DOMINGO
XIX.-12-VIII-2018 (Jn. 6, 41-52) B
Tan importante como el pan es saber comerlo. Hubo
algún hereje, como aquel Pascasio
Roberto, que llegó a afirmar que,
al comulgar, se comía la carne natural de Cristo. Otros, como toda esa galaxia
del mundo protestante, predican que el pan es un recuerdo, un símbolo, una fuerza... y que Jesús está en él -decía
Lutero- como el fuego en un hierro
al rojo. Los católicos defendemos que recibimos a Cristo real y
verdaderamente... Es comida real pero a la vez espiritual, algo que el
materialismo racionalista no acepta ni comprende. Porque aquí todo depende de
la fe, pues, aunque lo recibamos realmente sus efectos sólo se pueden percibir
por medio de la fe.
Y no deja de ser curioso que desde los comienzos de
la Historia Bíblica Dios junte la comida no sólo a la vida sino también al
pecado y a la muerte: “El día que comáis
de este árbol morir moriréis”. En efecto, el primer pecado fue comer; fue
lo que abrió los ojos a nuestros primeros padres al Bien y al Mal. Hace años un
científico asturiano llamado Faustino
Cordón publicó un libro: “Cocinar hizo al hombre”, basado en una
tesis del antropólogo Levi Strauss: “Lo
crudo y lo cocido” (ya había hablado de ello en 1936 Alejandro Casona en Nuestra Natacha) en donde viene a decir
que el hombre empieza a ser hombre... homo
sapiens, desde el momento en que empieza a cocer los alimentos. El animal
los come crudos, el hombre es capaz de cocerlos. Bien, pues Dios hasta tuvo en
cuenta esos detalles al escoger el pan para comida primordial del hombre. En la
misma eucaristía no nos da a comer frutas del huerto, ni hierbas del monte,
sino pan, que para ser pan debe estar cocido; y vino, no uvas, sino el vino,
que para llegar a ser vino necesita esa otra cochura natural de la fermentación
en las bodegas. Jesús no sólo
alimenta cuerpos sino personas. E incluso va más allá, tampoco se conforma con
alimentar personas sino quiere dar comida a sus almas, al espíritu de cada uno.
Comer es además un rito, debería ser siempre un rito
para llamarse comida. Según san Isidoro en sus Etimologías, comer viene del latín cum/edere: comer con, y con/
vite, que supone un cierto número de comensales, viene también de con/victus (compañía). Y pan en griego
significa todo, porque lo acompaña
todo. De la palabra pan se deriva com/pañero, acom/ pañar, com/pango...
Y es que la misma comida diaria hecha con estos fines tiene algo de sacramental
puesto que en ella se reparte todo (se obra con justicia), se comparte todo (implica fraternidad), se es libre para tomar de todo (se ejercita la libertad) y luego se departe o se habla
de todo; y con frecuencia es el momento de solucionar muchos problemas; de ahí
las cenas de trabajo o los almuerzos políticos. Es decir, que la
comida configura el modo de ser, la idiosincrasia y el temperamento de un
pueblo. Se podría decir: Dime lo que
comes y te diré quién eres. Hoy no es, desde luego la comida, en gran parte
artificial y engañosa cuando no perjudicial, lo que ayuda a la Humanidad a
progresar.
Creo que es el americano Henry Miller quien afirma en su obra The staff of live (El
apoyo de la vida) que hoy la comida, más que para alimentar sirve para engañar
(alimenta pero no engorda), cuando no para provocar disfunciones orgánicas a
veces escandalosas, otras veces sólo perceptibles a largo plazo. Hoy comer físicamente
al parecer no ayuda evolutivamente hablando nada al hombre. Nos queda todavía
el pan eucarístico como alimento del alma, algo es algo.
El hombre es lo que come y con quien come. Nabucodonosor
(según se cuenta en el libro de Daniel,
4, 25-34) fue convertido en bestia como castigo a su soberbia “Y se alimentó de hierba como los bueyes...
hasta crecerle los cabellos como
plumas de águila y sus uñas como garras...”. Comer hierba es sinónimo de
vivir irracionalmente. Pero en la Eucaristía sucede algo distinto a lo que pasa
en nuestra sangre con los alimentos: no es el pan eucarístico el que se
convierte en nosotros, somos nosotros quienes nos convertimos en pan de vida,
en otros Cristos. Tampoco el pan se convierte en Jesús, es Jesús el que se
convierte en pan. Decía el papa san León: “Nos convertimos en lo que comemos”
sentencia aplicable también a los alimentos del corazón y de la mente que
deberíamos tener siempre en cuenta los cristianos para ir configurándonos con
Cristo, siendo mejores cada día hasta que se pudiera decir de cada uno: “es más bueno que el pan”.
Hace unos años nuestra parroquia recorrió durante
una excursión de verano algunas naciones europeas de influencia protestante:
Alemania, Suiza, Dinamarca... Visitamos muchas iglesias luteranas. Se notaba un
vacío, un frío espiritual, allí no estaba el Señor sacramentado..., se notaba
su ausencia. La Iglesia ha creado en los templos una atmósfera de presencia
divina: Dios está aquí, venid adoradores,
adoremos (nos lo grita la luz de la lámpara del Stmo. siempre ardiendo),
nos lo susurra la fe al reunirnos aquí cada domingo para conmemorar su
Resurrección en un clima de convivencia, pero nos resta crear esa vivencia
interior que luego debe fructificar en un clima de fraternidad, de convite, de
comida, de compañía, de amor...
Es el último paso a conseguir. Tenemos su palabra en
el Evangelio, tenemos su cuerpo (pan y vino multiplicados cada día) en el
Sacramento, resta hacer todo eso realidad en nuestras vidas, convertir nuestras
eucaristías en multiplicación de amor y caridad. Y esto tiene su base y punto
de partida en la santa Misa. Siempre la misa fue tenida como prueba o
testimonio de nuestro cristianismo. Lo suelen decir las malas lenguas para
desacreditar a quien les cae mal: “Y ese
es de los que van a misa”, o “No lo vi nunca en misa”. No se dan
cuenta de que nosotros, los que estamos aquí, además de suponernos pecadores,
antes de cada misa lo confesamos por activa y por pasiva: “Yo pecador, me confieso a Dios, porque pequé gravemente de
pensamiento palabra y obra, por mi culpa...”. Por lo tanto quien no asiste
a misa es o porque no es cristiano o porque no se siente pecador, aunque lo
sea, o es un ignorante. Venir a misa es importante. Los judíos criticaron a Jesús porque les habló de su misa, “de comer el pan del cielo”. Jesús les reprende: “No critiquéis. Nadie puede venir a mí si
no lo trae mi Padre”. Dice Guillermo
Díaz Plaja en “El español y los siete pecados capitales”
que quien critica más, tiene más envidia y que es la envidia nuestro pecado
nacional. En efecto para muchos todo está mal: Si llueve murmuran de por qué no
saldrá el sol, si hace sol se quejan porque no llueve y porque habrá mucha
sequía. Nunca son capaces de ver en los demás algo bien hecho. Todo el mundo
sabe la historia del labriego que, sesteando a la sombra de una encina
meditaba: “¡Pues qué mal hizo Dios el
mundo...! Porque mira tú que cargarle a un árbol tan enorme como este, un fruto
tan pequeño y sin embargo a una planta tan frágil como esa que se arrastra por
el suelo ponerle una calabaza... Está claro que este mundo está mal hecho...”.
Y se quedó dormido. En esto sintió un golpe en la nariz y despertó. Había sido
una bellota que se había desprendido de la encina y le había golpeado. Entonces
exclamó asombrado: “¡Caramba, menos mal
que no fue una calabaza!”. Quedó convencido de que el mundo estaba bien
como estaba. Por eso lo arriesgado que es enjuiciar y criticar siempre por
todo.
José Luis
Borges recoge en su libro Historia de la eternidad, una hermosa frase del filósofo Jorge Santayana: “Vivir es perder tiempo, nada podemos guardar sino es bajo forma de
eternidad”. San Pablo en la carta a los Efesios nos invita a: “desterrar de nosotros la amargura, a perdonarnos
unos a otros...”, y a “vivir en el
amor como Cristo nos amó y se entregó
por nosotros”. Con esa esperanza no tenemos que tener temor alguno
ni a la vida ni a la muerte, “el que coma
este pan vivirá eternamente”. Tanto miedo como hay al más allá... ¿no será
que no hemos aprendido aún a recibir a Cristo en la Eucaristía como Él quiere?
Jmf
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