DOMINGO XX 19-VIII-2018 (Jn. 6, 51-59) B
En 1974 se publicó la odisea de 40 pasajeros y 5 tripulantes que habían
desaparecido a bordo de un turborreactor un 13 de octubre de 1972 en lo más
espeso e intrincado de la Cordillera de los Alpes a 3.500 m. de altura, cuando
se dirigía de Montevideo a Santiago de Chile. Perecieron casi todos: ocho
quedaron sepultados bajo un alud de nieve, tres murieron enseguida a
consecuencia de heridas graves y a causa del hambre. Para colmo de males, y
tras largos días de espera, escuchan en un transistor que la búsqueda del avión
desaparecido que se estaba llevando a cabo durante varios días, se había
abandonado por infructuosa, suponían que no había supervivientes. De las 40
personas quedaban con vida 16 las cuales, forzadas por la necesidad, hasta se
vieron obligadas a comer la carne de sus propios compañeros muertos que yacían
entre la nieve. El día 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada, dos de ellos se deciden a salir en busca de ayuda. Y el
día 10, después de rezar el rosario, emprenden el viaje teniendo que superar
alturas de 5.000 m. y temperaturas de -40º (bajo cero). Después de andar doce
días al fin vieron en el valle unas vacas y a un rústico que los recoge.
¡Estaban salvados! El libro titulado “¡Viven”'
(a los 8 meses de salir llevaba 32 ediciones), se abre con una cita evangélica:
“Nadie tiene más amor que aquel que da la
vida por sus amigos”.
Alimentarse con la carne de sus compañeros, vivir unidos para sobrevivir,
arriesgarse a una muerte casi segura por salvar a sus compañeros, creó en el
grupo una mística, unos lazos espirituales, una relación interpersonal tan grande que cuando el autor Piers Paul Read les presentó el
original para corregir, quedaron desilusionados porque, según decían todos: “el libro no reflejaba ni por asomo la
camaradería, el sentimiento de fraternidad que había reinado en el grupo de
supervivientes durante aquellos 70 tremendos días”.
Pues bien, leyendo el libro, uno se imagina inconscientemente que los
hombres de este planeta somos también un grupo de supervivientes de una lejana
y desconocida catástrofe universal, producto de algún extraño artefacto que se
estrelló cualquier mal amanecer contra el Paraíso Terrenal en los albores de la
Historia, y nos dejó allí desamparados, indefensos, solos, desbastecidos,
hambrientos de todo, con un poco de bagaje solamente de fe y esperanza, algo
menos de caridad. Viendo cómo va el mundo a veces uno piensa que vivir sobre
este planeta ya no es vivir es “sobrevivir” (al menos para gran parte de la
humanidad), y este sobrevivir es a fuerza de una lucha a muerte contra la
pobreza, el hambre, el paro, la vejez, el frío, la soledad, la enfermedad, el
desamparo, el desamor de sus habitantes..., sin embargo en esto ya no nos
parecemos a los supervivientes de los Andes. Todos nos necesitamos, de
cualquiera podemos precisar ayuda en cualquier momento y sin embargo no sólo no
nos ayudamos sino que nos desconocemos, nos desimportamos aterradoramente y
hasta hemos llegado a eliminarnos de mil formas...Y esta segunda catástrofe es
bastante peor que la primera.
¿Por qué sobrevivieron en los Andes? Pues tan solo porque se ayudaron
mutuamente, porque dos de ellos se arriesgaron jugando su vida por los otros,
incluso porque la carne de los que habían perecido les había servido de
alimento. “Nadie tiene más amor que el
que da la vida (aquí dieron su propia carne) por sus amigos”. Y esta es la
historia de Cristo, el cual, en medio de tanta soledad y miseria se hace
náufrago voluntario entre nosotros, nos alimenta con su misma carne, se
arriesga y pierde su vida en la empresa para darnos vida, vida más abundante y
vida eterna. Si ellos sobrevivieron gracias a que supieron cogerse de la mano
unos a otros, nosotros, si queremos sobrevivir, será únicamente estrechándonos
la mano, confiando en los demás y en Dios, y sobre todo alimentándonos de su
palabra, con su cuerpo y con su sangre, con su pan, ¡pan pan...! “no como el de vuestros padres que lo
comieron (en el desierto) y murieron,
el que come este pan vivirá, sobrevivirá para siempre”. Todos queremos,
vivir y sin embargo el hombre, sabiendo que para ello necesita del prójimo
perentoriamente, no cesa de matar, de hacer la guerra y hasta de quitarse la
vida o arriesgarla así a lo tonto, como sucede estos días con los accidentes de
tráfico.
Ciertamente, la vida es muerte, cruz y sacrificio. Dicen los entendidos
que en chino la palabra muerte se pronuncia igual que el numeral cuatro, y tratan de explicar la razón:
porque cuatro son los mares celestes
en su Cosmología y cuatro son los
puntos cardinales que hacen de frontera entre la vida y la muerte. El escritor
y periodista Curcio Bonaparte, que
viajó a menudo por China, y había oído muchas veces esta interpretación, cuando
moría se dio cuenta de que señalando con la mano los cuatro puntos cardinales
dibujaba en el cielo una cruz, bajo la cual camina y vive la Humanidad entera;
pero que, según la interpretación cristiana, una vez sacralizada, ya que en ella
nos redimió el Señor, es la cruz que nos
señala el camino para la Vida eterna.
- “¿Es verdad lo que dice la
Religión..., que resucitaremos un día de
entre los muertos y nos volveremos a ver todos, incluso que volveremos a ver a
Aliosha?
- “Sí, responde Karamazov
entre risueño y entusiasmado, es verdad que resucitaremos, y que nos volveremos
a ver todos, y que, radiantes de alegría, nos contaremos unos a otros, de nuevo
todo lo sucedido”.
- “Pues ahora venid todos y
estrechemos nuestras manos”. Luego
exclamó entusiasmado entre los muchachos:
-”¡Vayamos así..., eternamente
así..., toda la vida de la mano! ¡Viva Karamázov!”.
De esta forma tan hermosa y tan teológica termina una de las más grandes
novelas que se han escrito en la Historia de la Literatura universal. Todos de
la mano celebrando la fraternidad universal. Esa sería la única solución para
la supervivencia de los hombres perdidos en el roto fuselaje de este avión
derribado en plena selva que es el mundo. Pero esa fraternidad, ese amor de
unos a otros, también se alimenta con la carne de un hermano, con el cuerpo de
Cristo que dio su vida por nosotros, para servirnos de alimento en el desierto
árido y hostil de nuestra vida, y para servirnos de ejemplo en esa entrega
personal en el rescate y ayuda fraternal a los demás. Hay que darse, dejarse comer vivo a veces, para
servir a los demás.
“Si el grano de trigo no muere
queda infecundo, pero si muere da mucho fruto”, así reza el lema con que Dostoiesvski
abre la novela. Morir por los demás, ser trigo molido para alimentar a mi
prójimo es preparar el Banquete de la Eucaristía como Dios manda y quiere. Es
una doctrina dura, que choca frontalmente contra los criterios de nuestro
moderno espíritu egoísta e insolidario; pero esa es la Filosofía de Cristo, y
hasta el presente la única válida para sobrevivir; y con todo ya vemos, apenas
se la conoce, menos aún se la cultiva, y hasta para muchos que se llaman
cristianos se podría decir que aún no la han estrenado. Vivimos en un mundo en
el que no hay caridad, y si la hay no se practica, y si se practica no se nota.
Que el odio nos lleva a la autodestrucción, no necesita que nadie nos lo
demuestre. Sólo Cristo tiene palabras de vida eterna. “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. El que coma
este pan vivirá para siempre”. Palabra y Eucaristía, es decir, amar, amor,
y “sólo el amor nos salvará” no lo
olvidemos nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario