensión de Jesús trata de respondernos a todas estas cuestiones, trata de darnos una nueva visión de los problemas que nos rodean, de sacarnos de nuestro mundo cerrado y oscuro y proporcionarnos una luz, una esperanza más alta, más universal y sobre todo más optimista.

“Las despedidas suelen ser tristes” decimos. Dejar el mundo, dejar nuestro hogar, despedirse de amigos, familiares y deudos suele ser amargo y descorazonador. Ese cuadro en el que un hombre, una mujer o un niño agitando su pañuelo desde el malecón del puerto dicen adiós al ser querido que emigra en el barco que se aleja, siempre es una escena triste y a veces hasta patética, pero para un cristiano no debe ser así. Por eso “los apóstoles volvieron a Jerusalén llenos de alegría” (Lc. 24, 52). Sin embargo anteriormente las palabras de Jesús habían creado en ellos una serie de tensiones o contradicciones que entendían con dificultad. Por una parte les dice: “Conviene que Yo me vaya” y sin embarro les asegura que “estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”, les recomienda “quedaos en la ciudad” y casi a renglón seguido les ordena: “Id por el todo el mundo…”. Es como un “todavía no pero ya”. Jesús sólo se va para quien no cree en Él. Todo se resuelve con un poco de fe en su palabra. Si viviéramos convencidos de su Resurrección, haciéndola presente en nuestros “hechos”, siendo testigos de su gloria, haríamos que su regreso “desde allí ha de volver” se acelerara, y el mundo, conociéndolo a Él y por Él al Padre, encontrara la solución a tantas preguntas a las que aún no hallamos la respuesta adecuada. Es preciso abandonar nuestro medio, como hicieron los peces de la historia de Arthur Clarke que, saliendo del agua, pudieron evolucionar hacia especies superiores. En cambio los cangrejos, centollos y percebes que prefirieron quedarse en su cueva seguirán siendo los más torpes e imperfectos de su entorno biológicamente hablando. Debemos dejar de mirar tanto escaparate y echar andar. El excélsior de la leyenda agustiniana, el más rápido, más alto, más lejos de los juegos olímpicos, el Plus Ultra, el más allá, de los marinos del s. XVI, pueden ser lemas muy hermosos para iluminar esta fiesta.

Con esa fe, sólo con una fe así, podremos llegar a esa región de la luz y de la paz donde Cristo y una patria feliz nos esperan.    Jmf

viernes, 24 de mayo de 2019


DOMINGO VI DE PASCUA.- 26-V-2019 (Jn. 14. 23-29) C

Cada día el mundo de la ciencia avanza más, descubre más cosas sobre el Cosmos, sobre el átomo, sobre la naturaleza, sobre el hombre... Pero cada día sabemos menos cómo ser felices, y dicen que nos acercamos más irremisiblemente a la destrucción del planeta. Sabemos muchas cosas acerca del mundo material que nos rodea; la ciencia se vanagloría de haber domesticado las fuerzas naturales. En cambio el hombre aún no ha podido domesticar su egoísmo, ni librarse del dolor, de la angustia, de la desesperación, de la pobreza, del hambre y la tristeza. ¿Cuál puede ser la razón? Hay muchas causas, una de ellas acaso es porque toda la investigación se dirige más a ver cómo hacer la guerra de manera más rápida y eficaz, cómo producir y enriquecerse más aprisa, no importa a costa de qué, en vez de preocuparnos cómo lograr la paz mejor y para todos; la imposible paz que incluso cuando llega se la anuncia también en son de guerra, como en aquella famosa novela de José Mª Gironella: “Ha estallado la paz”, o el conocido adagio latino: “si vis pacem para bellum” “si quieres la paz prepara la guerra”.

Jibral Jalil Jibrán cuenta en su libro El Vagabundo que una vez estaban tres perros conversando. El primero decía: ¡Qué progresos hemos hecho. Poder viajar sobre el mar y bajo el agua! El segundo perro añadió: “…y ladrar tan armoniosamente, con más ritmo que nuestros antepasados!”. Otro perro intervino: “Pues a mí lo que me asombra más es ver lo bien que nos entendemos los perros”. En esto aparece el dueño trayendo en sus manos las cadenas y collares. Entonces uno de ellos gritó: “…pero ahora corred, corred por vuestras vidas, que llega la civilización”. Parece que la tiranía es ya inevitable, que aquel mundo descrito en la novela titulada “1984” de George Orwell se hace de día en día más real: Un mundo super controlado al que el protagonista Wiston Smith debe someterse plenamente. Para ese super estado la guerra ya no consistirá en la lucha de una facción contra otra sino en la lucha del grupo consigo mismo, de idéntica manera a como luchan los anticuerpos en nuestro organismo contra agentes extraños que nos dañan. De ahí las palabras que han grabado frente al Ministerio de la Verdad: “La paz es la guerra”.

El astronauta Thomas K. Matlingly que pilotó en 1972 el Apolo XVI y en 1982 la nave Columbia, comentaba a este respecto: “Es difícil tomarse en serio a sí mismo viendo el mundo desde el espacio sin barreras, ni fronteras, tal como es. Los que dirigen los destinos de la humanidad deberían tomar sus decisiones desde una plataforma espacial”.
Uno piensa que el Evangelio de hoy sería una estupenda plataforma: “Mi paz os doy pero no como la da el mundo”. A quien quiera comunicar esa paz “mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos en él nuestra morada”. La paz es la morada donde Dios habita. Es algo que sorprende esa insistencia de Jesús en querer diferenciar su paz de la paz del mundo. Y es que la paz del mundo no es auténtica, no es verdadera paz, ya que suele basarse en el terror, en el miedo, en la cobardía... Bastaría repasar los múltiples Tratados de paz que recoge la Historia. Sólo a título de ejemplo, en 1856 la Paz de París sólo sirvió para apoyar a Napoleón III, la Paz de Versalles en 1919 que puso fin a la Primera Guerra Mundial fue calificada por un historiador de “paz dura, despótica, inhumana, con semilla de odio, de maldición y de desdicha”. Y no se equivocaba, duró únicamente veinte años, porque en 1939 estalla la II Guerra Mundial una contienda mucho más cruel y dolorosa, y que finalizara en 1945 con la rendición incondicional de los vencidos.

Pero ¿se le puede llamar a eso paz? En absoluto, en primer lugar porque a la vista de lo dicho en esos tratados no se cumple la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los mansos”, condición indispensable para “poseer la tierra”, ni la séptima “los pacíficos” para ser “llamados hijos de Dios”. Esa es la razón por la que Jesús, a su vez, tanto insiste en que “no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”. Jesús dice “mi paz”. En efecto, Él pudo haber dejado después de su muerte, (por haber sido una muerte tan injusta y cruel), un reguero de odios, venganzas y revanchas en sus seguidores contra sus asesinos. Deja únicamente perdón y paz. Es verdad que corremos el riesgo de hablar de Dios en términos poéticos a base de tanta paz y de tanta poesía, inventando una nueva religión llena de deliquios y de éxtasis, de apariciones y de beatificaciones, de bodas, de primeras comuniones, de bautizos, de fiestas populares muy solemnes, con mucho adorno pero vacías de contenido, sin verdadero amor al prójimo, sin el Jesús pobre y humilde del Evangelio.

Por ejemplo, comulgar no es solamente recibir a Dios, eso es una consecuencia. Comulgar es estar a bien con los demás, es comulgar con sus ideas y proyectos, con su modo de ser aunque no nos guste, estar a bien con ellos y como consecuencia, en una palabra, tener paz. Dios se hace presente en cada uno de nosotros, realmente presente. Somos muy propensos a creer que el bueno soy yo y el malo siempre el otro, que los demás son los que están equivocados. Pero también hay que decir alguna vez, cuando en nuestras discusiones llegamos a perder la razón, saber decir: “la razón eres tú”, es decir, saber dar la razón alguna vez…”tú tienes la razón”, aprendiendo a vivir como hermanos para poder convivir en paz. Porque no hay que olvidar que las guerras a menudo empiezan entre hermanos, entre los más próximos, desde los mismos orígenes de la Biblia: Caín y Abel, Isaac e Ismael, Cam, Set y Jafet, Esaú y Jacob, la historia de José, etc.

Los primeros objetos que aparecen en las excavaciones prehistóricas no hablan de amor, suelen ser hachas de guerra, puntas de flecha, espadas de sílex, de bronce o de hierro, igual da. El primer canto que encontramos en la Biblia no es un canto de amor sino de guerra: “Caín será vengado siete veces y Lamec setenta veces siete”. Da la sensación de que ni la palabra de Dios se libra de esta peste de la guerra y del odio. Y es que desde el principio el hombre ha perdido su paz y aún no la ha encontrado… ni lleva camino de ello.

En el discurso de abertura de los Festivales de Salzburgo en 1972 decía Eugenio Ionesco: “El mundo ha perdido su rumbo. Y no por falta de ideologías orientadoras sino porque estas no llevan a ninguna parte. En la jaula de su planeta los hombres se mueven en círculo porque se han olvidado de mirar al cielo. Como sólo queremos vivir se nos hace imposible vivir. ¡Miren ustedes a su alrededor!”.

Necesitamos, como agua de Mayo, una gran reconciliación universal con la paz de Jesús basada en las bienaventuranzas, no en la tecnología, sociología o el progreso. Como dice el historiador inglés Arnold Toynbee: “Estoy convencido de que ni la ciencia ni la tecnología podrán nunca satisfacer las necesidades espirituales que todas las posibles religiones tratan de atender, por más que algunos desacrediten determinados dogmas tradicionales de las llamadas grandes Religiones. Históricamente hablando primero aparece la Religión. La ciencia nace de la Religión. La ciencia nunca ha podido suplir a la Religión ni la podrá suplir nunca. ¿Cómo llegar a una paz verdadera? Sin Religión imposible”. Pero esa paz debe empezar por cada uno de nosotros. No queda otro camino. Será el gran psicólogo Gustavo Yung quien nos lo recuerde: “Durante estos treinta años acudieron a mi laboratorio centenares de pacientes de toda raza y religión; en todos ellos no encontré más problema, en última instancia, que dar con un sentido religioso para su vida. Puedo asegurar que cada uno enfermó por haber perdido aquello que las religiones vivientes de todas las épocas han dado a sus seguidores. Y ninguno pudo curar realmente hasta no encontrar o recuperar ese sentido religioso”.

Es decir, que la paz interior o se busca en Dios y en su Hijo Jesús, o vamos listos... En la Santa Misa tratamos de hallar esta paz pidiendo perdón a Dios y a los hermanos nada más empezar. Se trata de estar en comunión con los hermanos pidiendo y dándonos la paz: “La paz sea contigo”, nos decimos antes de comulgar. Sólo de esa forma tendrá sentido la despedida final: “Podéis ir en paz”. Y con esa paz en nosotros es entonces cuando nos podremos llamar verdaderamente, según las bienaventuranzas, “hijos de Dios”.      Jmf

viernes, 17 de mayo de 2019


DOMINGO V DE PASCUA.-19-V-2019 (Jn. 13, 31-33 a. 34-35) C


Se dice que la energía cada vez escasea más. Pero si lo pensamos bien no es cierto puesto que estamos rodeados de grandes fuentes de energía, todo el firmamento es una llamarada de fuego calor y luz,  en él se contienen cantidades ingentes de energía: por ejemplo la del sol que alimenta el mundo, que da vida a las plantas, al hombre..., y sin embargo la mayor parte de este calor se pierde en el espacio vacío. La energía del átomo, ese sol en miniatura, fuente inmensa aún sin explotar en el sentido propio del término ya que hoy por hoy aún es conflictivo su aprovechamiento. Su uso levanta grandes controversias como si el hombre tratara de repetir de nuevo el mito de Edipo: de no querer nada con su padre el átomo, para vivir matrimoniado con su ecológica madre la Naturaleza. Pues bien a pesar de todo escasea la energía…

Pero más grave aún que esa falta de energía material es la falta de la energía espiritual, la falta de ese amor de tanto amor en tantos corazones que aman y que sería capaz de transformar el mundo. Si Dios permite que haya enfermos debe de ser para que tú y yo podamos ejercer con ellos la libertad de ir a verlos y ayudarlos. Los hombres han tratado de practicar la convivencia pero sin hacer sitio, sin dejar sitio al amor. Nos morimos de soledad entre la gente; nos morimos de frío espiritual en medio de un mar de amor. ¿Qué pasaría si todos los hombres nos pusiéramos a querernos de verdad usando ese amor que llevamos dentro, a fraternizar de verdad, a vivir la caridad a fondo, a explotar todo el amor que Dios puso en nuestras manos? Sería la revolución social jamás soñada y nunca vista, pues habría trabajo y bienes en abundancia para todos, pero sobre todo habría verdadera paz, auténtica solidaridad y plena libertad en el mundo. Como no haya más fraternidad lo mismo da que suban los sueldos, acorten las horas de trabajo o se multipliquen los puestos de trabajo… el hombre seguirá eternamente insatisfecho, porque la solución al problema laboral no está tanto en acortar el tiempo y aumentar los puestos y el salario cuanto en ensanchar el amor y la generosidad y recortar el egoísmo y la insolidaridad.

Nos parecemos a los tripulantes del aquel barco que lanzaban angustiosas señales de socorro porque se morían de sed y, ya sabemos, el agua de mar no es apta para saciar la sed. Hasta que un barco los informó de que estaban navegando en un mar de aguas dulces la desembocadura del Amazonas.

Con amor se solucionaría todo, o casi todo, con tal de que se tratara de verdadero amor, un amor que no perdiera nunca de vista al prójimo. Cuando dejamos de ver al prójimo o “no podemos verlo”, en el peor sentido de la palabra, ¡malo! entonces el amor ya no vale para nada, y aunque se le llame amor es otra cosa. Decía Albert Camus: “Es imposible llegar a ser feliz a solas”. De Gabriel Marcel son estas palabras: “No hay más que un sufrimiento: estar solo. Nada está perdido para quien vive una auténtica y verdadera amistad. Todo está perdido para el que está solo”. Finalmente Aristóteles aseguraba que: “La amistad es lo más imprescindible, lo más necesario en la vida”. Si a estos testimonios añadimos todo lo que sobre el amor dice la Biblia llegamos a la conclusión de que no hay palabra más grande ni más santa ni más necesaria que la palabra amor, pero no sólo la palabra sino sobre todo y ante todo sus obras.

Por eso debemos hablar una vez más de amor, de amor al prójimo, un amor que cuanto más piensa uno en él más se da cuenta de que está por estrenar. Suelen hacer a menudo encuestas sobre el grado de cristianización de una comunidad. Para ello se pone como punto de referencia el cumplimiento pascual, cuantos van a misa los domingos y festivos, cuantos reciben los sacramentos, o asisten a cursillos, o conocen las verdades fundamentales de la religión, etc. No cabe duda de que todas esas referencias son un baremo para valorar la religiosidad de un pueblo; pero si nos quedamos en eso es que hemos olvidado que el creyente tiene una medida mucho más fiel para valorar su cristianismo: es el grado de amor que tiene al prójimo. Si fuera posible fabricar un instrumento para medir nuestro cristianismo habría que llamarle el “amorómetro”. Todo lo demás es andamiaje.

Y amar al prójimo no es sólo no causar daño, ni siquiera hacer el bien, ni incluso hacer bien a quien te hace daño, que ya es un alto grado de amor, sino que Jesús nos habla de algo diferente, de un mandamiento nuevo. Porque en el Antiguo Testamento nos encontramos con muchos mandamientos: no robar, no matar, no mentir, no adulterar, no hacer daño a nadie, incluso hasta podemos encontrarnos con el mandamiento del amor al prójimo (Lev. 19, 18), pero enseguida nos percatamos de que se está refiriendo a una práctica que se debe ejercitar únicamente con aquellos que son de su raza, tribu o religión, excluyendo a los demás.

En el Nuevo Testamento queda lejos todo esto pues Jesús nos pide un paso más: “Amarnos unos a otros como Él nos ha amado”. “Unos a otros como Él nos amó…”. Dice a este propósito San Agustín: “Tú das pan al que tiene hambre, pero mejor sería que no tuviera hambre ninguno para que no tuvieras que dárselo a nadie. Tú, vistes al desnudo… pero ¡ojalá todos estuvieran vestidos…! Todos estos servicios, en efecto, responden a necesidades. ¡Haz que no existan los desafortunados! Esto sí que sería una gran obra de misericordia. ¿Se extinguiría entonces la caridad? No. Porque el amor con que amas a un hombre feliz al que ya no puedes hacerle ningún favor pues no necesita de ti para nada, es más auténtico, es más puro y más sincero. Porque si haces un favor a un desgraciado acaso en el fondo buscas elevarte ante sus ojos deseando que él se quede por debajo de ti. Te has aprovechado de él para tener la ocasión de lucirte haciendo el bien. No. Lo que tienes que hacer es desear que sea en primer lugar igual a ti, ¡igual que tú! Y entonces juntos estaréis sometidos a Aquel a quien nadie puede hacer ningún favor” (Coment. a la carta I de san Juan).

Amar no es ayudar al otro, amar no es dar, es darse. “Amar, en palabras del escritor francés J. Chardonne, y autor de historias como El Epitalamio (1921) novela sobre la pareja que no deja a nadie indiferente, solía decir que  amar es mucho más que amar”. Jesús no nos recomendó “Ayudaos unos a otros”, sino “¡amaos!”. Esto es una novedad. Cuando una firma comercial lanza un producto nuevo, o un buen libro sale por primera vez al mercado, suelen poner bien visible el rótulo de ¡Novedad!. “Amaos los unos a los otros” es una novedad en la Historia de los hombres. Esa fue la razón de que se expandiera el cristianismo con tanta eficacia y rapidez en los primeros tiempos, y ese el comentario de los paganos al conocer a los cristianos: “mirad cómo se aman…”.

Amar es esperar, es confiar en el otro, no para juzgarlo sino para tratar de no defraudarlo. Si lo juzgamos ya lo estamos humillando, nos levantamos por encima de él. Amar es ponerse de su parte, a su lado, igualándote con él, confraternizando con él, liberándote con él, no de él, solidarizándote con él. Ya sé que eso es casi imposible, se necesita un esfuerzo sobrehumano, es decir, divino. Pero eso es amor, amor de Dios.
Amar a quienes no piensan ni creen como yo, a quienes considero equivocados, a los que me están haciendo daño.
Hoy Jesús no nos habla ni del amor al enemigo ni del amor al prójimo ni del amor fraterno sino de algo nuevo, del amor mutuo, es decir, hacer que los demás participen también en el amor, enseñar a amar, ya que el conformarse con amar yo únicamente a los demás sería poco cristiano. Y este es el santo y seña del amor cristiano. “En esto conocerán que sois mis discípulos (es decir, que sois cristianos): en que os amáis mutuamente”. Fue la última voluntad de Jesús, un condenado a muerte. Y la última voluntad debe cumplirse. Decía Tierno Galván: “La fe positiva, clara y abierta produce actitudes generosas; la otra me niego a admitir que sea fe”. Y eso que él era agnóstico. “Unos a otros”. Nadie se puede salvar solo, lo mismo que a nadie se le ocurre correr la Vuelta a España en solitario ni jugar él solo un partido de fútbol. Necesita de un equipo, necesita de los demás que le apoyen. Es una idea que tenía muy clara otro escritor francés, católico por más señas, que fue Charles Peguy: “Tenemos que salvarnos juntos. Tenemos que llegar juntos al buen Dios. No debemos nunca ir en busca de Dios los unos sin los otros. Es preciso que volvamos todos juntos a la casa de nuestro Padre. Hay que pensar también un poco en los demás ¿Qué nos diría Él si llegáramos los unos sin los otros?”.

“Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva” es lo que nos profetiza el Apocalipsis (21, l). Sólo el día que un grupo de cristianos pusiera en circulación estos valores del amor a los demás,  “como Dios nos ha amado” solamente entonces se daría cumplimiento cabal a la profética promesa de san Juan. Y la tierra se convertiría otra vez en aquel Paraíso Terrenal que Dios creó en los comienzos de la Humanidad con el fin de hacer feliz al hombre “así en la tierra como en el cielo, no sólo en la otra vida sino también en este mundo.  Jmf

viernes, 10 de mayo de 2019


DOMINGO IV DE PASCUA.- 12-V-2019 (Jn., 10. 27-30) C

Hoy vemos que Jesús se define como “el Buen Pastor” en un ambiente en el que el título de pastor no era precisamente un distintivo honorífico sino todo lo contrario. Un pastor no podía ser testigo en un juicio, por considerársele de baja condición social. Es verdad que tampoco se admitía a la mujer. Sin embargo es curioso que hayan sido pastores los primeros testigos de su nacimiento en Belén y que haya sido María Magdalena, una mujer considerada erróneamente pecadora, el primer testigo de la Resurrección.

Jesús hoy se define como pastor: “Yo soy el buen pastor… Mis ovejas escuchan mi voz, Yo las conozco, ellas me siguen y Yo les doy la vida eterna…”. Tal parece que  Jesús se nos presenta aquí como líder, jefe o dirigente... en contraposición a las ovejas, al aprisco, al redil. Para que exista un jefe se necesitan unos súbditos, y para que haya un pastor es preciso contar con unas ovejas. No se puede ser jefe o pastor de nada. Sin embargo lo interesante en esto son las relaciones que se establecen, cómo se deben ayudar unos a otros o cómo pueden sacar provecho unos de otros sin perjuicio de nadie y con ventaja para todos.

Entre los atributos del pastor está el cayado. El pastor que es el Obispo, usa el báculo o cayado, pero no para arrear a las ovejas sino para apoyarse en él mientras camina y las dirige, de ahí que se le llame “báculo” y no cayada.  La cayada es para apoyo, pero también para defensa y castigo, el báculo es para apoyarse y dirigir. Como le dijo cierto párroco a su Obispo con quien no llevaba precisamente unas relaciones muy cordiales, usando un ingenioso juego de palabras: “Ilustrísima ¿por qué usted siempre me da la “cayada” por respuesta?”.

El mundo está dividido en muchos rediles. Al frente de ellos están los diversos mandos políticos, económicos, culturales o religiosos. Y en torno a los apriscos las fronteras, las alambradas de la incomprensión y de la insolidaridad, de las que se pretende no dejar salir y sobre todo, y cada día más, no dejar entrar. Aquel deseo del filósofo griego Demócrito de “ser ciudadano del mundo”, según su filosofía, que entre otras cosas afirmaba que “la patria de un hombre es el mundo” es decir, construir entre todos un mundo sin fronteras para vivir en él más “a sus anchas”, cada día se hace más difícil. Hoy por todas partes se oye el deseo de hacer realidad ese lema, al menos en Europa con ese hecho memorable e histórico de la implantación del euro como moneda inicialmente legal para 11 naciones.

El polémico escritor portugués José Saramago dijo en cierta ocasión a un periodista: “A la Unión Europea le falta un adjetivo... financiera. Esa es su finalidad…, vamos a tener paz en los campos de batalla… pero la guerra seguirá por el dominio del mercado, por la supremacía económica y cultural… No se pueden unir pobres con ricos…, terminaremos siendo todos funcionarios de un Centro de decisión que está en Bruselas” (ABC 9-5-92).

Vivimos en apriscos, nos llevan a donde quieren echando mano de los perros del miedo y del terror, del fantasma de la pobreza y del fanatismo, de la vara del paro y del despido. Nos echan de comer lo que les place en el pesebre de los medios de comunicación: radio, prensa y sobre todo televisión e internet, así cada día digerimos, rumiamos lo que unos pocos juzgan cultura, progreso y diversión, haga daño o no lo haga, sea apto para menores o no lo sea, eso importa poco.

 Te dicen  lo que tienes que pensar, lo que tienes que votar, lo que tienes que opinar, lo que tienes que reír o censurar, incluso lo que tienes que vestir, que leer… “sólo se permite la cultura si es espectáculo o genera votos”, te guían, te amamantan, te ceban, te abrevan, te amedrentan... las ovejas suelen ser torpes en pensar, otras veces tienen miedo y ya se sabe “nunca se es menos libre que cuando se tiene miedo”.

Se habla mucho de libertades, en plural. Eso es muy sagaz. Divide y vencerás... Porque la libertad es una y es indivisible. O se es libre totalmente o cuando se pierde un reducto de la misma uno empieza a ser esclavo.

El rebaño que quiere Jesús es diferente, pues Él mismo también es diferente. Jesús no quita la vida a las ovejas para vivir Él, sino que Él da su vida para que vivan ellas. Y la entregó por amor, pues Él sabe que únicamente el amor será capaz de hacer libre al mundo. El odio sólo engendra odio, fomenta división y trata de imponerse arrancando la vida de los otros sin caer en la cuenta de que a su vez otros intentarán quitársela a quienes lo sembraron.

Jesús vive para sus ovejas no de sus ovejas como acostumbran a hacer, y en parte es lógico, todos los pastores.  Por eso Cristo es diferente.  Cristo se des-vive por los suyos y alimenta con su carne a sus ovejas. Fray Luis de León en su obra Los nombres de Cristo, donde trata de una larga conversación que mantienen tres estudiantes: Marcelo, Sabino  y Juliano en una finca de Salamanca llamada “La Flecha”, dice al hablar del nombre de pastor aplicado a Cristo, después de recordar, como los grandes patriarcas, desde Abraham hasta el rey David fueron pastores, que siendo el pastor un rústico ¿por qué trata Jesús de compararse con él? Fray Luis lo explica diciendo que es en el campo donde el amor es más puro y la vida más fraternal. En cambio el amor urbano “tiene poco de verdad y mucho de arte y de torpeza”. Además el pastor está más dispuesto “al bien querer” y aunque su oficio es de “gobernar y regir, pero es muy diferente al de los otros gobiernos. Porque lo uno no consiste en dar leyes ni en poner mandamientos sino en apacentar y guardar a los que gobierna… ni guarda una regla con todos sino en cada caso y tiempo… atiende el caso particular”. Una cualidad más es que no reparte su gobierno entre muchos ministros sino que Él sólo lo administra, apacienta, abreva, baña, trasquila, cura, castiga, recrea, ampara y defiende... Finalmente es propio de su oficio, “recoger lo esparcido y traer a un rebaño a muchos que de suyo cada uno de ellos camina por sí”. Y termina con las hermosas palabras de El Cantar de los Cantares cuando la esposa/pastora conjura al pastor/esposo, con el fin de ir a su encuentro, con aquellas hermosas palabras: “Demuéstrame, ¡oh querido de mi alma! adónde apacientas tu rebaño y adónde reposas… al mediodía…”, es decir, cuando la luz es pura y el silencio profundo, para poder oír mejor así la dulce voz de Cristo que enajena las almas santas y las hace vivir únicamente para su rey y pastor. Todo jefe, líder o Mesías, todo aquel que venga a salvar a los demás, o da amor y vida o es un ladrón. Solamente aquel que da su vida se le puede llamar salvador. Los que la quitan son ladrones y por tanto nunca podrán ser buenos pastores. La Religión viene a dar la vida, viene a liberar, nunca a esclavizar. Y esto se puede comprobar fácilmente por los frutos.

Ya hemos hablado en alguna ocasión de ese hermoso libro de Richard Bach titulado Juan Salvador Gaviota. Juan Salvador era una gaviota que vivía dentro de una bandada a las órdenes de la Gran Gaviota, su jefe y pastor en todo. Un día Juan decidió ser libre sin aprovecharse de los demás miembros de la bandada, quiso subir más alto, volar más lejos, batir las alas más aprisa, remontarse por encima del azul del cielo con sus propias fuerzas, llevaba mucha vida dentro. No pretendía ser un líder sino únicamente aprender a volar más y mejor... Para ello empezó por romper con la Ley de la bandada (A menudo las leyes se promulgan para salvar los intereses de los pastores no los de los súbditos). Por fin logró, después de mucho esfuerzo y hasta de algunos fracasos, logró volar más alto, más aprisa, más lejos. Un día regresó de nuevo a la bandada. Quería que las demás gaviotas fueran como ella, libres y ligeras, resucita a Pedro Pablo Gaviota que había caído mortalmente herido por querer volar así. Cuando la ven llegar la llaman diablo y hacen consejo para quitarle la vida. Pero “el amor es dar” dice ella, “aquel que da la vida por sus amigos” dice Jesús, “El cielo es la perfección” repite ella, “sed perfectos, como mi Padre celestial es perfecto” aconseja Jesús... Es una hermosa parábola si quisiéramos aplicarla a nuestra libertad y desasimiento de las cosas de esta vida y de las cadenas de este mundo.

Jesús no quiere encerrarnos en el redil. La Iglesia no es un puerto, ni un aprisco, la iglesia es una barca y debe ser católica, es decir, universal, abierta al ancho mar, a todos los mares. Cristo quiere hacernos libres, Él no pone alambradas de espino al aprisco, nos da su vida y su carne en alimento (vida eterna). Sólo necesitamos una cosa: oír su voz. La voz de Jesús es una voz única. Y es una voz diferente puesto que, siendo pastor, se ha hecho uno más en medio del rebaño, se ha hecho cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Por eso su voz se confunde con el balido de una oveja, para hablar nuestro mismo lenguaje y así hacerse entender mejor. Sólo quien lo sigue podrá escucharlo, y, escuchando su voz, podrá entrar en el Reino de los Cielos.  Jmf

viernes, 3 de mayo de 2019


DOMINGO III PASCUA.-5-V-2029 (Jn., 21. 1-19) C    

Leíamos en el Evangelio de hoy que: “Estaban reunidos varios apóstoles y Pedro les dice: Me voy a pescar… A lo que ellos responden: Vamos también nosotros contigo”. De lo cual se deduce que es necesario salir a alta mar, hay que mojarse. Es preciso salir de la iglesia, abandonar alguna vez el puerto, incluso hasta llegar, si posible fuera, a ir de casa en casa, Biblia en mano, a enseñar a quienes no frecuentan el templo, las bienaventuranzas, las parábolas del perdón, la Resurrección de Jesús, el Credo... como dicen los Hechos que hacían los apóstoles: “Ningún día dejaban de enseñar en el templo y por las casas, anunciando el Evangelio de Jesucristo” (Hech. 5, 42).

Convendría que los cristianos saliéramos de las iglesias para que la gente entrara en la Iglesia (con mayúscula). Ahora bien, uno de los obstáculos más grandes acaso sea el miedo al fracaso. Y es lógico. Sigue diciendo el Evangelio: “Aquella noche no pescaron nada”. Pues si fracasaron los discípulos del Señor yo no sé por qué nosotros tenemos tanto miedo a fracasar cuando del fracaso es posible sacar tanto provecho, y a veces más que del éxito. Lo expresa muy bien Alejandro Casona en su obra “Nuestra Natacha” cuando pone en boca de Lalo el siguiente parlamento: “En amor, como en casi todo, es tan hermoso fracasar… El fracaso templa el ánimo, es un magnífico manantial de optimismo. Todo hombre inteligente debería procurarse por lo menos un fracaso al mes” (t. I. pág. 408).

Esto es cierto. El fracaso nos hace humildes y desde la humildad se ven las cosas más claras y se ven los hombres más cerca ya que nos ponemos a su nivel, incluso se vive mejor puesto que empeñarse en vivir siempre por encima de nuestras posibilidades, de lo que realmente somos o tenemos llega a cansar. Para los apóstoles aquella noche de pesca fue un fracaso. Sin embarro descubrieron a Jesús allí, a su lado. Él no los abandona: “Echad la red a la derecha de la barca y hallareis pesca…”, les gritó.

Dice en elvangelio que pescaron 153 peces. Algunos creen que el haber puesto san Juan, tan amigo siempre de los símbolos, este número, precisamente 153, ni uno más ni uno menos, es que quiso expresar totalidad... ¿Por qué? No es el momento aquí de explicaciones simbólicas. Algunas se encuentran en un libro escrito por una mujer, Adrienne von Speyr, y que el gran teólogo alemán Hans Urs von Balthasar consideraba una gran mística. El libro a que aludimos se titula “La red del pescador” y en él se encuentra una curiosa interpretación de dicho número.  Por ejemplo, dice entre otras cosas: “153 es aquí la suma de la santidad de la Iglesia compuesta por los números primos contenidos en tal cantidad…”. (n. p.: aquel que es mayor que 1 y solo divisible por sí y por 1). Y después de un montón de cálculos e interpretaciones místicas de muchas cifras y guarismos, termina diciendo: “todos estos números no son sino formas del amor infinito, y es que todo lo que es figura en la Iglesia terrestre no es, para nosotros pecadores, sino el conjunto de las formas inventadas y cristalizadas del amor divino” (pp. 80-83). Otros autores dicen que el número 153 se refiere a todas las especies de peces, es decir también hace referencia a la totalidad, a la universalidad de la Iglesia. Resumiendo: la red se llena de humanidad, o sea de todos los hombres. Lo importante es que el milagro estaba allí y Jesús detrás del milagro.

Posiblemente nuestros fracasos sean debidos a que cada uno trabaja a su aire, según su propio criterio. Sin embargo lo apostólico, y esto tenemos que tenerlo claro, no es tratar de que sean todos como yo sino todo lo contrario, ser yo “todo para, todos” como lo fue san Pablo, y “en todo igual a todos”, como Jesús que lo fue… “menos en el pecado”. Para ello y a la par hay que saber descubrir a Cristo en el hermano, (“es el Señor”), y acercarme a su orilla, a su lado, como Pedro, perdiendo el miedo y corriendo el riesgo de fracasar. Si algo retiene a los apóstoles en el Cenáculo es el miedo (a los judíos) si algo les obliga a huir camino de Emaús es el miedo y la sensación de fracaso, si algo hace que los apóstoles confundan a Jesús con un fantasma es el miedo y la oscuridad.

Si algo nos encierra a los cristianos en nuestros templos en vez de salir a predicar el evangelio por las calles y las casas es el miedo, , siempre el miedo... Pero cuando se pierde el miedo es cuando empieza la libertad, es cuando empezamos a ser verdaderamente libres. Ya lo decía Kurt Martí: (teólogo, poeta y pastor suizo.- 1921-2017): “Todos los grandes movimientos de la Historia empezaron por un par de hombres que perdieron el miedo”.

Pero miedo ¿a qué? Hoy ya no se persigue abiertamente a los creyentes, salvo raras excepciones. Tampoco se dan prácticamente herejes que nieguen con contumacia v. g. la Resurrección de Cristo, como la negaban los Seleucianos, los Herminianos, los Maniqueos, los Gnósticos, Valdenses, Albigenses,  Socinianos, etc. Todo esto, a Dios gracias, ha pasado ya a la Historia, o así parece. Hoy es miedo al ridículo, miedo al desprecio. Los cristianos de ahora negamos a Cristo y su Resurrección encogiéndonos de hombros. Ni los creyentes tenemos el coraje de reconocernos cristianos y reconocer a Dios en cualquier parte ni los no creyentes se esfuerzan mucho en denunciar su ausencia. La asumen sencillamente. Ni siquiera se mofan o se ríen de la Resurrección como hicieron con Pablo los griegos en el Aerópago. Aunque acaso ese mismo escepticismo sea ya una denuncia.

En una obra de Pirandelo titulada “Así es si así os parece”, el protagonista Laudisi es un escéptico que pasa toda la obra riéndose ingeniosamente de todo. Para él todo es relativo. Cuando por fin cae el telón los demás actores se abalanzan sobre él para lincharlo ¿Por qué? No se sabe bien, si es porque se rió de sus creencias o porque todos terminan también desengañados, y allí, frente a la verdad, al ver que todo es relativo, esto los subleva. La frase “Soy lo que los demás me creen”, que alguien dice también podría resumirse como una tesis más de la obra: “Soy lo que los demás me creen” y sólo el amor podrá cambiar la soledad en solidaridad, sólo el amor.

Creer, fiarse del Señor, de su palabra, no de sus milagros, es, fue y será siempre difícil. Renán solía repetir que él volvería a creer “el día en el que Jesús se apareciera en medio del salón de la Academia de las Ciencias de París”. Pero la filosofía de Jesús no es esa. Sorprende un poco el hecho de que ninguno de los resucitados: Lázaro, la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Nain, Talita la joven que Pedro resucitó, o Eutico resucitado en Tróade por Pablo, ninguno haya dicho ni una sola palabra de lo que vieron en “el más allá”. Ni siquiera trataran de convencer de ello a sus conciudadanos, simplemente creyeron en Jesús y nada más. Sus testigos, los que los vieron resucitados, estaban en el derecho de hacer lo que creyeran más oportuno.

Hoy se ha escrito, y se suele repetir con alguna frecuencia por ahí, que muchos de los que han estado en el umbral de la muerte y que han tocado la frontera del más allá, se vieron inmersos en una luz divina que los envolvía... casi vienen a afirmar que han visto a Dios. Ellos sí parece que han vuelto convencidos y convertidos de su vivencia ultramundana. Pero no por ver más se cree más. La fe suele venir, de ordinario, por lo que oímos, “fides ex auditu”. Cuando el rico epulón pedía a Abrahán que enviara a Lázaro a su casa para desengañar a sus hermanos y anunciarles la existencia de la otra vida, Abraham le contestó: “Si no creen a Moisés y a los Profetas, tampoco creerán aunque resucite un muerto…”(Lc. 16, 29).

Unos reconocieron a Jesús al oír su voz. (María), otros al partir el pan (los de Emaús), otros junto al lago tras el desayuno... A Jesús le gusta pasar desapercibido, ser como un forastero cualquiera, pasar de incógnito. Junto a lago, “aunque era de noche” que diría el místico, no fue la autoridad de Pedro nombrado por Cristo en aquel mismo lugar primer Papa y pastor de la Iglesia, quien lo reconoce, sino el amor de Juan, aquel discípulo que lo amaba.

Y ahí está la clave: para saber poder reconocer a Jesús en el hombre que pasea al atardecer, entre dos luces por la orilla del mar de nuestra vida, de nuestros esfuerzos y trabajos, primero tenemos que aprender a amarle, luego viene el estudiarlo y razonarle. Y ahí está la gran lección y el gran reto: sólo san Juan, sólo el amor, es capaz de descubrir la silueta de Cristo. Lo mismo sucede con nuestra fe y con nuestro cristianismo: sólo el amor y la entrega generosa hará que lo encontremos y lo reconozcamos.

Pero antes es preciso salir, buscarlo, ir a su encuentro, amarlo… y al fin, no lo dudemos, daremos con Él, bien en el interior del Cenáculo del alma, bien cuando va por el camino de la vida o bien cuando enciende unas brasas para asar unos peces a la orilla del lago de la caridad fraterna.  Jmf