DOMINGO
III. 26-I-2020 (Mt. 4, 12-23) A
Tanto Juan Bautista como Jesús al empezar su predicación,
arrancan con estas palabras: “Arrepentíos.
El Reino de Dios está cerca”. Hoy el evangelio nos presenta a Jesús abandonando Judea, es decir la
región sur, la zona más desértica de Palestina, orillas del Mar Muerto y del
Jordán, donde había sido bautizado por Juan
(en Judea había nacido y en Judea terminará sus días en la cruz), y dirigirse
al Norte, a Galilea. Se aloja en casa de Pedro,
en Cafarnaún, en la costa verde del Mar de Genesareth, haciendo de esta región
su cuartel general, el centro de su predicación. Es junto al lago donde
multiplica los panes y los peces y promete solemnemente la Eucaristía; es aquí
donde elige a sus apóstoles; en las riberas de este mar también llamado de
Tiberíades, confirma el primado de Pedro;
en Nazaret, no lejos del lago, pasó los mejores años de su juventud, y serán
los pueblos de esta región quienes mejor recibirán su predicación.
No sé por qué la
zona Norte siempre tiene más suerte, es más rica y más feraz
en muchos aspectos que los países de la zona Sur , siempre más árida, desértica y pobre
(pensemos en Andalucía, en Nápoles de Italia, o la Judea en Palestina...). Y lo
mismo a escala mundial: en África con respecto a Europa, la India con respecto
a Asia y América del Sur con respecto a los Estados Unidos. Para Jesús el Sur fue terriblemente trágico:
además de nacer en un establo, es perseguido a muerte por Herodes teniendo que exilarse, se pierde en el Templo a los 12
años, es crucificado a la afueras de Jerusalén; el único apóstol natural de
Judea y que lo traicionó era Judas.
Acaso este cúmulo de circunstancias hizo que Jesús se sintiera más seguro en Galilea y por eso, en momentos de
peligro como este, regresa a refugiarse aquí. Ya lo vimos dirigirse a Nazaret
cuando llegó de Egipto porque Arquelao
aún reinaba en Judea y temían que emulara a su padre Herodes el Grande en los crímenes; y lo vemos dirigirse ahora de
nuevo, después de conocer que Herodes
Antipas había encarcelado enn Judea a san
Juan Bautista.
Isaías en la primera
lectura de hoy trata de infundir ánimos a sus oyentes, prometiéndoles que una
luz grande (Iahvé) viene a librarlos ya que se sentían como extranjeros desde
que, entre los años 745 al 727
a . C., un rey llamado Taglatfalasar III, somete esta región de Galilea en la que reinaba Menajen, deportando a toda la población
a Ur Casdin, a las orillas del Tigris (Asiria), hoy Basora en el Irak actual
(II Re. 16, 7), y nombrando rey vasallo a Oseas.
A este hecho histórico alude la epístola. Pero sobre todo porque ocho siglos
después llegaría
un hombre llamado Jesús, luz de luz, que nos salvaría a todos.
Los
evangelistas sitúan intencionadamente el inicio de la vida pública de Cristo en
esta región acaso por todas estas razones. Aunque Jesús predicaba en cualquier sitio. Cualquier tiempo y lugar le
eran aptos para sembrar su palabra: una barca, el interior de una casa, una
montaña, el templo, la ribera del lago... pero sobre todo la sinagoga. Y en la
sinagoga habla respetando todo el ritual litúrgico de bendiciones, lecturas,
enseñanzas, tradiciones, historia de Israel... etc.
Jesús aprovecha este lugar y empieza adaptándose
a él. Su mensaje no es precisamente novedoso. Su idea fundamental era ya
conocida entre los que le escuchaban. “Arrepentíos.
Se acerca el Reino de Dios”. Jesús
no se dedica a predicar una moral: Esto es pecado, aquello no..., porque la
moral sólo pide no faltar a la ley, no hacer daño e incluso hasta aconseja
hacer el bien. Pero Jesús pide más, pide religión, religarnos, es decir cambio
interior, comprometernos, y de ese modo aspirar a ser perfectos como el Padre
celestial es perfecto. Arrepentirse no consiste sólo en unos ritos externos, el
arrepentimiento debe brotar de la bondad del corazón.
Hay una narración
francesa que se remonta a los siglos XII o XIII conocida como “El caballero del cántaro”. En ella se
nos cuenta que un día de Viernes Santo un caballero impío se dirige a un famoso
ermitaño y le pide por favor que le confiese... con el fin de burlarse de aquel
santo varón. Pero el ermitaño conoce su intención y después de escuchar la
historia de sus supuestos pecados le entrega un cántaro imponiéndole como
penitencia que lo llene de agua en el cercano arroyo. Con gran sorpresa el
sacrílego caballero comprueba que por más que se esfuerza en sumergir el
cántaro en el agua no consigue que entre en él ni una sola gota. Entonces
empieza a darse cuenta de su falta, y desconcertado recorre todos los caminos
con el mágico cántaro colgado del hombro sin lograr cumplir aquella extraña
penitencia. Exhausto y afligido regresa después de algunos años de nuevo a los
pies del ermitaño, pero esta vez sí viene de verdad arrepentido. El ermitaño
pide a Dios perdón por él, y la gracia de Dios al fin llena su alma. Entonces,
profundamente conmovido, empiezan a brotar de sus ojos unas lágrimas cayendo
lentamente dentro del cántaro que poco a poco se llena, colmando así su corazón
de una gran paz y felicidad, consecuencia de sentirse perdonado por Dios.
El
secreto no estaba en el rito externo, en tratar de llenar el cántaro de agua,
sino en vaciar el corazón de egoísmo y llenarlo de arrepentimiento y de dolor.
Para ello es esencial la
conversión. Y en esto Jesús
es categórico. Darwin, en su obra “El origen de las especies” (1859) en la
que sostiene que todos hemos evolucionado de unas pocas especies primitivas,
usa más de 800 veces expresiones tales como “quizá...”, “tal vez...”, “acaso...” a las que añade frecuentemente imprecisos potenciales o
subjuntivos: “pudiera ser que sea...”,
“quizá provenga de...”, “tal vez haya sucedido que...”. Y así
establece el fundamento de su teoría.
Jesús, en cambio, es categórico y además emplea preferentemente el
indicativo o el imperativo: “Arrepentíos...”,
“Hoy estarás conmigo en el Paraíso...”, “El reino de Dios está cerca de
vosotros...”, “Tomad y comed...”, “Id...”, “Bautizad...”, “Yo estaré con
vosotros hasta el fin del mundo...”. Hoy nos
manda arrepentirnos porque el Reino de Dios está cerca. Uno de los grandes
obstáculos que impiden esta conversión es la falta de amor, el andar desunidos.
El tema que Pablo trata en la
segunda lectura se debe a que los hijos de Cloe,
un comerciante de Corinto llegan a Éfeso, donde él está, y le informan sobre la
desunión que reina entre los corintios divididos en sectas, unos partidarios de
Pablo, otros de Apolo, otros de Pedro,
otros de Cristo... Ya entonces a la
gente le costaba trabajo entenderse. El problema es viejo. En la Carta que les
dirige también Pablo es categórico: “Poneos de acuerdo, uníos, y no andéis
divididos... con discordias entre vosotros”, una recomendación que, después
de dos mil años, sigue en pie y se nos puede seguir aconsejando sin cambiar ni
una letra. No llenaremos nuestro corazón de perdón y de paz mientras no nos
arrepintamos y mientras no seamos capaces de perdonarnos de verdad unos a
otros.
Estamos en la semana llamada “Octavario
por unión de las iglesias”. Es preciso el diálogo, necesitamos escucharnos
mutuamente en vez de discutir. Algunos dirigentes religiosos pretenden ser más
bien abogados defensores de su causa, que ser teólogos cristianos. Un abogado
tiene la misión de defender su causa, aunque sea causa perdida y carezca de
razón. No tratará de dialogar sino de imponer su criterio. Pero esto a la hora
de entablar una relación cordial es contraproducente. Es preciso dialogar para
unirse y es preciso unirse en Cristo si no queremos ser ineficaces en la
evangelización del mundo.
Para esto también necesitamos abandonar las redes. Nos “enredan” mil cosas, andamos enredados
con mil y un asuntillos. Hay que desenredarse del mundo al que vivimos atados,
esclavizados por el afán de prosperar, tener más, abandonando aquello que es lo
esencial. En esto podíamos copiar de aquel pescador feliz de Anthony di Mello que descansaba un día
a la sombra de su barca. -¿Por qué no
sales a pescar? le preguntó un rico industrial-Porque ya he pescado bastante
para hoy.-¿Y por qué no pescas más?-¿Para qué?-Ganarías más dinero, pondrías
motor a tu barca, comprarías más redes y mejores aparejos, y pronto te harías
con uCessent iurgia maligna, cessent lites.na buena flota.-¿Y qué haría entonces? -Podrías
sentarte a disfrutar de la vida con más tranquilidad.-¿Y qué piensas que estoy
haciendo ahora?
Si todos nos preocupáramos de
lo que es verdaderamente esencial, de la paz del corazón y del
amor a los demás, todos los problemas del mundo hallarían en nosotros una
pronta solución. Hay que abandonar las redes que nos atan a las cosas, a las
estructuras, al amor propio, y emplearlas en lo que realmente quiere Dios. Un
camino seguro es el que aconseja el evangelio del presente domingo: prepararnos
con una sincera “compunción de corazón”, humildad y arrepentimiento a recibir
ese Reino que se acerca. “Venga a
nosotros tu Reino” rezamos en el Padrenuestro. No decimos “vayamos a por él nosotros”, es el Reino
el que se nos viene encima..., y es el Rey quien también vendrá a nosotros al final de los tiempos. Por ello la mejor
preparación es, sin duda, la espera esperanzada en el perdón y lo que nos
aconseja hoy Jesús: “Arrepentíos...”, cambiad de modo de
ser, o san Pablo al exigirnos: “Poneos de acuerdo..., uníos, no andéis
divididos con discordias...” o como dice el himno “Ubi caritas et amor”: Cessent iurgia maligna, cessent
lites..., invitación que en estos días de plegaria por la
unión de los cristianos nos viene como anillo al dedo. Jmf