viernes, 13 de abril de 2018


DOMINGO III DE PASCUA.  15-IV-2018 (Lc. 24, 25-48) B
  
Cuando estudiábamos el bachiller el profesor de lengua se esforzaba en explicarnos, entre otras cosas, las llamadas oraciones compuestas (hoy las denominan proposiciones, en vez de oraciones, como si hasta este mismo vocablo, oración, con resonancias religiosas, molestara). Se dividían en yuxtapuestas, coordinadas y subordinadas. Las más complicadas eran las subordinadas, pues para dar con el sentido de las mismas era preciso encontrar la oración principal, y dentro de ella buscar un verbo, en indicativo, en torno al cual giraba todo el párrafo. “El verbo, o predicado verbal, es el que le da sentido a una oración” nos repetía el profesor.

Lo mismo sucede en nuestra vida. Todo es yuxtapuesto o circunstancial, causal o temporal... pero todo cobra sentido si encontramos el Verbo divino en la oración principal, que no es otra que: “Cristo resucitó”. El Evangelio define al apóstol como aquel “que vio al resucitado”, “aquel que es capaz de testificar con su vida lo que ha visto”, (¿qué otra cosa se puede dar por la Vida sino es la vida misma?). Por eso Jesús quiso dejar bien claro desde el primer momento la verdad de su Resurrección cerrando toda fisura al titubeo y a la incertidumbre: “¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón? Entonces les abrió el entendimiento...”. ¿A quién no le asalta la duda cuando menos lo espera? No entendemos por qué Dios actúa de una manera determinada y es Él quien tiene que estar abriéndonos el entendimiento a cada instante ante ciertos hechos inesperados o contradictorios que se nos presentan en la vida.

Nos sucede lo que narra una leyenda de tiempos de Jesús: Iba Él y sus discípulos por los caminos polvorientos de Samaria con la garganta reseca por la sed. En esto vieron a una mujer que se acercaba con un cántaro de agua y Jesús le suplicó al pasar:
-Mujer, danos de beber...
Ella no se detuvo siquiera respondiendo con desenfado:
 -Tengo prisa, tenéis el pozo ahí bien cerca...
Jesús le sonrió y le dijo:
-De todas formas, gracias por todo, mujer, y que Dios te dé un buen marido...
Siguieron caminando y se encontraron al poco rato con otra que venía también con su cántaro de agua.
-“Danos un poco de agua, mujer..., le susurró Jesús.
Ella se detuvo y les ofreció agua fresca del cántaro. Cuando acabaron de saciar su sed Jesús le dijo:
-Gracias mujer, y que Dios te dé un mal marido”.
Los discípulos creyeron oír mal, más luego percatados de las palabras de Jesús le preguntaron:
-Maestro ¿por qué a la mujer que nos negó el agua le deseaste un buen marido y en cambio a esta que fue tan generosa uno malo?
Jesús mirándolos fijamente dijo:
-”Para que haya más igualdad en este mundo, porque si una mujer mala tiene que cargar con un mal marido ¿os imagináis el infierno de aquel hogar? Así estando un poco repartido malos con buenos todos podrán llevar mejor la carga”.
Es una parábola, desde luego, pero indica un poco cómo hace Dios las cosas mirando siempre nuestro bien, el bien de todos aunque nosotros no entendamos el por qué. La leyenda la compuso el pueblo porque el pueblo a veces sabe ver y descubrir mejor que nadie los misteriosos caminos del Señor. Es otra versión del refrán: “Dios escribe derecho con renglones torcidos”. “Entonces les abrió el entendimiento...”, dice el Evangelio. La injusticia, la desgracia, la muerte y el dolor son difíciles de entender cuando creemos en un Dios Padre que nos ama. Necesitamos alguna explicación de vez en cuando y sobre todo poner a funcionar nuestra fe.

Ante Jesús resucitado, además de la duda, surge también el miedo: “Creían ver un fantasma...”. Aunque algo deja entrever el Evangelio habría que conocer mejor cómo reaccionó el pueblo cuando vio resucitada a la hija de Jairo, al hijo de la viuda de Naín, a Tabita, a Eutico y sobre todo a Lázaro. Posiblemente para toda aquella gente de buena fe sin duda, fue una reacción de estupor, de desasosiego y de cierto miedo, creyendo ver fantasmas. Al hombre de fe le tuvo que provocar alegría y emoción traducida en gozosa risa, como apunta Eugenio O´Neill en su obra, “Lázaro ríe”. En ella Lázaro niega que la muerte exista, después de haberla experimentado. Como diría Heine: “Lo que me hace estremecer es morir, no la muerte, esta no sé si existe; la muerte es la última superstición”.

El Lázaro de O´Neill invita a todos los hombres a reír porque como dijo Milán Kundera al recibir el Premio Jerusalén en 1985, citando un refrán judío; “El hombre piensa, y Dios ríe”. Dios se ríe... precisamente de lo que el hombre piensa. “No hay muerte, dice Lázaro, hay que reír, porque desde ahora la muerte ya no existe”. Será por eso acaso por lo que el hombre es el único animal que ríe, porque la risa es símbolo de inmortalidad. También Dante en La Divina Comedia se imagina el cielo como un lugar donde todo el mundo sonríe. Ello sólo es efecto de la fe. Si algo pide el Evangelio a los creyentes para encontrar la felicidad, el gozo y la sonrisa es que creamos. Y tan importante es la fe que a quienes siguen una religión no se les llama ni amantes, ni esperantes, ni santificados, ni redentos sino... creyentes. Se dice que hoy está la fe en crisis. No es la fe, son otros valores como la libertad, la honradez, la fraternidad, la igualdad o mejor acaso su misma práctica, pues a pesar de militar bajo dichas banderas luego en la práctica nos molesta que el prójimo sea libre, tratamos de imponer nuestro criterio a todo el mundo, mentimos desaforadamente, no somos solidarios ni caritativos con quien nos necesita, etc. todo esto es lo que hace tan peligroso vivir en este mundo entre hombres de fe.

Y si alguno se atreve a pedir libertad para actuar, igualdad para hacer valer sus derechos, veracidad para poder decir lo que siente o fraternidad para poder confiar en los demás (una palabra de honor les bastaba a los antiguos) lo tienen por visionario, creen ver fantasmas o terminan crucificándolo a su manera. Desesperados, hemos perdido la fe en la fe, el amor al amor. Sin embargo no podemos conformarnos con puras lamentaciones. Tenemos que volver a recobrar la fe, volver al convencimiento de que la verdad es lo único que de verdad es rentable y que la justicia es la primera frontera que hay que levantar para poner freno a la ambición. La fe ciega, en la técnica y en el progreso como si estuviera ahí la panacea, nos impide ver con claridad.

En una preciosa obra del novelista francés Joseph Malègue: “Agustín, o el Maestro está ahí”, plantea ese doble conflicto entre la fe y la razón: un matemático, Largilier, sacrifica su vida y su legítima sed de saber. A cambio el divino Maestro le da la sabiduría y todo lo demás “por añadidura”. En cambio el protagonista, Agustín Meriddier prefiere la Ley y los mandamientos no encontrando la paz hasta la “hora undécima” cuando, como a tantos otros, un viajero misterioso con quien empareja por el camino le pide: “Quédate conmigo... porque se hace tarde y el sol va ya de caída”. Decía Pascal que para quien busca la fe la verdad está bastante clara en las Sagradas Escrituras, pero demasiado oscura para quienes desconfían de encontrarla. Sólo la fe, fe en la fe, nos puede abrir el camino, a pesar de todas las incertidumbres que asalten nuestra certidumbre. Porque el que pretenda acercarse a Dios por el camino de la justicia, es decir quien pretenda salvarse o justificarse echando mano a la justicia, (“Dios tiene que salvarme porque yo no hago mal a nadie”), no ha entendido nada del amor de Dios.

Incluso cabría preguntar si habrá aquí en el mundo una justicia justa, ahora que hay tanto problema con jueces y magistrados. En nombre de la justicia se comenten las mayores injusticias, guerras espantosas, y crímenes horrendos. Es el pan de cada día ¿Qué solución tenemos? Jesús nos muestra su camino: dejarse de palabrerías y de grandilocuentes discursos que hablan de libertad, fraternidad, e igualdad pero que luego no se traducen en compromisos y gestos. A menudo las más grandes palabras suelen quedar en nada. Como dijo no sé quién: “Lo bueno no está en lo grande sino que lo grande está en lo bueno”. Cuando Jesús se aparece a los apóstoles estos creían ver un fantasma, que sus palabras era el susurro del viento en la ventana... Y sin embargo era Él, la misma Palabra hecha carne, y que ahora es carne resucitada, hecha palabra. “Tocad, palpad..., los fantasmas no tienen carne y hueso”. Aquí Jesús invita a sus discípulos, como en su día invitó a Tomás a tocarle y a meter la mano en su costado para conocer la verdad y la vida. La verdad fue su muerte, la vida su resurrección, “la resurrección de la carne”, dice el Credo. Un cristiano debe predicar con su vida esta verdad: que Cristo está vivo y que sigue entre nosotros.

Cuando las mujeres fueron al sepulcro les dijo el ángel: “¿Buscáis a Jesús Nazareno? No está aquí, resucitó”. Nosotros en cambio cantamos en un viejo himno eucarístico: “Dios está aquí, venid, adoradores, adoremos...”. Dios no está ya en el sepulcro vacío de las palabras huecas. Dios está aquí, en la palabra viva del “amor de los amores”. Por eso recomienda a los apóstoles que sean los testigos fieles, fidedignos, de su resurrección llevando esta buena nueva hasta el fin del mudo.

Al terminar la Misa también se nos dice: “Podéis ir en paz”, es decir, id por el mundo siendo testigos de que Cristo resucitó y está entre nosotros. Ese deberá ser el Verbo principal de la oración de nuestra vida, porque entonces nuestras dudas se disiparán, desaparecerán los fantasmas y los miedos, y sobre todo se nos devolverá la alegría y la sonrisa, esa divina risa de Lázaro que sale del sepulcro y que, desde que vio a Jesús, no sabe otra cosa que reír, consciente como es ya, de que no morirá jamás.  JM.F.

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