viernes, 27 de abril de 2018


DOMINGO V DE PASCUA.-29-IV-2018 (Jn. 15, 1-8) B

Se cuenta en la vida de Juan XXIII que, siendo aún nuncio conoció en Los Balcanes a un sacerdote ortodoxo armenio que le dijo un día: “Excelencia, según el Evangelio hay un pecado que Dios no perdona ni en esta ni en la otra vida. Se llama el pecado contra el Espíritu Santo. ¿No se tratará acaso de la desunión de los cristianos?”. Dicen sus biógrafos que aquella pregunta del sacerdote armenio dejó en el alma del Papa una huella que duró toda su vida. “Yo soy la vid, dice Jesús, y vosotros los sarmientos... un sarmiento separado no puede dar fruto por sí mismo”. Desde hace siglos existe desunión entre cristianos, desde hace siglos que no se cumple con lo mandado en el evangelio.

La desunión de los ortodoxos orientales se trató de subsanar desde el principio, y lo logró de momento en el s. XI el Papa Gregorio X y el emperador Miguel VIII el Paleólogo, en el II Concilio de Lyon, el año 1274. En acción de gracias se cantó el Credo en latín, como símbolo de unión. Un dato curioso: asistió el rey Jaime I de Aragón. Depusieron al Patriarca cismático José, sustituyéndolo por un hombre docto y virtuoso, Juan Beccos, pero el arreglo duró muy poco tiempo.

Cuatro siglos más tarde una nueva escisión vino a dividir aún más a los cristianos. Tuvo lugar el año 1500 cuando Martín Lutero se separa de Roma, arrastrando con él a miles de cristianos, llamados hoy protestantes. Juan XXIII trató de restaurar la unión, como otros muchos, salvando diferencias doctrinales pero sobre todo viscerales. Aunque siempre es más lo que nos une que lo que nos separa, por desgracia, y no sabemos por qué, suele prevalecer más lo que nos separa.

Incluso entre las diversas confesiones protestantes hay más diferencia doctrinal en ciertos puntos que entre la Iglesia Católica y Lutero. Inexplicablemente, muchos de ellos se sienten más cerca de Lutero que de la Iglesia. Y eso se hace más incomprensible siendo así que leemos los mismos textos de la Biblia y recitamos el mismo Credo. Jesús dijo: “Que sean uno...”. Unidad en la verdad, diversidad en las formas. Unidad no es lo mismo que unicidad. Unidad consiste en sentir de manera parecida.

La unidad debe empezar desde la base. Aquel Concilio de Lyon fracasó porque el clero y los fieles no aceptaron la unión. Sin embargo dice el refrán: “La unión hace la fuerza”. Así lo entendieron aquellos líderes políticos que gritaban: “Uníos hermanos proletarios”. No lo entienden quienes tratan de crear clases, tribus o autonomías si con ello logran tener por enemigo al vecino, y al que no es de su raza como extranjero. Eso no es hacer cristianismo, eso es preparar el campo para que renazca otra vez la guerra tribal, como sucedía entre los hombres primitivos.

Lo entendió bien el P. Peyton cuando lanzó aquella cruzada de unión de la familia con su mundialmente famoso slogan: “La familia que reza unida permanece unida”. No lo entienden quienes abogan alegremente, por ejemplo, por el divorcio a la primera, por la nulidad o la separación de buenas a primeras; no olvidemos que separar es de algún modo morir o matar. Lo entiende bien la empresa capitalista cuando une mano de obra en el trabajo, porque sabe que el esfuerzo de cuatro más cuatro no se suman sino que se multiplica, multiplicando por lo tanto la producción y el beneficio. Es lo que K. Marx llamó plusvalía. Lo entiende el entrenador de fútbol, o el director de una orquesta cuando sabe conjuntar a sus componentes, unos ni tienen por qué jugar lo mismo y los otros tampoco pueden tocar el mismo instrumento. Se necesita que dentro de la unión cada uno sea independiente, actuando luego de acuerdo, a-cordis, o sea, de cor-azón.

Lo entienden los pueblos que luchan solidariamente unidos contra el enemigo común. Seguramente recordemos la famosa comedia de Lope de Vega Fuenteovejuna, basada en un hecho real. Corría el año 1476. En un pueblo de Córdoba el Comendador Mayor de la Orden de Calatrava don Hernán Pérez de Guzmán ultrajaba el honor de las mujeres y se apoderaba de los bienes del pueblo. Un día los vecinos, cansados de tanto pillaje, se unen, le echan mano, saquean su casa y después de despedazarlo lo arrojan por la ventana al grito de “¡Viva Fernando e Isabel!”. Cuando llega la justicia y tratan de descubrir a los promotores y ejecutores del crimen ya sabemos su respuesta, “todos a una”: -¿Quién mató al comendador? / -Fuenteovejuna lo hizo / -Pero ¿y sí os martirizo...? / Aunque nos matéis, señor...”. ¿Quién mató al Comendador? / -Fuente Ovejuna, señor. / -¿Y quién es Fuente Ovejuna? / -Todos a una...”.

Nosotros estamos con vida mientras el alma permanece unida al cuerpo, según el modo clásico de hablar. Cuando el alma se separa nos morimos y el cuerpo se corrompe y descompone. O sea, cuanta más unión... más vida. “Todo reino dividido perecerá”. Es por lo que también el corazón y la razón deben marchar y actuar unidos, de lo contrario nos dividimos terminando esquizofrénicos. Cuando se vive en la mentira somos dos: el que soy y el que aparento ser. Vivir en la verdad es ser el que se es pues la verdad es el único valor que hace al hombre completamente libre. Cuanto más UNO seamos más nos pareceremos a Dios, que a pesar de ser trino en personas, el amor las unifica haciéndolas UNO en esencia. Si toda la Humanidad practicara esta clase de amor seríamos una común-unidad de verdad.
 El mismo matrimonio está hecho para que dos personas distintas se fundan en una sola, según el precepto divino en el Edén: “Seréis dos en una sola carne”. El amor une, vence y se multiplica. El odio separa, mata y termina vencido de una forma u otra. “Permaneced en el amor... y todo lo que pidáis se os concederá...”, ya que el amor de alguna forma lo consigue todo. No conseguimos más porque no amamos lo suficiente.

Cuando alguien plantea un cambio de estructuras en la Iglesia, una pequeña revolución, muchos creen que se trata de acabar con todo, cuando a menudo lo que se pretende es volver a las raíces, cortar las ramas secas que a pesar de que siempre han estado ahí no dan ya fruto. Hace unos años esa plaga terrible de las vides llamada filoxera atacó a una gran parte de los viñedos del Sur de Europa. La solución fue arrancar todas las viejas cepas enfermas o caducas, y sustituirlas por otras nuevas importadas de América, más resistentes a la plaga. De ese modo los campesinos se vieron libres de la ruina que les amenazaba. Aún hoy se las reconoce como “viñas americanas”. Otro tanto tendríamos que hacer en nuestra Iglesia si no queremos verla agonizar.

Hace años (1977) el escritor José Mª Gironella publicó un libro que levantó cierto revuelo: “El escándalo de Tierra Santa”. En él se pregunta por qué el mundo cristiano, amando a un mismo Jesús, está tan desunido. Causa escándalo que el mismo templo del Santo Sepulcro haya tenido que repartirse entre los armenios, marionitas, sirios, coptos, ortodoxos griegos y católicos. Por otra parte, si empezamos a contar las sectas protestantes más conocidas quedaríamos asombrados de las profundas divisiones, a veces por cosas mínimas, entre los mil millones de seguidores de Cristo. Ciertamente hay un sólo Pastor, pero hay más de 250 rebaños. Y ser cristiano es estar, sobre todo, unido, a los demás y en Cristo.

Hubo y hay muchos conatos de acercamiento que trataron y tratan de armonizar dogmas, ritos o derechos, pero lo que sobra de protagonismo se echa en falta de espíritu. Tendremos que seguir insistiendo. “Dios siempre busca un camino para llegar al corazón más obstinado” escribió el filósofo francés Manuel Mounier, un escritor cristiano que murió agotado a los 45 años en 1950 buscando el denominador común de la fe cristiana para que los hombres se entendieran mediante una revolución de la persona y de la comunidad, capaz de acabar con la miseria de los pobres y con lo que él llamaba “el desorden implantado”. Sólo el cristianismo es capaz de hacer tal gesto, con tal de que sea un cristianismo auténtico que se deje de palabrerías y que vaya al grano.

M. Mounier aún tenía fe en que un cristiano unido a Cristo sería capaz de cambiar el mundo. “Pero entonces, y son sus palabras, que despliegue velas sobre el mástil, y zarpando del puerto donde está vegetando, que enfile hacia la estrella más lejana sin cuidarse de la noche que lo envuelve” (I 56). “Los más prehistóricos animales que se refugiaron en el rincón tranquilo de una concha no llegaron más que a ser moluscos, centollos y percebes. En cambio el pez que se arriesgó y corrió la aventura de desplazarse por las aguas con la piel desnuda, abrió un camino que desembocó en el homo sapiens” (III. 460, 511). Es necesario luchar contra corriente, unidos por el amor para vencer el odio y la miseria de este mundo.

Para ello tenemos que unir mano con mano contra el desamor y el desamparo, contra la injusticia y la pobreza, recordando aquel hermoso dicho que nunca deberíamos cansarnos de repetir y practicar: “Si todos nos diéramos de verdad la mano no habría ninguna pidiendo”.

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