viernes, 10 de agosto de 2018


DOMINGO XIX.-12-VIII-2018 (Jn. 6, 41-52) B

 Por estas fechas (julio-agosto) se celebran en casi todas las parroquias las Fiestas Sacramentales, y es costumbre ya inveterada de ir espaciándolas durante estos meses para que cada sacerdote pueda asistir y ser asistido por los demás a fin de solemnizar más la liturgia. Pues bien, da la sensación de que las lecturas del ciclo B (que corresponden al presente año) han sido seleccionadas con el fin de servir de reflexión a este misterio de la Eucaristía, ya que desde el pasado Domingo XVI, del t. o., hasta el XXII inclusive que habla de comer con manos impuras, la Liturgia nos propone, domingo tras domingo, la totalidad del sermón eucarístico del Evangelio de san Juan. En el evangelio de hoy, que corresponde al Domingo XIX del tiempo ordinario, Jesús dice: “Yo soy el Pan vivo bajado del cielo, el que come este Pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para vida del mundo”. Ya Jesús le había contestado al demonio en el monte de las tentaciones que “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la de Dios”, sin excluir, naturalmente, este pan, el pan bajado del cielo.
Tan importante como el pan es saber comerlo. Hubo algún hereje, como aquel Pascasio Roberto, que llegó a afirmar que, al comulgar, se comía la carne natural de Cristo. Otros, como toda esa galaxia del mundo protestante, predican que el pan es un recuerdo, un símbolo, una fuerza... y que Jesús está en él -decía Lutero- como el fuego en un hierro al rojo. Los católicos defendemos que recibimos a Cristo real y verdaderamente... Es comida real pero a la vez espiritual, algo que el materialismo racionalista no acepta ni comprende. Porque aquí todo depende de la fe, pues, aunque lo recibamos realmente sus efectos sólo se pueden percibir por medio de la fe.
Y no deja de ser curioso que desde los comienzos de la Historia Bíblica Dios junte la comida no sólo a la vida sino también al pecado y a la muerte: “El día que comáis de este árbol morir moriréis”. En efecto, el primer pecado fue comer; fue lo que abrió los ojos a nuestros primeros padres al Bien y al Mal. Hace años un científico asturiano llamado Faustino Cordón publicó un libro: “Cocinar hizo al hombre”, basado en una tesis del antropólogo Levi Strauss: “Lo crudo y lo cocido” (ya había hablado de ello en 1936 Alejandro Casona en Nuestra Natacha) en donde viene a decir que el hombre empieza a ser hombre... homo sapiens, desde el momento en que empieza a cocer los alimentos. El animal los come crudos, el hombre es capaz de cocerlos. Bien, pues Dios hasta tuvo en cuenta esos detalles al escoger el pan para comida primordial del hombre. En la misma eucaristía no nos da a comer frutas del huerto, ni hierbas del monte, sino pan, que para ser pan debe estar cocido; y vino, no uvas, sino el vino, que para llegar a ser vino necesita esa otra cochura natural de la fermentación en las bodegas. Jesús no sólo alimenta cuerpos sino personas. E incluso va más allá, tampoco se conforma con alimentar personas sino quiere dar comida a sus almas, al espíritu de cada uno.
Comer es además un rito, debería ser siempre un rito para llamarse comida. Según san Isidoro en sus Etimologías, comer viene del latín cum/edere: comer con, y con/ vite, que supone un cierto número de comensales, viene también de con/victus (compañía). Y pan en griego significa todo, porque lo acompaña todo. De la palabra pan se deriva com/pañero, acom/ pañar, com/pango... Y es que la misma comida diaria hecha con estos fines tiene algo de sacramental puesto que en ella se reparte todo (se obra con justicia), se comparte todo (implica fraternidad), se es libre para tomar de todo (se ejercita la libertad) y luego se departe o se habla de todo; y con frecuencia es el momento de solucionar muchos problemas; de ahí las cenas de trabajo o los almuerzos políticos. Es decir, que la comida configura el modo de ser, la idiosincrasia y el temperamento de un pueblo. Se podría decir: Dime lo que comes y te diré quién eres. Hoy no es, desde luego la comida, en gran parte artificial y engañosa cuando no perjudicial, lo que ayuda a la Humanidad a progresar.
Creo que es el americano Henry Miller quien afirma en su obra The staff of live (El apoyo de la vida) que hoy la comida, más que para alimentar sirve para engañar (alimenta pero no engorda), cuando no para provocar disfunciones orgánicas a veces escandalosas, otras veces sólo perceptibles a largo plazo. Hoy comer físicamente al parecer no ayuda evolutivamente hablando nada al hombre. Nos queda todavía el pan eucarístico como alimento del alma, algo es algo.
El hombre es lo que come y con quien come. Nabucodonosor (según se cuenta en el libro de Daniel, 4, 25-34) fue convertido en bestia como castigo a su soberbia “Y se alimentó de hierba como los bueyes... hasta crecerle los cabellos como plumas de águila y sus uñas como garras...”. Comer hierba es sinónimo de vivir irracionalmente. Pero en la Eucaristía sucede algo distinto a lo que pasa en nuestra sangre con los alimentos: no es el pan eucarístico el que se convierte en nosotros, somos nosotros quienes nos convertimos en pan de vida, en otros Cristos. Tampoco el pan se convierte en Jesús, es Jesús el que se convierte en pan. Decía el papa san León: “Nos convertimos en lo que comemos” sentencia aplicable también a los alimentos del corazón y de la mente que deberíamos tener siempre en cuenta los cristianos para ir configurándonos con Cristo, siendo mejores cada día hasta que se pudiera decir de cada uno: “es más bueno que el pan”.
Hace unos años nuestra parroquia recorrió durante una excursión de verano algunas naciones europeas de influencia protestante: Alemania, Suiza, Dinamarca... Visitamos muchas iglesias luteranas. Se notaba un vacío, un frío espiritual, allí no estaba el Señor sacramentado..., se notaba su ausencia. La Iglesia ha creado en los templos una atmósfera de presencia divina: Dios está aquí, venid adoradores, adoremos (nos lo grita la luz de la lámpara del Stmo. siempre ardiendo), nos lo susurra la fe al reunirnos aquí cada domingo para conmemorar su Resurrección en un clima de convivencia, pero nos resta crear esa vivencia interior que luego debe fructificar en un clima de fraternidad, de convite, de comida, de compañía, de amor...
Es el último paso a conseguir. Tenemos su palabra en el Evangelio, tenemos su cuerpo (pan y vino multiplicados cada día) en el Sacramento, resta hacer todo eso realidad en nuestras vidas, convertir nuestras eucaristías en multiplicación de amor y caridad. Y esto tiene su base y punto de partida en la santa Misa. Siempre la misa fue tenida como prueba o testimonio de nuestro cristianismo. Lo suelen decir las malas lenguas para desacreditar a quien les cae mal: “Y ese es de los que van a misa”, o  No lo vi nunca en misa”. No se dan cuenta de que nosotros, los que estamos aquí, además de suponernos pecadores, antes de cada misa lo confesamos por activa y por pasiva: “Yo pecador, me confieso a Dios, porque pequé gravemente de pensamiento palabra y obra, por mi culpa...”. Por lo tanto quien no asiste a misa es o porque no es cristiano o porque no se siente pecador, aunque lo sea, o es un ignorante. Venir a misa es importante. Los judíos criticaron a Jesús porque les habló de su misa, “de comer el pan del cielo”. Jesús les reprende: “No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae mi Padre”. Dice Guillermo Díaz Plaja en “El español y los siete pecados capitales” que quien critica más, tiene más envidia y que es la envidia nuestro pecado nacional. En efecto para muchos todo está mal: Si llueve murmuran de por qué no saldrá el sol, si hace sol se quejan porque no llueve y porque habrá mucha sequía. Nunca son capaces de ver en los demás algo bien hecho. Todo el mundo sabe la historia del labriego que, sesteando a la sombra de una encina meditaba: “¡Pues qué mal hizo Dios el mundo...! Porque mira tú que cargarle a un árbol tan enorme como este, un fruto tan pequeño y sin embargo a una planta tan frágil como esa que se arrastra por el suelo ponerle una calabaza... Está claro que este mundo está mal hecho...”. Y se quedó dormido. En esto sintió un golpe en la nariz y despertó. Había sido una bellota que se había desprendido de la encina y le había golpeado. Entonces exclamó asombrado: “¡Caramba, menos mal que no fue una calabaza!”. Quedó convencido de que el mundo estaba bien como estaba. Por eso lo arriesgado que es enjuiciar y criticar siempre por todo.
José Luis Borges recoge en su libro Historia de la eternidad, una hermosa frase del filósofo Jorge Santayana: “Vivir es perder tiempo, nada podemos guardar sino es bajo forma de eternidad”. San Pablo en la carta a los Efesios nos invita a: “desterrar de nosotros la amargura, a perdonarnos unos a otros...”, y a “vivir en el amor como Cristo nos amó y se entregó  por nosotros”. Con esa esperanza no tenemos que tener temor alguno ni a la vida ni a la muerte, “el que coma este pan vivirá eternamente”. Tanto miedo como hay al más allá... ¿no será que no hemos aprendido aún a recibir a Cristo en la Eucaristía como Él quiere?
Jmf

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