ALEJANDRO CASONA HABLA DEL REY DE LA PATAGONIA:
El tema de la enseñanza en Miranda, del que hablamos en
otro lugar alcanza un enorme interés con doña Faustina Álvarez, madre de
Alejandro Casona, una maestra cuya vida y labor gira toda en torno a la Instrucción Pública
y contra el analfabetismo, sobre todo en la mujer.
“El Rey de la Patagonia” funda una escuela en Miranda.
También él trata de desterrar la incultura de su pueblo. Y Casona recibe en una
ocasión la moneda de oro que el indiano enviaba cada año para premiar al alumno
más aventajado.
EN EL CENTENARIO DE SU MUERTE Casona nos vuelve a recordar aquella escuela en donde, según
su testimonio, él dio sus primeros balbuceos en el mundo de las letras. Su voz
es de tono grave que resuena en medio de los carbayos de su infancia en el campo
de Santa Ana, hoy recuerdos. Suena así:
“Mis buenos amigos del Centro Asturiano de Buenos Aires
me han hecho el honor de solicitar unas palabras mías para este acto de
recordación y homenaje a una de las figuras más representativas del alma astur
en tierra argentina: José Menéndez, emigrante fundador.
No acepto el encargo como un compromiso de circunstancias
sino como un deber de gratitud y con una entrañable emoción que viene de muy
hondo y de muy lejos, porque el nombre de José Menéndez, a quien nunca conocí,
está sin embargo íntimamente ligado a mi infancia, a mis primeros pasos y a mis
postrimeros sueños. Su paisaje natal fue mi paisaje; sus caminos de niño fueron
también los míos; desde el mismo altozano vimos por primera vez los dos este
inmenso mar en cuya lejanía dormía la leyenda dorada de América.
Cuando mis ojos aprendices empezaban a estudiar palmo a
palmo su pequeño ricón cantábrico, él ya había conquistado palmo a palmo un
ancho mundo en la otra orilla remota. Mi primera noción del héroe civil se
llamó José Menéndez.
La cosa ocurría hace treinta y cinco años, en una
pintoresca aldea llamada Miranda de Avilés. Mi madre era maestra allí y yo
empezaba apenas a ligar las primeras sílabas con que se escriben juntas la
historia y la
leyenda. Recuerdo al pueblo mínimo y limpio, con su doble
perfil -tan asturiano- de campesino y marinero; la cuesta d ela fuente entre
casas de altos corredores volados, el Campo de Santa Ana con sus erguidos
carbayos centenarios, el camino de la iglesia tendido hacia el humilde caserío
de La Carriona, y asomándose a él, una pequeña escuela, blanca de cal, alegre
de ventanas, con su recoleto jardín de arbustos y sus arriates de hortensias.
Aquella escuela había sido fundada desde la lejana Patagonia
por José Menéndez. En aquella escuela aprendí yo a leer.
Para mí -para todos los niños de Miranda- Menéndez era
una figura legendaria adornada con todas las galas de la fantasía infantil. Lo
soñábamos como un Padre pródigo y remoto; le llamábamos familiarmente con
orgullo heráldico “el rey de la Patagonia”, uniendo la jerarquía histórica a la
lejanía geográfica, nos consolaba saber que había sido un niño pobre donde
nosotros éramos niños pobres, que se había lanzado a la gran aventura del mar
sin más armas que una voluntad de hierro en su hatillo de emigrante campesino,
que había descubierto y conquistado tesoros fabulosos, y que gracias a él,
nuestra pequeña aldea tenía un prestigio solariego bajo la Cruz del Sur. Y nos
gustaba imaginarlo con perfiles de cuento, como rey de un país maravilloso, a
caballo entre manadas de salvajes, o en un trono de tienda nómada reclinado
entre bronces y pieles, con la barba de la sabiduría apoyada en la mano de la justicia. Así
mezclábamos y confundíamos en romanticismo pueril nuestras vagas nociones del
hombre gaucho, con las viñetas de los reyes medievales y las estampas de la Historia Sagrada.
¿Estaba lejos de ellas el hombre y el héroe verdadero?
Ahora empiezo a dudarlo. Cuando hoy, con los ojos maduros de experiencia y los
pies fatigados de caminos contemplo desde esta orilla su obra gigantesca y
recuerdo la aldea natal, pienso que aquella estampa romántica pecaba sólo por
exceso de color, pero no por falsedad en el dibujo. La leyenda es tan verdad
como la historia; es la historia misma en el idioma de la infancia, en el
idioma de la poesía. No
hay más que traducirla al lenguaje cotidiano y adecuarla a la medida normal del
hombre.
Pues bien, amigos, traduzcamos a historia la leyenda
infantil. Despojemos a José Menéndez de su reino de cuento, sus tesoros de
fábula, su trono de pieles exóticas, su manto y su corona de símbolo. Es inútil;
todo ello quedará en pie, de otra manera. En vez de regir un país heredado, él
mismo creó un país entero. Su tesoro no eran las piedras preciosas de Simbad el
marino, era la tierra misma, el campo roturado, el rebaño y la mies. No mandaba
ejércitos, creaba patriarcalmente la gran familia agraria de pastores y
colonos. Y sin cetro heráldico podía contemplar orgullosamente la vastedad de
su obra, inmensa como un reino, con la barba de la sabiduría apoyada en la mano
del trabajo.
Como otro Menéndez avilesino, tenía el ímpetu de
descubridor y alma de Adelantado ¡Adelantado de Asturias en las Tierras del
Sur!
Español de buena ley, heredó de la madre tierra lo mejor
que ella tiene en su larga historia de país fertilizante; su genio fundacional,
su espíritu de empresa y aventura, sus pies de andariega, sus manos de
sembradora.
Hoy que puedo contemplarte serenamente y comprenderte
entero, quiero darte tres veces gracias:
Como escritor que gana su vida con las letras, gracias
José Menéndez, por aquella escuela tuya donde yo aprendí a leer.
Como emigrado de tu aldea y de tu paisaje, gracias José
Menéndez, por tu nombre de limpia gloria a la historia civil de nuestra
Asturias.
Como español que ha perdido su suelo, sus raíces,
gracias José Menéndez, porque tú has abierto nuevos horizontes a nuestra sed
infinita de cielos y de tierras.
No temas que al perder el trono y la corona que te dio
mi infancia hayas perdido para mí un solo palmo de tu talla. Al contrario.
Solamente los cuentos de niños empiezan diciendo: “Una vez era un rey...”. Las
historias verdaderas, las que hacen la grandeza de los pueblos, todas empiezan
como empezó la tuya: “Una vez era un hombre...”, ¡un hombre!.
De la Revista Asturias ,
nº 290. Órgano del Centro Asturiano de Buenos Aires, marzo, 1948, pp. 14-16).
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