viernes, 24 de agosto de 2018


DOMINGO XXI- 26-VIII-2018 (Jn. 6, 61-70) B

 Por medio del evangelio de hoy Jesús nos invita, en ese marco del Sermón eucarístico que venimos comentado domingo tras domingo, a que le creamos y no nos escandalicemos de sus palabras, como hicieron algunos de sus discípulos. Por eso Jesús corta la discusión que había surgido a propósito de la frase “dar a comer la carne del Hijo del hombre...” con aquellas palabras reveladoras: “El espíritu es el que da la vida, la carne sola de nada aprovecha”. Ya Juan lo deja claro al principio de su evangelio cuando dice: “los que creen en su nombre, los cuales no nacen ni de la voluntad del hombre ni de la carne sino de la voluntad de Dios...”.

Los hombres somos muy dados a la carne y a la letra olvidando que “el espíritu es el que da la vida, la letra mata” y la “carne es triste” que dijo Mallarmé. Desgraciadamente todo lo queremos arreglar con disposiciones legales y con normas en vez de echar mano del amor y de la fraternidad. Así cuando conducimos y nos encontramos con un stop, como en ello sólo vemos una ley, no nos importa quebrantarla si sabemos que no nos van a sancionar. Eso no ocurriría si funcionara el amor: “No quebranto esta norma porque puedo hacer daño a mi prójimo y mi fe me dice que debo amarle como a mí mismo”.

Pero cumplir así, por amor, lleva consigo mucha fe y la fe cada día es más escasa, y la que hay se hace cada vez más conflictiva en nuestra sociedad.  Muchos creen que creen y que quieren creer pero no creen, pues no actúan de acuerdo con la fe. Otra cosa sería hablar de su dificultad. Miguel de Unamuno, ese escritor que quería buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, definía la fe como: “Querer creer”, no creer que creemos, ni creer que queremos creer, sino querer creer con voluntad sincera y sin cambalaches. Únicamente bajo ese prisma de la fe tiene sentido la frase de Jesús: “Las palabras que os he dicho son espíritu y vida”. Materializamos demasiado las palabras, los acontecimientos. los hechos, y olvidamos el espíritu.
Alexis Carrel, Premio Nobel de Medicina en 1912, ataca en su obra “La incógnita del hombre” el materialismo que trata de prescindir de esa “cuarta dimensión” que trasciende la materia individualizando al hombre. “No somos sólo una especie, somos ante todo individuos, y esto es lo que está marcado y definido por el espíritu. Y hasta tal punto somos individuos distintos unos de otros que el cuerpo rechaza un injerto de otro. El 91 % del fracaso de la medicina de hoy es que ya no ve al enfermo como individuo, como fulano de tal distinto de los demás sino que ve únicamente enfermedades, la especie enferma. De ese modo la ciencia nos embrutece, nos aleja, nos pierde, nos involuciona... (y termina diciendo) sólo nos salvará el espíritu”.
El día 3 de agosto de 1914, declarada ya la guerra entre Alemania y Rusia, se celebraba en la Universidad de Berlín el día de su fundador: Federico Guillermo. Todavía hoy se recuerdan las palabras que con tal motivo pronunció el profesor y científico Max Planck: “El hombre necesita una respuesta a la pregunta más importante y más incesantemente replanteada durante toda su vida: ¿Cómo debo comportarme? No encuentra respuesta total ni en el “determinismo” ni en la “casualidad” ni siquiera en la ciencia pura; solamente la hallará en su personal orientación moral.  Conciencia y fidelidad son las guías que le muestran el camino recto no sólo de la ciencia sino, más aún, de la vida...”. Un párrafo que Jesús resume en una frase: “Mis palabras son espíritu y vida.

Otro científico, el paleontólogo y jesuita Teilhard de Chardín, nos recuerda de igual modo que lo sobrenatural es un fermento imprescindible para transformar la naturaleza, aunque sin prescindir de la materia que ésta le ofrece. “El mismo error es creer en un materialismo sin espíritu (decía Alexis Carrel) que en un espíritu sin materia” y esto a pesar de los fallos de la materia.  De ahí que ello hiciera exclamar a Teilhard: “Tú, Señor, por quien brilla siempre en mí el espíritu, para que no olvide que sólo Tú debes ser buscado a través de todo, Tú me envías los desprecios, el dolor... más que una simple unión es una transformación lo que tratas de ofrecerme”.
De todo ello es la Eucaristía el mejor símbolo: el trigo se rompe, se moltura, se tritura, se transforma y al fin se parte pero en él está Cristo.  Y así también nuestro cuerpo, como la leña consumida por el fuego se transforma en luz y calor, toda nuestra vida debería ser como una gran eucaristía: preparándonos para ser pan y de ese modo poder luego recibir a Cristo en una auténtica consagración: “El espíritu es el que vivifica, la carne de nada aprovecha”.

En la biografía del citado Teilhard se cuenta que el día 6 de agosto de 1923 recorría el desierto asiático de Ordos, en el interior de Mongolia sin poder celebrar misa. Entonces tomó la pluma y compuso el Himno al Universo. Una parte la tituló: La misa sobre el mundo. En ella Teilhard ofrece a Dios en el altar de la tierra el trabajo, el sufrimiento del mundo.  Cuando Cristo desciende sacramentalmente a cada uno de sus fieles no lo hace sólo para encerrarse en su pecho, y cuando el sacerdote dice: “Esto es mi cuerpo” la palabra desborda el trozo de pan... y la materia toda, experimenta una lenta e irresistible gran consagración. Igual que el pan que yo como se destruye, una Misa sería incompleta si mi cuerpo no quedase consagrado de algún modo por la materia quedando ella al mismo tiempo vivificada “El espíritu es que vivifica, la carne, la materia, de nada aprovecha”.
Pretendemos construir un mundo prescindiendo del espíritu, como si en él sólo contara la materia y sin embargo si algo es el hombre es espíritu, capaz de amar, reflexionar, decidir... El espíritu del hombre sería incluso capaz de transformar la materia.  Materializar el espíritu es matarlo.  Con frecuencia nuestros ritos religiosos, nuestras funciones religiosas, nuestros sacramentos adolecen de falta de espíritu.  Las llevamos a cabo sin emoción, sin vibrato, sin duende.

En un libro, “El nuevo rostro de Dios” (1989), del teólogo seglar Miret Magdalena, ya se lamenta de esto mismo: “La liturgia de los primeros cristianos era un juego lleno de fuerza y majestad. ¿En qué han quedado hoy esa vivacidad y esa energía elevadora? La mayor parte de las veces en cursilería y horterada, porque la experiencia profunda ha sido sustituida por expresiones superficiales, sin hondura y sin belleza. Por eso hoy a nadie, medianamente sensible, pueden interesarle nuestras misas...”. Es decir, nos falta espíritu. Claro que no debemos confundir emoción con espíritu, emoción con religiosidad. Un buen concierto, una marcha militar, una escenificación teatral, un buen film pueden despertar en cada uno de nosotros una profunda emoción.  Si el desfile o el concierto o la película tienen una temática religiosa no por eso se le puede llamar religiosa a la emoción que despiertan, puede tratarse de una simple emoción estética.
Cuando en la noche del 15 de julio los valles de Cangas del Narcea retumban debido a la famosa “descarga” en honor de Ntra.  Sra. del Carmen algunos cangueses que viven lejos de su pueblo la escuchan por teléfono y al oírla llegan hasta a llorar de emoción. Es una mezcla de añoranza, de recuerdo evocador, de nostalgia pero no sé hasta qué punto se puede llamar sentimiento religioso. Aquí todo es muy confuso. Sin embargo la emoción es de un gran valor cuando se trata de vivir un hecho religioso. De hecho las grandes conversiones se deben de ordinario más al sentimiento que a la razón. Muchos vibran a la vista de la enseña o bandera de su patria, otros sólo ven un trozo de tela, pocos se emocionan ante una tesis filosófica por razonada que esté.
Cuando asistimos a la Santa Misa, en ella podemos solamente ver ritos externos, pero allí, sobre ese telón de fondo, hay otras muchas realidades que es preciso descubrir. Para ello hay que querer creer en ellas yendo tras la verdad.  Recordando de nuevo a Miguel de Unamuno en su Diario íntimo, decía que “el modo más seguro para creer en el Credo era rezarlo cada día con la mayor fe posible: queriendo creer en el Credo”.

Muchos se cierran a la gracia y a la fe pensando que así disponen de más vida, de más libertad, de más ciencia. Les sucede lo que a aquel avaro moribundo que, cuando el sacerdote trataba de ungirle la mano, él apretaba el puño más y más porque en él guardaba una moneda de oro de la que no quería desprenderse ni aún después de muerto. Eso nos pasa a menudo a los hombres: perdemos muchas gracias de Dios y que los demás nos la alarguen por tener nuestras manos cerradas, aprisionando un poco de mundo, un puñado de tierra.

Abrir las manos, abrir el corazón, abrir nuestra mente para recibir a Cristo es el mejor medio de abrir nuestro horizonte hacia lo eterno e imperecedero. Aquí podríamos decir lo que dijo en una ocasión Pedro a Jesús: ¿A quién iremos, Señor?, Tú tienes palabras de vida eterna”. 
Jmf

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