DOMINGO
II DE PASCUA. 8-IV-2018 (Jn. 20, 19-31) B
Estamos en tiempo de
Resurrección. El Evangelio y la Liturgia vuelven una y otra vez sobre el tema.
Hoy se nos recuerda una de las apariciones de Jesús a sus discípulos.
Nadie, que sepamos, lo vio resucitar, es decir, nadie lo vio salir glorioso del
sepulcro, sin embargo son multitud los testimonios los de quienes lo vieron
resucitado. Trabajo le costó a Jesús convencerlos, pero su esfuerzo no
fue en balde puesto que ellos se han convertido luego en sus testigos y
mártires hasta el fin del mundo. En los juicios, la gran prueba para acusar o
defender, son dos o más testigos; en la Resurrección fueron por cientos y hasta
dieron su vida por lo que afirmaban. De ello se deducen tres conclusiones por
lo menos:
La primera es la importancia
de creer; “esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe” (I Jn.
5,3). Creer, lo que se dice creer... todos creemos, hasta los que no tienen fe
tienen que creer... aunque sea que no. Dice el Catecismo: ¿Qué es fe? Y responde:
Fe es creer lo que no vimos. Jugando con estas palabras Unamuno
da otra respuesta en su obra La fe diciendo: “Fe es crear lo
que no vemos”. Luego, en “El sentimiento trágico de la vida”,
siguiendo a santo Tomás de Aquino,
distingue entre creer en y creer a. O sea, creemos al médico, pero creemos en el curandero. De ahí que fe no sólo
es creer lo que no vemos sino que, como la define el teólogo Karl Barth
en Ensayo de una Dogmática, “fe es fiarse de alguien”, aquí fiarse de Jesús que nos salvó.
Cuenta André Mauriac,
católico francés, que uno de sus maestros empezaba a explicar la asignatura con
esta frase de Platón: “Para encontrar la verdad hay que buscarla
apasionadamente”. Lo mismo hay que decirle al cristiano sobre la fe. Mucha
gente trata de encontrarla buscándola únicamente con la cabeza, discurriendo,
razonando, pero hay cosas que nunca lograremos entender si no ponemos a
trabajar el corazón. Eliminaríamos esa carga de intelectualismo y racionalismo
duro con que queremos adornar la fe: Demuéstreme usted que hay Dios, nos
dicen a los curas ciertos agnósticos beligerantes; pero a tal petición sólo
cabe una respuesta: demuéstreme usted que no lo hay. Dios no es tanto
cuestión de demostrar como de mostrar, es decir, es más cosa de corazón que de
cabeza, la fe igual que el amor no se demuestra, se vive. Decía san Agustín:
“yo creo porque amo”.
El intelectual corre el riesgo
de quedarse al margen o de caminar en dirección opuesta al sentido de la fe.
Como cuando cierta anciana de pocas luces pero de mucha fe contestó a quienes
la provocaban con la frase de Gagarín, aquel astronauta ruso que después
de su viaje espacial en la nave Vostok el 12 de abril de 1961 al
regresar a la tierra dijo: “Anduve por el cielo y no vi a Dios por ninguna
parte”. La anciana escuchó la frase y contestó sin inmutarse: “Pasó a su
lado y no lo conoció”. No hablaba la cabeza, hablaba el corazón, pero su
respuesta no podía ser más intelectual.
Si no conocen a Dios ni lo
quieren conocer mal lo van a ver. Para aquella anciana Dios estaba allí, y eso
no necesitaba ningún tipo de demostración, bastaba abrir los ojos, o mejor
dicho, abrir el corazón para reconocerlo. Porque la fe no se demuestra se muestra,
aflora, está presente lo mismo que lo está el centro de una circunferencia.
Cualquiera acertaría a señalar con una cruz casi el lugar exacto sin que en
dicho lugar aparezca señal alguna. Un matemático nos lo diría por medio de la
fórmula:
(x-a)2 + (y-b)2=r2, en la que sólo los iniciados
verían una circunferencia.
Frecuentemente el que no cree,
cuando trata de indagar, lo único que hace es dar vueltas y vueltas a las
palabras, dentro del círculo del espacio sin darse cuenta de que Dios y el más
allá son invisibles, estando como están en el mismo centro del corazón, de la
vida y del Universo. Es lo que dejó escrito en la pared de un gueto de Varsovia
aquel judío perseguido por los nazis: “Creo en el sol aunque no lo vea
lucir, creo en el amor aunque no lo sienta junto a mí, creo en Dios aunque no
se deje ver aquí”.
Fe es fiarse de Dios pero como
consecuencia también es fiarse de los demás. Esto es fundamental para la
convivencia. Y a veces no sólo no nos fiamos sino que nos burlamos del prójimo
tomándolo a chirigota. Cuenta Herbert Cox en su libro La ciudad
secular que en una ocasión un circo, que actuaba en Dinamarca, fue presa de
las llamas. Inmediatamente el director envió a un payaso, que estaba a punto de
salir al escenario, a la cercana aldea a pedir auxilio. Los aldeanos creyendo
que era un truco para la publicidad reían sus llamadas de socorro aplaudiendo
incluso por lo bien que lo hacía hasta que el fuego se propagó arrasando no
sólo el circo sino el bosque donde estaba y parte del pueblo. Tenemos que
fiarnos de los demás porque a veces hasta a través de un bufón puede hablar
Dios mismo. Dios está aquí, no hay que salir fuera para dar con Él. Santo
Tomás necesitó meter la mano en el pecho de Jesús para creer. Estaba
cara a cara frente a Él y no lo conoció porque le faltaba amor, saber mirar con
amor más que con razonamientos.
Nuestro escritor Palacio
Valdés, en su novela La Fe, narra las dudas de un sacerdote que, tratando de convencer a un ateo de nombre Montesinos, este llega a
hacerle dudar de la fe a él. Luego la trama hace que el sacerdote termine en la
cárcel por una serie de calumnias dándose allí cuenta de que no es la razón,
como él pretendía, lo que puede llevar a un agnóstico a la fe. El hombre no
puede librarse del dolor y de la muerte a base de razonamientos sino por medio
de la fe, esto es, por un conocimiento diferente y superior del que puede
proporcionarnos la razón. La novela finaliza con estas palabras sobre el
protagonista: “Desde que ese conocimiento iluminó su alma vivió en continua
fiesta y alcanzó la felicidad más absoluta”; que es precisamente lo que
Cristo trató de dar a sus discípulos: la paz, pero no como la da el
mundo. En el Prólogo, rebatiendo a ciertas personas que lo acusaban de anticlerical
al hacer dudar de la fe a un sacerdote, Palacio Valdés cita estas
hermosas palabras de san Francisco
de Sales: “A nadie vi subir con tanta rapidez por el camino de la
perfección como a las almas de aquellos que han tenido dudas de fe...”.
“Creer o no creer, esa es la
cuestión”,
podíamos decir parafraseando a Hamlet. Acabamos de salir de la Semana
Santa; algunos años la TV emite películas sobre la vida de Jesús. Una de
ellas, Barrabás, de Richard Fleischer (1962), basada en la obra
del premio Nobel Pär Largerkvist, describe magistralmente la angustia de
los que se debaten entre la duda y la creencia, reflejados en Barrabás,
cuya alma termina hundiéndose al final definitivamente en las tinieblas.
Barrabás busca la fe desesperadamente. Parece que logra alcanzar y tocar la
gracia alguna vez..., pero su mentalidad de rústico es incapaz de reaccionar.
Él no cree, pero los cristianos le fascinan hasta llegar a arrastrarlo a la
muerte de cruz como Jesús. Anthony Quinn, que encarnó este
personaje, declaraba en una entrevista: “Católico o no, la fe es para mí
esencial... Sin ella no se puede vivir ni trabajar con amor por los demás. Yo
siempre he pensado que Dios es algo que, aunque superior a nosotros mismos, lo
llevamos dentro para poder luchar mejor contra el mal y alcanzar un
conocimiento liberador de la justicia”. En efecto, sin fe es difícil dar un
paso, más aún, parece imposible vivir sin ella. De una forma u otra todo el
mundo cree en algo: unos creen que sí otros creyendo que no.
El segundo signo de Jesús
resucitado es el perdón de los pecados. Saber perdonar no como nosotros
perdonamos sino como Él perdonó. Y es tan escaso el perdón en este mundo que el
que tiene el don de poseerlo puede decir que está viviendo ya una vida nueva.
El perdón es señal de que al menos para Él Cristo sí ha resucitado.
Un tercer signo del Resucitado
en la primitiva Iglesia era la comunicación de bienes, de bienes y de
servicios, claro. Los Hechos nos lo describen así: “Los creyentes...
lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio a nada de lo que tenía...”.
La razón es que los apóstoles daban testimonio de ese modo de la Resurrección
de Cristo con mucho valor. ¿Cómo hemos permitido los cristianos que estos
valores se nos hayan ido de las manos? ¿Cómo es posible que exista en nuestro
mundo tanta desigualdad y miseria, tanta pobreza, soledad, desolación y sangre
si para un cristiano la esencia del evangelio y del mensaje es la fraternidad?
Cuando el Señor nos pide que nos amemos ¿qué tipo de abstracción mental, qué
malabarismos intelectuales y qué diablos somos capaces de hacer para poder
seguir llamándonos cristianos sin amar al prójimo? Todos podemos aportar
siempre algo a los demás, todos. ¡Qué hermosa frase la de aquellos hyppies
que, compartiéndolo todo, trabajando en los oficios más humildes, vivían en una
comuna en unos pisos abandonados a las afueras de Nueva York!: En una de las
paredes se podía leer sobre una especie de caja de caudales: “Deja lo que te
sobre toma lo que necesites”. La resurrección hizo cambiar de modo de
pensar a los apóstoles. A veces es preciso que se muera una persona para
conocerla mejor o echarla más en falta. Lo mismo les pasó a los apóstoles con
Cristo: hasta que no lo echaron en falta no lo conocieron de verdad. La
Resurrección aumentó su fe hasta la plena convicción, sintiéndose limpios,
perdonados de sus faltas y en fraterna comunicación de bienes, que no es lo mismo
que lo que practicamos con nuestras caridades.
También para nosotros debe
notarse que Cristo resucitó, siendo todos unos, pero pensando en los demás,
teniendo un solo corazón, una sola alma... Así y sólo así merece la pena ser y
llamarse cristianos. JM.F.
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