DOMINGO
XIII 1-VII-2018 (Mc. 5, 21-43) B
“¿ La niña no está muerta, está dormida”. Se reían de él. Pero Jesús los echó
fuera a todos... entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: “Talitha qumi” (que significa: contigo
hablo, niña, levántate). La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar. (Mc. 5, 21....)
La vida es un milagro. Saber cómo un buen día apareció sobre la tierra
este rebullir de sentimientos, pasiones e ideales que es el hombre es un
misterio. Los científicos tratan de explicarlo de mil modos, aducen argumentos,
lanzan hipótesis... pero la incógnita sigue en pie. Más aún, en 1858, un
investigador francés de todos conocido,
Luis Pasteur, publicó una Memoria... sobre la generación espontánea, en la
que decía: “...gases, electricidad,
magnetismo, ozono..., cosas conocidas y ocultas, nada hay en el aire que,
exceptuando los gérmenes que se contienen en él, sea una condición de vida”. Fue
sin duda un gran paso en la ciencia, pues se llegaba a la conclusión de que la
materia por sí misma, abandonada a sus posibilidades, no puede producir la vida
en lo que a nosotros hasta ahora se nos alcanza, y de que esta viene siempre de afuera. Con esta
conclusión a la vista ¿qué pensar de aquel magma atómico, pasterizado a
millones de grados de temperatura hace 20.000 millones de años, que era el
Universo? Aún hoy sigue siendo un misterio saber cómo pudo surgir de allí la
vida ¿Por arte de qué o de quién?, ¿Por generación espontánea? Parece ser que
no. Porque la vida viene de la vida, y de la Vida con mayúscula, añadiríamos
nosotros.
Decíamos que la vida es un misterio, pero la muerte es un problema que
a menudo ni queremos solucionar ni siquiera intentamos plantear dejándolo todo
a la improvisación, y así se muere tanta gente de manera tan estúpida. A veces
tratamos de quitarle importancia a ese momento crucial de nuestra existencia
como hicieron los estoicos, aquellos
filósofos griegos que enseñaban la total indiferencia ante el placer y ante el
dolor, ante la vida y la
muerte. Cicerón
escribía: “Salgo de la vida no como de mi
propia casa sino como de una posada”. “Una
mala noche en una mala posada”, diría siglos después santa Teresa. Cervantes
está más cerca de la realidad evangélica cuando afirma: “La figura de la muerte, en cualquier traje que venga, siempre es
espantosa”. Y digo que está más cerca del Evangelio porque el mismo Cristo
tuvo miedo a la muerte cuando le pide a Dios entre sudores de sangre y
angustias infinitas, “pase de mí este
cáliz”. Y eso que era Dios, el Señor de la vida y de la muerte, lo que
demostró palpablemente con los tres milagros de tres resurrecciones a lo largo
de su vida: la del hijo de la viuda de
Naín, la de su amigo Lázaro, y
la que hoy nos narra el evangelio, la hija de Jairo. Fue el único capaz de devolver la vida.
¡Cuántas veces hemos dicho que la vida es un sueño! Desde la famosa
obra de Calderón de la Barca miles
de veces se habrá repetido este lugar común: la vida es sueño. Jesús
en cambio hoy nos viene a recordar todo lo contrario, es decir, que lo que en
realidad es un sueño es la propia muerte: “La
niña no está muerta está dormida”. Lo mismo dijo a sus discípulos cuando le
dan la noticia de la muerte de su amigo Lázaro:
“nuestro amigo duerme... voy a
despertarle. Los discípulos le dicen: Si duerme ya despertará. Pero Jesús
hablaba de la muerte...” (Jn. 11, 12). Y este sueño de la muerte fue el que
atormentó toda su vida a don Miguel de
Unamuno cuando escribía entre la fe esperanzada y la desesperación
confiada: “Triste consuelo si al morir
morimos del todo...”, en cambio “hermosa
idea si esperamos otra vida tras la muerte”. Porque entonces para el que no
tiene fe morir “sería como dormirse para
siempre... En cambio ¿por qué buscamos dormirnos con tanta ansia? Porque
esperamos despertar. Sin embargo intenta una noche imaginarte fuertemente que
no has de despertar jamás, y te darás cuenta en qué se convierte tu sueño y lo
que es el horror, a poca imaginación que tengas... Debe de ser tremendo sentir
el invasor sueño de la muerte y luchar por resistirlo, sentir que se nos
cierran los ojos y obstinarnos en mantenerlos aún abiertos...”. Pero esta
consideración unamuniana es más bien para aquellos que no tienen fe y se
aferran desesperadamente a los últimos jirones de la vida.
“Morir sólo es morir, morir se
acaba”, dice en un poema Martín
Descalzo. Morir para un cristiano es ante todo despertar, puesto que la
vida es la que es sueño, morir es salir, abrir nuestros ojos a una nueva vida,
-resurrección y vida es el Señor- y en eso está el quid de toda nuestra fe, y
eso es lo que vienen a corroborar los milagros, que no son más que signos, no
magia ni prestidigitación. Jesús no
sólo decía palabras vacías, hacía con ellas el bien, predicaba y daba trigo, es decir, multiplicaba los panes y los
peces, curaba y resucitaba. Dice Goethe
que “el milagro es el hijo predilecto de
la fe”. Y no le falta razón, pues el milagro no viene a clarificar nada
sino a glorificar, a edificar y a dar respuesta a nuestra confianza en Dios.
En el Evangelio no se describen los milagros, se admiran, del milagro
el Evangelio nunca hace el panegírico, ni el diagnóstico médico ni se exigen
pruebas periciales que corroboren si la curación fue así o de otra forma sino
que sólo narra qué y cuánta fe lo acompañó. Aún hoy algunos milagros (basta
recordar Lourdes o Fátima) no tienen explicación racional
médica. No la tienen, lo que no quiere decir que algún día la tengan, hoy no. Y
es entonces cuando se echa mano del misterio como se hizo siempre. Incluso en
nuestro lenguaje a la hora de describir el resurgir espectacular de algunas realidades
mundanas acudimos al misterio, y la palabra que empleamos más frecuentemente a
la hora de ciertas manifestaciones fuera de lo normal, es la de milagro: milagro económico, milagro industrial,
milagro médico, milagro de la
técnica... O cuando una persona sale ilesa de un accidente
solemos exclamar: “Se salvó de milagro”, “Volvió a nacer”, es decir,
como si se hablara de resurrección. Tendríamos que ver cómo interpretarán
nuestras palabras dentro de otros dos mil años. No podemos ni debemos ser muy
exigentes con los sencillos relatos evangélicos a la hora de tratar de explicar
estos milagros por más que estén respaldados por la autoridad de Dios. Los
evangelistas no trataron de escribir un protocolo histórico, ni un dossier
científico, ni siquiera una historia real tal como hoy se entiende la historia. Los
evangelistas nos cuentan simple y llanamente unas anécdotas sobre lo que le sucedió al Señor sin más comentario.
Porque incluso con ser tan sorprendente la resurrección que hoy nos narra san Marcos, es curioso que ni san Lucas ni san Juan la recojan. En La obra de Jardiel Poncela “La tournée de Dios”, después de aparecer Dios en la figura de un
sencillo hombre que sale de un olivar al ser entrevistado dice: “He conocido a los primeros reporteros de
la Tierra y no eran superiores a vosotros en exactitud, créeme... Al decir que
he conocido a los primeros reporteros de la Tierra me refiero a los “evangelistas”.
Y agregó: “Todos vieron los Hechos de mi
Hijo con sus propios ojos. Todos fueron testigos presenciales de la Catástrofe
y sin embargo cada cual contó las cosa de modo diferente... Sé de sobra lo que
es un reportero”. Filóstrato
(170-144) nos cuenta en la vida de
Apolonio de Tiara, entre otros milagros, la resurrección a las puertas de
Roma, de una joven desposada. ¿Tuvo delante los milagros de los Evangelios?
¿Pretendía con su narración desacreditar la fe cristiana fundada en estos
signos? Es probable y así se interpretó a partir de su publicación, pero entre
sus "milagros" y la fe con la que se les rodea y los milagros del Evangelio no hay
comparación posible. Miguel de Unamuno
pedía a Dios en una de sus súplicas “sed
de vida verdadera... ¡que viva en ti, Señor, y no en las cabezas de los hombres
que terminarán reducidas a polvo...!”. Porque “Dios está más cerca y más adentro que el alma misma, Y cuanto más
vivas en Dios más vivirás en ti, y perdiéndote en Él te encontrarás...” y
lo encontrarás a Él también en ti.
Todos esperamos una resurrección, un renacer de nuevo como el de Iván Illich, el personaje de la novela
de Tostoy, que olvidando su ansiedad
egoísta y después de una crisis final, despierta tratando de aliviar el dolor
de los demás con un nuevo sentimiento en su corazón. “La muerte se ha acabado, se ha acabado” exclama. Y expira
sonriendo. Lo único que explica esta actitud es la fe en la resurrección,
porque la solidaridad humana, la aniquilación del yo egoísta en aras del amor y
de la caridad son las únicas verdades que pueden explicar la vida del hombre y
su final.
Todos debemos esperar y pedir al Jesús
del Evangelio, que ese cadáver interior de nuestra fe muerta, de nuestro
enterrado amor, de ese cristianismo dormido en el sepulcro de la indiferencia,
escuche ya y de una vez esa su voz que grita el “thalita kumi” de la vida, el “levántate
y anda” de la acción y de la gracia. JM.F