viernes, 6 de abril de 2018

DOMINGO II DE PASCUA. 8-IV-2018 (Jn. 20, 19-31) B

Estamos en tiempo de Resurrección. El Evangelio y la Liturgia vuelven una y otra vez sobre el tema. Hoy se nos recuerda una de las apariciones de Jesús a sus discípulos. Nadie, que sepamos, lo vio resucitar, es decir, nadie lo vio salir glorioso del sepulcro, sin embargo son multitud los testimonios los de quienes lo vieron resucitado. Trabajo le costó a Jesús convencerlos, pero su esfuerzo no fue en balde puesto que ellos se han convertido luego en sus testigos y mártires hasta el fin del mundo. En los juicios, la gran prueba para acusar o defender, son dos o más testigos; en la Resurrección fueron por cientos y hasta dieron su vida por lo que afirmaban. De ello se deducen tres conclusiones por lo menos:

La primera es la importancia de creer; “esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe” (I Jn. 5,3). Creer, lo que se dice creer... todos creemos, hasta los que no tienen fe tienen que creer... aunque sea que no. Dice el Catecismo: ¿Qué es fe? Y responde: Fe es creer lo que no vimos. Jugando con estas palabras Unamuno da otra respuesta en su obra La fe diciendo: “Fe es crear lo que no vemos”. Luego, en “El sentimiento trágico de la vida”, siguiendo a santo Tomás de Aquino, distingue entre creer en y creer a. O sea, creemos al médico, pero creemos en el curandero. De ahí que fe no sólo es creer lo que no vemos sino que, como la define el teólogo Karl Barth en Ensayo de una Dogmática, “fe es fiarse de alguien”,  aquí fiarse de Jesús que nos salvó.

Cuenta André Mauriac, católico francés, que uno de sus maestros empezaba a explicar la asignatura con esta frase de Platón: “Para encontrar la verdad hay que buscarla apasionadamente”. Lo mismo hay que decirle al cristiano sobre la fe. Mucha gente trata de encontrarla buscándola únicamente con la cabeza, discurriendo, razonando, pero hay cosas que nunca lograremos entender si no ponemos a trabajar el corazón. Eliminaríamos esa carga de intelectualismo y racionalismo duro con que queremos adornar la fe: Demuéstreme usted que hay Dios, nos dicen a los curas ciertos agnósticos beligerantes; pero a tal petición sólo cabe una respuesta: demuéstreme usted que no lo hay. Dios no es tanto cuestión de demostrar como de mostrar, es decir, es más cosa de corazón que de cabeza, la fe igual que el amor no se demuestra, se vive. Decía san Agustín: “yo creo porque amo”.

El intelectual corre el riesgo de quedarse al margen o de caminar en dirección opuesta al sentido de la fe. Como cuando cierta anciana de pocas luces pero de mucha fe contestó a quienes la provocaban con la frase de Gagarín, aquel astronauta ruso que después de su viaje espacial en la nave Vostok el 12 de abril de 1961 al regresar a la tierra dijo: “Anduve por el cielo y no vi a Dios por ninguna parte”. La anciana escuchó la frase y contestó sin inmutarse: “Pasó a su lado y no lo conoció”. No hablaba la cabeza, hablaba el corazón, pero su respuesta no podía ser más intelectual.

Si no conocen a Dios ni lo quieren conocer mal lo van a ver. Para aquella anciana Dios estaba allí, y eso no necesitaba ningún tipo de demostración, bastaba abrir los ojos, o mejor dicho, abrir el corazón para reconocerlo. Porque la fe no se demuestra se muestra, aflora, está presente lo mismo que lo está el centro de una circunferencia. Cualquiera acertaría a señalar con una cruz casi el lugar exacto sin que en dicho lugar aparezca señal alguna. Un matemático nos lo diría por medio de la fórmula:
(x-a)2 + (y-b)2=r2, en la que sólo los iniciados verían una circunferencia.

Frecuentemente el que no cree, cuando trata de indagar, lo único que hace es dar vueltas y vueltas a las palabras, dentro del círculo del espacio sin darse cuenta de que Dios y el más allá son invisibles, estando como están en el mismo centro del corazón, de la vida y del Universo. Es lo que dejó escrito en la pared de un gueto de Varsovia aquel judío perseguido por los nazis: “Creo en el sol aunque no lo vea lucir, creo en el amor aunque no lo sienta junto a mí, creo en Dios aunque no se deje ver aquí”.

Fe es fiarse de Dios pero como consecuencia también es fiarse de los demás. Esto es fundamental para la convivencia. Y a veces no sólo no nos fiamos sino que nos burlamos del prójimo tomándolo a chirigota. Cuenta Herbert Cox en su libro La ciudad secular que en una ocasión un circo, que actuaba en Dinamarca, fue presa de las llamas. Inmediatamente el director envió a un payaso, que estaba a punto de salir al escenario, a la cercana aldea a pedir auxilio. Los aldeanos creyendo que era un truco para la publicidad reían sus llamadas de socorro aplaudiendo incluso por lo bien que lo hacía hasta que el fuego se propagó arrasando no sólo el circo sino el bosque donde estaba y parte del pueblo. Tenemos que fiarnos de los demás porque a veces hasta a través de un bufón puede hablar Dios mismo. Dios está aquí, no hay que salir fuera para dar con Él. Santo Tomás necesitó meter la mano en el pecho de Jesús para creer. Estaba cara a cara frente a Él y no lo conoció porque le faltaba amor, saber mirar con amor más que con razonamientos.

Nuestro escritor Palacio Valdés, en su novela La Fe, narra las dudas de un sacerdote que, tratando de convencer a un ateo de nombre Montesinos, este llega a hacerle dudar de la fe a él. Luego la trama hace que el sacerdote termine en la cárcel por una serie de calumnias dándose allí cuenta de que no es la razón, como él pretendía, lo que puede llevar a un agnóstico a la fe. El hombre no puede librarse del dolor y de la muerte a base de razonamientos sino por medio de la fe, esto es, por un conocimiento diferente y superior del que puede proporcionarnos la razón. La novela finaliza con estas palabras sobre el protagonista: “Desde que ese conocimiento iluminó su alma vivió en continua fiesta y alcanzó la felicidad más absoluta”; que es precisamente lo que Cristo trató de dar a sus discípulos: la paz, pero no como la da el mundo. En el Prólogo, rebatiendo a ciertas personas que lo acusaban de anticlerical al hacer dudar de la fe a un sacerdote, Palacio Valdés cita estas hermosas palabras de san Francisco de Sales: “A nadie vi subir con tanta rapidez por el camino de la perfección como a las almas de aquellos que han tenido dudas de fe...”.

“Creer o no creer, esa es la cuestión”, podíamos decir parafraseando a Hamlet. Acabamos de salir de la Semana Santa; algunos años la TV emite películas sobre la vida de Jesús. Una de ellas, Barrabás, de Richard Fleischer (1962), basada en la obra del premio Nobel Pär Largerkvist, describe magistralmente la angustia de los que se debaten entre la duda y la creencia, reflejados en Barrabás, cuya alma termina hundiéndose al final definitivamente en las tinieblas. Barrabás busca la fe desesperadamente. Parece que logra alcanzar y tocar la gracia alguna vez..., pero su mentalidad de rústico es incapaz de reaccionar. Él no cree, pero los cristianos le fascinan hasta llegar a arrastrarlo a la muerte de cruz como Jesús. Anthony Quinn, que encarnó este personaje, declaraba en una entrevista: “Católico o no, la fe es para mí esencial... Sin ella no se puede vivir ni trabajar con amor por los demás. Yo siempre he pensado que Dios es algo que, aunque superior a nosotros mismos, lo llevamos dentro para poder luchar mejor contra el mal y alcanzar un conocimiento liberador de la justicia”. En efecto, sin fe es difícil dar un paso, más aún, parece imposible vivir sin ella. De una forma u otra todo el mundo cree en algo: unos creen que sí otros creyendo que no.

El segundo signo de Jesús resucitado es el perdón de los pecados. Saber perdonar no como nosotros perdonamos sino como Él perdonó. Y es tan escaso el perdón en este mundo que el que tiene el don de poseerlo puede decir que está viviendo ya una vida nueva. El perdón es señal de que al menos para Él Cristo sí ha resucitado.

Un tercer signo del Resucitado en la primitiva Iglesia era la comunicación de bienes, de bienes y de servicios, claro. Los Hechos nos lo describen así: “Los creyentes... lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio a nada de lo que tenía...”. La razón es que los apóstoles daban testimonio de ese modo de la Resurrección de Cristo con mucho valor. ¿Cómo hemos permitido los cristianos que estos valores se nos hayan ido de las manos? ¿Cómo es posible que exista en nuestro mundo tanta desigualdad y miseria, tanta pobreza, soledad, desolación y sangre si para un cristiano la esencia del evangelio y del mensaje es la fraternidad? Cuando el Señor nos pide que nos amemos ¿qué tipo de abstracción mental, qué malabarismos intelectuales y qué diablos somos capaces de hacer para poder seguir llamándonos cristianos sin amar al prójimo? Todos podemos aportar siempre algo a los demás, todos. ¡Qué hermosa frase la de aquellos hyppies que, compartiéndolo todo, trabajando en los oficios más humildes, vivían en una comuna en unos pisos abandonados a las afueras de Nueva York!: En una de las paredes se podía leer sobre una especie de caja de caudales: “Deja lo que te sobre toma lo que necesites”. La resurrección hizo cambiar de modo de pensar a los apóstoles. A veces es preciso que se muera una persona para conocerla mejor o echarla más en falta. Lo mismo les pasó a los apóstoles con Cristo: hasta que no lo echaron en falta no lo conocieron de verdad. La Resurrección aumentó su fe hasta la plena convicción, sintiéndose limpios, perdonados de sus faltas y en fraterna comunicación de bienes, que no es lo mismo que lo que practicamos con nuestras caridades.

También para nosotros debe notarse que Cristo resucitó, siendo todos unos, pero pensando en los demás, teniendo un solo corazón, una sola alma... Así y sólo así merece la pena ser y llamarse cristianos.  JM.F.


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