viernes, 31 de agosto de 2018


DOMINGO XXII. 2-IX-2018  (Mc. 7, 1-8a. 14-15. 21-23) B

Recuerdo que, siendo aún seminarista en Oviedo, íbamos de paseo hasta La Corredoria. Allí había, -no sé si aún sigue o no-, una piedra frente a la iglesia parroquial con una inscripción: “A Oviedo 1/2 legua”. Eso era entonces, pero hoy aquello ya es Oviedo y las distancias ya no son las mismas. Algo así sucedió con ciertas normas de la moral tradicional: cuando las leemos ahora, son como piedras miliares que fueron válidas en algún tiempo pero que hoy ya están desfasadas puesto que la gente ya hace poco o ningún caso de ellas.

En un libro muy conflictivo de un Obispo anglicano llamado John A.T. Robinson aparecido en 1967 titulado “Sincero para con Dios”, llama a este tipo de leyes: “Moral en conserva”. Luego añade: “Lo que debe regular nuestros actos no es el amor a la Ley sino la ley del amor” como enseña Jesucristo. Por eso aprueba que David, acosado por el hambre, comiera los panes de la proposición, cosa prohibida por la ley (Mt. 12, 3), perdona a la adúltera con aquellas palabras “Vete y no quieras pecar más (Jn. 8, 11), cura en sábado rompiendo con la ley del descanso porque “No se hizo el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre” (Mc, 2, 27), norma que sirve igualmente para aplicar a algunas leyes del Estado: no es el hombre quien tiene que servir al Estado, es el Estado quien debe servir a los ciudadanos; y finalmente la acusación del evangelio de hoy: “¿Por qué tus discípulos comen sin lavarse las manos?”. Creo que esta frase tuvo que revolver los sentimientos más profundos de Jesús al recordar que ese mismo gesto de “lavarse las manos” lo practicaría en su pasión Pilatos, instigado por ellos, para enviarlo a la cruz. “Nada que entra por la boca es impuro, lo que sale del corazón es lo que hace al hombre impuro”. Jesús va en contra de lo meramente ritual. De ahí que no le dé importancia a que sus discípulos coman sin el rito previo de lavarse las manos. Hay cosas mucho más impuras.

El año 1982 cuando la gente no hablaba más que del “síndrome tóxico de la colza” un sacerdote fue encausado y condenado por tratar de curar a los afectados con una planta llamada “cola de caballo” (en bable “rabo de potro”). Sin embargo a nadie se le ocurrió protestar por tantos aditamentos tóxicos como diariamente ingerimos. ¿Por qué? Porque estos están bajo la ley, aunque perjudiquen la salud (no olvidemos que fármaco significa también veneno), y la ley a menudo está al servicio del más fuerte. Por eso es un error que la Iglesia caiga en esa trampa y quiera solucionarlo todo a base de leyes.

Cuando surge un problema lo más fácil es promulgar una ley. Por ejemplo ¿no hay aparcamientos? Pues se promulga una ley que multe al coche mal aparcado y todo en paz. Si no hay aparcamientos la solución es de Perogrullo: está en hacer aparcamientos, no en multar. Por eso lo difícil es acercarse a la persona y tratar de darle soluciones. Como dice el escritor Umberto Vivarelli: “La ley puede decir cuando esta chaqueta es mía, pero si no tienes chaqueta la ley no te da una”. El amor, la caridad, no diría nunca: “Esta chaqueta es mía” diría a todo más: “esta chaqueta es nuestra...” e incluso sería capaz de quedarse sin ella para darla. Ahí está el secreto del Cristianismo. Con caridad no harían falta leyes.

Por dar leyes, encarcelar, alejar, multar al que es maltratador, al que se droga, al asesino, al pedófilo no sé si se conseguirá algo. El que tiene esa inclinación, ese vicio, o ese instinto pecaminoso (lo afirma la psicología más elemental), tratará de llevarlo a la práctica como sea. Además la Tv y demás “mas media” divulgan sus fotos, los hacen famosos, es lo que buscan. Como Empédocles que se suicidó arrojándose al Etna para convertirse en inmortal. De algún modo lo logró. Hoy todos hablamos de él. Lo mismo estos nuevos delincuentes jaleados por la tele y subidos a la primera página de la prensa son capaces de cometer un crimen con tal de ver su foto en las portadas. Y nosotros sabiendo esto seguimos jaleándolos. El instinto en el ser humano es como la lava del volcán que consigue salir rompiendo todo lo que encuentre por delante. Antiguamente solo vieron la solución para individuos con estas inclinaciones con la pena de muerte, o con la hoguera para las brujas (único modo de destruir el demonio). Hoy ya vemos que hasta el Papa suprimió la pena de muerte en cualquier caso. Pero ¿cuál es entonces la solución adecuada? Creo que aún no lo sabemos.

Decíamos que una solución es el amor, pero ¿puede haber un mandamiento que obligue a amar? El amor o brota de forma natural o amor impuesto no es amor. No sé quien definió el Liberalismo como “alcanzar la igualdad por medio de la libertad” (laisser faire, laisser paseer), y al Comunismo como “alcanzar la libertad por medio de la igualdad”. Dejaron en el tintero al Cristianismo que, siguiendo el mismo esquema se definiría como “llegar a la libertad (a ser libres e iguales) a través de la fraternidad”, es decir por medio del amor y de la caridad fraterna, y esto no se logra con leyes, ni con normas, ni con guerras, ni con revoluciones, ni con drogas, ni con utopías, sino dejando el amor propio, el egoísmo y la hipocresía a un lado y cultivando el amor a los demás y educando en ello pero desde la más tierna infancia.

A menudo acostumbramos a ver las faltas ajenas, el fallo en los demás, que cambien los otros, pero pocas veces caemos en la cuenta de que nuestro modo de comportarnos es el que es injusto, el que necesita un cambio. También es cierto que a veces la respuesta a esta entrega generosa no se da, como en la conocida obra de Henrik Ibsen “La casa de las muñecas” en la que la protagonista, Nora, después de esa lucha a muerte a través del drama contra todo y contra todos por saldar una deuda que había contraído para salvar la vida en peligro de su esposo, éste, una vez enterado, se lo paga dando rienda suelta a la cólera. Nora se encierra en sí y decide abandonarlo... Ante tanta mezquindad no hubiera merecido la pena haber hecho tanto sacrificio. La actitud de Nora suele ser a veces la actitud del hombre que lucha por cambiar la sociedad, pero esta responde a su generosidad con apatía, desagradecimiento cuando no con odio, desprecio y agresión. Con todo no hay por qué desistir jamás. Para un cristiano no debería existir el desaliento al tratar de cambiar las cosas. De hecho ya vemos cómo cambia todo: cambian las circunstancias, las personas, la historia, la política... a veces sin saber ni cómo ni por qué. “No hay mal que cien años dure”, “El tiempo todo lo soluciona”, etc., son refranes que tienen un gran fondo de verdad. Nosotros ya no somos los mismos que cuando empezó la misa. Lo dejó escrito Heráclito como su gran postulado filosófico: “Todo pasa, todo cambia”. Y Antonio Machado, siglos más tarde, vino a decir lo mismo en aquellos versos:
“Todo pasa y todo queda 
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos
caminos sobre la mar” (142). 

Cambia la Historia, el tiempo y las estaciones, la naturaleza, el hombre, sus ideas, sus costumbres... somos como gotas de agua en el río del tiempo. De ahí que querer nosotros cambiar el curso del río del que formamos parte es como aquel tonto que pretendía levantarse del suelo tirando de los cordones de sus zapatos.
Hay una forma de transformar el mundo: ¡saliéndose de él..!, estando en el mundo pero sin ser del mundo, es decir elevándose sobre la corriente y entrando en una dimensión espiritual. Sin Dios todo sería un fatalismo cósmico, con Dios seríamos capaces de cambiar el mundo y transformarnos nosotros. O cambiarnos transformándolo. Sin Dios ¿cómo responder a esas eternas preguntas del dónde, cómo, a dónde, por qué...?

No sé si un día el hombre, como fruto de su evolución, será capaz de cambiar incluso hasta el mismo curso de los astros, no lo sé, lo que sí es cierto que dentro de ese determinismo cósmico y preestablecido, en medio de esas leyes biológicas que nos rigen y modelan, el hombre es dueño de una gran parcela de libertad, queda aún una tierra de nadie en la que el hombre es capaz de sentirse libre y de realizarse como tal. La cadena que nos ata a la naturaleza nos deja un margen de maniobra y de libertad lo suficientemente amplio como para que el hombre en un corto espacio de tiempo se pueda sentir libre y llevar a cabo, sin coacción, el ejercicio de su libre albedrío. Y es en ese campo donde es necesario luchar para cambiar el orden social injusto, sometido a leyes injustas o acaso justas pero que resultan injustas en su modo de aplicarlas o de interpretarlas, un mundo en el que todos puedan trabajar, realizarse y nadie se sienta forastero ni extraño en ningún sitio. Eso exige, antes que nada, un cambio en cada uno de nosotros para luego poder cambiar a los demás.

Los ritos de nuestra Liturgia pueden pecar de inmovilismo: hacer siempre lo mismo y pensar que con eso basta, deberían estar también abiertos a iniciativas. Ello se conseguiría, no nos cansaremos de decirlo, con una participación del creyente más activa. Jesús recrimina ciertas posturas cómodas e inmovilistas que sólo ven ritos.  Por eso las recrimina y ataca cuando dice: Este pueblo me honra con los labios pero su corazón, su mente están muy lejos de mí”.                                                      Jmf

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