lunes, 23 de abril de 2018



ALEJANDRO CASONA HABLA DEL REY DE LA PATAGONIA:

El tema de la enseñanza en Miranda, del que hablamos en otro lugar alcanza un enorme interés con doña Faustina Álvarez, madre de Alejandro Casona, una maestra cuya vida y labor gira toda en torno a la Instrucción Pública y contra el analfabetismo, sobre todo en la mujer.
“El Rey de la Patagonia” funda una escuela en Miranda. También él trata de desterrar la incultura de su pueblo. Y Casona recibe en una ocasión la moneda de oro que el indiano enviaba cada año para premiar al alumno más aventajado.
EN EL CENTENARIO DE SU MUERTE Casona nos vuelve a recordar aquella escuela en donde, según su testimonio, él dio sus primeros balbuceos en el mundo de las letras. Su voz es de tono grave que resuena en medio de los carbayos de su infancia en el campo de Santa Ana, hoy recuerdos. Suena así:

      “Mis buenos amigos del Centro Asturiano de Buenos Aires me han hecho el honor de solicitar unas palabras mías para este acto de recordación y homenaje a una de las figuras más representativas del alma astur en tierra argentina: José Menéndez, emigrante fundador.
No acepto el encargo como un compromiso de circunstancias sino como un deber de gratitud y con una entrañable emoción que viene de muy hondo y de muy lejos, porque el nombre de José Menéndez, a quien nunca conocí, está sin embargo íntimamente ligado a mi infancia, a mis primeros pasos y a mis postrimeros sueños. Su paisaje natal fue mi paisaje; sus caminos de niño fueron también los míos; desde el mismo altozano vimos por primera vez los dos este inmenso mar en cuya lejanía dormía la leyenda dorada de América.

      Cuando mis ojos aprendices empezaban a estudiar palmo a palmo su pequeño ricón cantábrico, él ya había conquistado palmo a palmo un ancho mundo en la otra orilla remota. Mi primera noción del héroe civil se llamó José Menéndez.
      La cosa ocurría hace treinta y cinco años, en una pintoresca aldea llamada Miranda de Avilés. Mi madre era maestra allí y yo empezaba apenas a ligar las primeras sílabas con que se escriben juntas la historia y la leyenda. Recuerdo al pueblo mínimo y limpio, con su doble perfil -tan asturiano- de campesino y marinero; la cuesta d ela fuente entre casas de altos corredores volados, el Campo de Santa Ana con sus erguidos carbayos centenarios, el camino de la iglesia tendido hacia el humilde caserío de La Carriona, y asomándose a él, una pequeña escuela, blanca de cal, alegre de ventanas, con su recoleto jardín de arbustos y sus arriates de hortensias. Aquella escuela había sido fundada desde la lejana Patagonia por José Menéndez. En aquella escuela aprendí yo a leer.

      Para mí -para todos los niños de Miranda- Menéndez era una figura legendaria adornada con todas las galas de la fantasía infantil. Lo soñábamos como un Padre pródigo y remoto; le llamábamos familiarmente con orgullo heráldico “el rey de la Patagonia”, uniendo la jerarquía histórica a la lejanía geográfica, nos consolaba saber que había sido un niño pobre donde nosotros éramos niños pobres, que se había lanzado a la gran aventura del mar sin más armas que una voluntad de hierro en su hatillo de emigrante campesino, que había descubierto y conquistado tesoros fabulosos, y que gracias a él, nuestra pequeña aldea tenía un prestigio solariego bajo la Cruz del Sur. Y nos gustaba imaginarlo con perfiles de cuento, como rey de un país maravilloso, a caballo entre manadas de salvajes, o en un trono de tienda nómada reclinado entre bronces y pieles, con la barba de la sabiduría apoyada en la mano de la justicia. Así mezclábamos y confundíamos en romanticismo pueril nuestras vagas nociones del hombre gaucho, con las viñetas de los reyes medievales y las estampas de la Historia Sagrada.

      ¿Estaba lejos de ellas el hombre y el héroe verdadero? Ahora empiezo a dudarlo. Cuando hoy, con los ojos maduros de experiencia y los pies fatigados de caminos contemplo desde esta orilla su obra gigantesca y recuerdo la aldea natal, pienso que aquella estampa romántica pecaba sólo por exceso de color, pero no por falsedad en el dibujo. La leyenda es tan verdad como la historia; es la historia misma en el idioma de la infancia, en el idioma de la poesía. No hay más que traducirla al lenguaje cotidiano y adecuarla a la medida normal del hombre.
      Pues bien, amigos, traduzcamos a historia la leyenda infantil. Despojemos a José Menéndez de su reino de cuento, sus tesoros de fábula, su trono de pieles exóticas, su manto y su corona de símbolo. Es inútil; todo ello quedará en pie, de otra manera. En vez de regir un país heredado, él mismo creó un país entero. Su tesoro no eran las piedras preciosas de Simbad el marino, era la tierra misma, el campo roturado, el rebaño y la mies. No mandaba ejércitos, creaba patriarcalmente la gran familia agraria de pastores y colonos. Y sin cetro heráldico podía contemplar orgullosamente la vastedad de su obra, inmensa como un reino, con la barba de la sabiduría apoyada en la mano del trabajo.
Como otro Menéndez avilesino, tenía el ímpetu de descubridor y alma de Adelantado ¡Adelantado de Asturias en las Tierras del Sur!
Español de buena ley, heredó de la madre tierra lo mejor que ella tiene en su larga historia de país fertilizante; su genio fundacional, su espíritu de empresa y aventura, sus pies de andariega, sus manos de sembradora.

      Hoy que puedo contemplarte serenamente y comprenderte entero, quiero darte tres veces gracias:
   Como escritor que gana su vida con las letras, gracias José Menéndez, por aquella escuela tuya donde yo aprendí a leer.
   Como emigrado de tu aldea y de tu paisaje, gracias José Menéndez, por tu nombre de limpia gloria a la historia civil de nuestra Asturias.
   Como español que ha perdido su suelo, sus raíces, gracias José Menéndez, porque tú has abierto nuevos horizontes a nuestra sed infinita de cielos y de tierras.

      No temas que al perder el trono y la corona que te dio mi infancia hayas perdido para mí un solo palmo de tu talla. Al contrario. Solamente los cuentos de niños empiezan diciendo: “Una vez era un rey...”. Las historias verdaderas, las que hacen la grandeza de los pueblos, todas empiezan como empezó la tuya: “Una vez era un hombre...”, ¡un hombre!.
De la Revista Asturias, nº 290. Órgano del Centro Asturiano de Buenos Aires, marzo, 1948, pp. 14-16).

No hay comentarios: