viernes, 30 de noviembre de 2018

COMIENZO DEL AÑO LITÚRGICO 2018-19

https://www.mrbit.es/miranda/0ADdos.htm

 DOMINGO I DE ADVIENTO 2-XII-2018 (Lc. 21, 25-28) C
 Hoy empieza el año litúrgico, y empieza con una espera, una silenciosa espera; de ahí que la mejor oración tendría que ser aquella con la que se cierra la Biblia: “Ven, Señor Jesús, ven”, o con la que rezamos cada día en el Padrenuestro: “Venga a nosotros tu Reino”.

La historia del Adviento se remonta al siglo VI. De san Gregorio Magno conservamos homilías sobre este tiempo. Hasta el s. XII se cantaban aún en Roma el Gloria y el Tedeum, según el Ordo del canónigo Benedicto de san Pedro. Luego se quiso hacer del Adviento una pequeña Cuaresma usándose el color morado, suprimiendo del altar las flores y de la Misa el Gloria. Hoy, tras el Concilio Vaticano II, se trata de recuperarlo como un tiempo de esperanza.
Esperar es hermoso, diríamos que apasionante. Yo aún recuerdo de niño cuando subíamos carretera del Puerto de Somiedo a esperar a los de casa que venían de la Feria de San Pedro, y en cuanto los divisábamos echábamos a correr a ver qué nos traían. Y no sólo el que espera está impacientemente alegre, también el que llega, el esperado... La madre que espera a un hijo, de ordinario rebosa satisfacción; pero incluso el hijo pródigo que regresa espera que lo esperen. Un viaje pierde mucha emoción si al regreso no te espera nadie. El día de Reyes más que una fiesta a celebrar es una espera ilusionada. La esperanza cristiana no tiene nada que ver con las críticas de providencialismo fatalista que de ella hicieron filósofos como Nietzsche, o sistemas filosóficos, como el Marxismo o el Existencialismo. La esperanza cristiana supone libertad y responsabilidad.
Dos pecados, no obstante, se oponen a esta virtud de la esperanza: la presunción del que, abusando de la misericordia de Dios, se cree salvado sin más; y la desesperación, la de aquellos que, por el contrario, desconfiando de la infinita misericordia de Dios, se consideran excluidos.  El que espera tiene fe, está gozoso e incluso alimenta esa esperanza. Quien carece de fe o de esperanza es como si estuviera medio muerto; y si es un cristiano más aún. Se parece a una casa con la cocina apagada que acaso es más fría que una sin cocina, tenemos experiencia de ello…
Adviento es una gozosa espera. Los hombres, que necesitamos llenar nuestro vacío corazón de ilusiones, siempre estamos esperando algo o en alguien; pocas veces vivimos el presente, el aquí y el ahora sin más. Soñamos siempre en otra cosa distinta a la que tenemos, soñamos en el mañana, soñamos en que nos toque una quiniela, en que un hijo apruebe, saque la carrera o encuentre un buen trabajo, lo malo es que son esperanzas que a menudo alimentamos falsamente perdiendo de ver y de disfrutar las metas que ya hemos conseguido. Esta situación la describe muy bien  esa película de José Luis García Berlanga realizada en 1952 y que lleva el título de “¡Bienvenido Mr. Marshall!”.
El argumento es muy sencillo: A un pueblo, Villar del Río, llega un día una cantante folklórica y su apoderado. Poco después aparece también un delegado general con la noticia de que se acerca el Plan Marshall (vieja versión de lo que hoy esperamos que sea el Mercado Común), y con él la lluvia de dólares americanos y el bienestar del pueblo. Para ello hay que preparar las calles. Se monta una mascarada andaluza, porque eso es lo que gusta a los yanquis, “y así, dicen, todo lo que les pidáis os lo concederán”: el alcalde pide un ferrocarril, el cura más moralidad, una viejecita chocolate, un labriego que le traigan un tractor... Sólo un viejo hidalgo increpa a sus paisanos con palabras un tanto despectivas hacia los yanquis: ¡Son indios, eso es lo que son, únicamente indios! Por fin llega el día en el que hacen su entrada, pero pasan por la calle principal del pueblo a toda velocidad sin detenerse. Entonces empieza a cundir la decepción general y a darse cuenta de que otra vez tendrán que ponerse a la cola para pagar los gastos del frustrado recibimiento, quedando al final mucho más pobres que al principio. Sólo les queda mirar al cielo porque es de allí, como lo fue siempre, de donde viene la lluvia que ahora el pueblo espera, azotado por una pertinaz sequía.
¡Cuántas cosas esperamos que después pasan de largo como la comitiva americana del plan Marshall, dejándonos más pobres y esclavos que antes!  Y alguna vez es preciso mirar al cielo, como se canta en el himno de Adviento: “Rorate... Enviad, cielos, vuestro rocío y las nubes lluevan al Justo...”.
Tiene otro José Luis, Martín Descalzo un pasaje muy hermoso a este propósito en uno de sus libros “Razones para la esperanza” que merece la pena citar: “¿Habéis visto cómo esperan los niños a los Reyes?... No pueden guardar la espera, arden sus ojos y sus almas, pero su espera no es torturadora... ¿Sabéis por qué? Porque los niños nunca se preguntan si lo que va a venir el día de Reyes es hermoso o feo, magnífico o terrible. Ellos saben que lo que viene es incuestionablemente hermoso. Lo único que ignoran es qué clase de hermosura tendrá... Es una esperanza gozosa porque es cierta... saben que son amados. Sólo quieren saber cómo les expresarán este año su amor. A los niños les basta un rayo de sol para alegrarles. Pero hace falta todo un sol entero -ha escrito Goldwitzer- para que el corazón helado de un adulto se deshiele. El hombre no sabe esperar. Y espera, además, lo que no debe. Por eso no entendimos a Dios cuando vino. Esperábamos ver en sus manos el poder y vimos la pobreza, esperábamos la cólera destructora y vino la gran misericordia, esperábamos misteriosas revelaciones y vino un pedacito de carne que con muchos esfuerzos aprendió a decir papá y mamá” (pág. 111).
Los cristianos debemos realizar una esperanza de futuro mejor, la cual hay que ir realizando ya, día a día, una esperanza que crea y cree (crear y creer), que libere y que pacifique. Para ello el Evangelio nos aconseja otear ese “más allá”, viajar con nuestra fe hacia el futuro y vigilar entre tanto. Es un buen consejo este duermevela, este vigilar y estar despiertos para todo.
Porque estando en guerra necesitamos vigilar al enemigo, y si estamos en paz vigilarnos a nosotros mismos. Un deportista necesita vigilar y estudiar los movimientos del contrario para saber a qué atenerse cuando ataque.  En la carretera es preciso ir al volante con los ojos bien abiertos, siempre vigilantes. Si queremos triunfar en los negocios es preciso estar al tanto en todo momento de la variaciones de la bolsa y las finanzas. En la salud se nos recomienda vigilarnos mediante chequeos periódicos si es que no queremos tener una desagradable sorpresa cualquier día, en la conducta: ahí te suelen vigilar los demás, no para ayudarte sino, a menudo, para hundirte y criticarte, de ahí que en ese campo necesitemos todos doble vigilancia: todos podemos quedar ciegos de espíritu, cambiar nuestro modo de ser y no notarlo, convertirnos en unos seres vidriosos, maniáticos sin darnos ni siquiera cuenta de ello: ¡Es tan fácil engañarnos...! De ahí la validez de ese consejo: ¡Estad en vela! Que nada nos coja por sorpresa, ni siquiera la muerte, con la que tarde o temprano debemos contar, pues, como decía san Juan Crisóstomo, “para quien vive pensando en ella nunca llega de repente”. Y podríamos añadir que no sólo la muerte sino que nada sucede de repente, todo lo podemos ver venir si estamos atentos y vigilantes.  Y sobre todo y entre todo debemos descubrir a Alguien que llega que es el propio Dios.
Hubo una mujer que supo esperarlo y a la que debemos tener siempre presente, y ahora en especial durante este tiempo de Adviento: la Virgen María.  Y nunca mejor que hoy para recordarla como modelo de esperanza, precisamente en este primer día de la Novena de la Inmaculada, y en este primer domingo del tiempo litúrgico de Adviento. Ella esperó al Señor con toda su alma, como canta Gerardo Diego en aquel hermoso villancico de su libro Versos divinos, que dice:
“Cuando venga, ay, yo no sé / con qué manos le tendré
que no se me rompa no,/ con qué...
Ay, dímelo tú, si no,/si es que lo sabes, José,
que soy una niña yo…!, /¡con qué manos le tendré 
que no se me rompa, no!/¡con qué...!”.                                                       
        Jesús se acerca, pero Él no llega nunca si nosotros no salimos a su encuentro. San Agustín solía repetir: “Temo que el Señor pase de largo”. Es al revés que los vecinos de Villar del Río con el Plan Marshall, aquí somos los hombres quienes pasamos de largo ante el Señor y de su plan de ayuda, somos los hombres quienes pasamos de Cristo y de Dios, pasamos de todo... Y es entonces cuando Él también pasa de nosotros...
Esa debería ser la gran preocupación de este tiempo de Adviento que hoy empieza: saber esperarlo o poder perderlo. Por eso debemos convertir estos días, desde nuestro interior hasta en la misma forma externa de celebrarlo (la liturgia ya lo hace a su modo), en una gozosa espera.
    Jmf

viernes, 23 de noviembre de 2018


ÚLTIMO DOMINGO DEL AÑO LITÚRGICO 2017-18 B
FIESTA DE CRISTO REY. 25-XI-2018 (Jn. 18, 33-37) B

Dibujos de la Catequesis hace varios años: El rey pidiendo limosna...

           La festividad de Cristo Rey fue instituida el 11 de diciembre de 1925 por el papa Pío XI mediante una encíclica llamada “Quas primas”. Era aquel un tiempo de revoluciones, y la fiesta venía de algún modo, a reivindicar, “los derechos de Dios, después de los derechos del hombre,”, según dijo el Conde de Maistre.

 El concepto de rey aplicado al Mesías es frecuente en la Biblia: cuando nace, unos magos persas preguntan en Jerusalén por “el rey de los judíos”. Pilato, pagano también él, manda clavar sobre la cruz la causa de su muerte que no es otra que hacerse llamar “rey de los judíos” (“INRI”).. Pero Cristo no es un rey de fábula como el de los cuentos que comienzan: “Una vez era un rey...”.

En 1948, centenario del nacimiento de “El rey de la Patagonia”, (estamos en el de su muerte) escribió Alejandro Casona desde Buenos Aires un hermoso artículo en el que decía, entre otras cosas: “Para mí..., para todos los niños de Miranda era una figura legendaria... Gracias a él nuestra pequeña aldea tenía un prestigio solariego bajo la Cruz del Sur... Rey de un país maravilloso... trono de tienda nómada... entre bronces y pieles, con la barba de la sabiduría en la mano de la justicia ¿era disparatada aquella imagen infantil? Despojemos a José Menéndez de su reino de cuento, sin tesoros de fábula, sin manto y su corona de símbolo... Es inútil, todo ello quedará en pie: en vez de regir un país heredado creó un país entero, su tesoro era la tierra misma, los rebaños, las mieses... Sin cetro heráldico podría contemplar su obra inmensa como un reino, con la barba de la sabiduría apoyada en la mano del trabajo...”. Esta traducción hecha por Casona de nuestro “regio personaje” podría también aplicarse con toda propiedad al reino de Cristo...

Vino en el tiempo, es decir, “bajo el poder de Poncio Pilato”, dice el Credo, y “volverá con gran poder sobre las nubes, y su reino no tendrá fin”. Vivió en el espacio de un pequeño país que era Palestina, y ahora su reino no está ni aquí ni allí, no es de este mundo, sino del mundo del espíritu, del que está más allá, más dentro, más en lo profundo del alma del creyente, y con frecuencia llega, lo mismo que el rayo, a través de la luz de la conciencia. Conviene ser conscientes de ello. Por eso importa avivar el pábilo de nuestra fe y estar en vela. No olvidemos que la primera vez que vino a los suyos estos ni se dieron cuenta, pues creían que vendría “con gran poder y majestad”, sobre nubes de incienso..., y llegó humildemente en un pesebre, vistió luego traje de carpintero, vino a caballo de un pollino entre los desheredados, entre los “sufridores” de su reino que él llamó felices y bienaventurados. Y llegará de nuevo en son de paz y de verdad, de vida y de santidad, de gracia y de amor. Su Reino será “otra cosa”, porque también lo es Él.ç

Fray Luis de León en “Los nombres de Cristo” lo representa como un rey distinto. En la finca de “La Flecha” Marcelo (Fray Luis) conversa con dos amigos, Sabino y Juliano, a la sombra de una parra. El capítulo más extenso lo dedica a analizar las cualidades de este rey. Así, dice que no enseña a ser buenos sino que hace buenos a sus súbditos; y después de describir hermosamente los sufrimientos de la pasión hasta tal punto que “se cansaría la lengua de decir lo que él no cansó en padecer”, añade: “los hombres tienen como meta de su rey que les quite los padecimientos, en cambio Cristo enseña cómo padecerlos”. En efecto, el dolor es algo muy humano, pero el saber sufrirlo eso entra ya en la esfera de lo divino. Por eso Cristo pudo decir que su Reino no es de aquí, algo que no acaba de entrarnos en la cabeza. Nos empeñamos en hacer de la Iglesia un Reino a lo humano cuando la Iglesia es tan sólo una estación de ferrocarril que para nada serviría si no tuviéramos también vía por la que venga y marche el tren.

Un día llegó a la ciudad un peregrino. Halló trabajando a muchos operarios en una gran explanada. -¿Qué hacéis? les preguntó. -Estoy labrando piedra, dijo uno; -Amaso cal y arena, contestó el siguiente. -Yo estoy levantando una catedral, contestó un tercero... Era el único que sabía no sólo lo que hacía sino para qué servía lo que estaba haciendo. Trabajamos en la Iglesia y trabajamos duramente pero sin saber a menudo ni el por qué ni el para qué. Y lo mismo nos pasa con la fe. Creemos estos dogmas y aquellas verdades pero ignoramos frecuentemente para qué fueron reveladas. Hans Küng dice a este respecto: “Yo no creo en la Biblia, como creen los protestantes, sino en Aquel de quien ella testifica; ni creo en la Tradición como hacen los ortodoxos, sino en Aquel que ella transmite; ni siquiera creo en la Iglesia Católica sino en Aquel a quien ella predica”. Hay que entenderlo. Y si Cristo no se identifica en ese sentido ni con la misma Iglesia, mucho menos con ciertos movimientos históricos que han querido monopolizarlo y capitalizarlo, llamémosles Sacro Imperio, santas Cruzadas, santa Inquisición, rey por la gracia de Dios, Democracia cristiana, Cristianos para el socialismo, Iglesia de Base o Teología de la liberación..., da lo mismo. Cristo está... debe estar por encima de todo, y sobre todo. Decía Manuel Mounier, cristiano y filósofo francés: “Democracia cristiana con frecuencia equivale a democracia burguesa en el peor sentido de la palabra...”, pero no a Cristianismo. Esos tales son aquellos que se empeñan en vivir en la estación sin importarles si el tren entra o sale, avanza o está parado. Programan, eligen, votan... pero ellos no se mueven, no se mojan nunca: “Jugad con la cadena, no me importa, pero al mono dejadlo en paz”, decía uno de ellos.

El reino de Dios es diferente. Nos empeñamos en entronizarlo, en que baje de la cruz, como le pedían los fariseos, y es desde la cruz desde donde reina. Nos empeñamos en coronarlo con corona de oro y pedrería y él prefiere la de espinas. Ponemos en su mano bastón de mando y cetro de oro cuando él lo que sostiene es una caña vacía. Queremos aclamarlo rey y él “se tira al monte”, quizá al de las bienaventuranzas... Declaramos la guerra, hemos matado... para poder reinar, Él se dejó ejecutar para que puedan vivir todos. Fue testigo de la verdad y víctima de ella según el dicho: “Quien va tras la verdad merece el castigo de encontrarla”, ya que la verdad es dura, amarga y hiere casi siempre.

Sin embargo Cristo ha hecho realidad aquello que decía el escritor Romand Rolland: “El cristiano debe amar la verdad más que a sí mismo, y al prójimo más que a la verdad”; lo desconcertante de Cristo es que él mismo es la Verdad y la Vida, por eso nos amó más que así mismo y dio su vida por nosotros. Pero este cristianismo, ese modelo de reino está aún por estrenar, a pesar de ser como somos estirpe de reyes, pues en el Bautismo, en la Confirmación y en la Unción de enfermos se nos unge con óleo tal como hacían antes al consagrar un rey.

No lo hemos descubierto y “mientras no rompamos las formas no podremos nunca llegar al fondo”. Un labriego encontró en cierta ocasión un huevo de águila real y lo puso entre los de una gallina que empollaba su nidada. Cuando salieron los pollitos salió también el aguilucho. Durante toda su vida hacía lo mismo que hacían las gallinas: buscar gusanos en la tierra con el pico, levantarse al alba, guardarse al ponerse el sol, escarbar, cacarear y sacudir las alas para apenas volar unos metros, lo que hacen todas las gallinas. Pasó el tiempo. Un día, siendo ya vieja, divisó entre las nubes cómo planeaba majestuosamente un pájaro gigante -¿Qué es aquello?, preguntó a la gallina más sabia. -Es el águila real, la reina de las aves. Tú y yo somos distintas, no piensas más en eso”. Y el águila real murió creyendo que sólo era un gallina de corral. (Anthony de Mello).

Somos raza de reyes, sacerdocio real, y lo ignoramos, preferimos picotear en el corral de nuestras miserias y de nuestra indolencia a levantar el vuelo y remontar las nubes sobre las altas cumbres del espíritu muy más dentro de nosotros. EY el Reino de Cristo va a llegar, está llegando por las puertas del alma, por la ruta invisible de la fe, a través de la luz de la conciencia... De ahí el evangélico y siempre nuevo consejo: Estad en vela.
La Iglesia no es el Reino, no podemos instalarnos en ella como algo ya definitivo, la Iglesia no es ni los raíles siquiera..., es a todo más la Estación. Y es por ello, porque la Iglesia aún no es el Reino ni estamos aún en él, es por lo que aún repetimos cada día varias veces: Venga a nosotros tu Reino..., señal de que aún no ha llegado. Somos además estirpe de profetas, es decir de aquellos que hablan o deben hablar en nombre de Dios, denunciando, anunciando y proclamando su próxima venida.

Anunciaremos tu Reino, Señor, reino de paz y justicia, reino de vida y verdad... todas ellas cualidades inherentes a sus súbditos del Reino. Y es preciso no olvidar que cuando Cristo venga, lo hará de verdad, pero solamente desde lo más profundo de cada uno. Así lo hizo la primera vez cuando se hospedó en las entrañas virginales de María, así lo hace cuando se encarna en las almas por la gracia, así llega cuando se transforma en pan de eucaristía, así lo hará al fin del mundo cuando aparezca sobre las nubes del alma de cada elegido... lo demás es pura literatura.
Jmf

viernes, 16 de noviembre de 2018


DOMINGO XXXIII -18-XI-2018  (Mc. 13, 24-32) B

¿Qué entendemos por eso de... acabarse el mundo? Todos sabemos que las cosas se gastan, envejecen, se deterioran y mueren o desaparecen, que una cerilla termina por consumirse y el sol acabará por apagarse. Nada es eterno. Que el mundo se acabará es un hecho comprobable hasta por una simple ley llamada “ley de la entropía”. Y nos lo confirman las palabras de Jesús que hoy leemos en el Evangelio: “Habrá indicios”. Lo mismo que cuando llega el otoño vemos que los días son más fríos, las noches más largas y la hojas ruedan por parques y caminos, anuncio de la inminente llegada del invierno, todas esas expresiones que tan a menudo escuchamos tales como inflación económica, explosión demográfica, contaminación ambiental, crisis energética, inmoralidad creciente, etc., nos debiera indicar el fin de algo, de nuestro mundo, de una era, de un periodo de nuestra Historia, y además de modo catastrófico. Y lo más grave es que quien provoca esas calamidades es el mismo hombre con su mala cabeza y con su corazón enfermo por la avaricia, por el egoísmo y por la insolidaridad.

Leí hace tiempo un cuento, no recuerdo el autor, que puede ilustrar este tema. Poco o más o menos venía a decir que el mundo estaba feliz hace millones de años, feliz. Hasta entonces, árboles y plantas, aves y animales, peces e insectos, virus y bacterias vivían, a su modo, dichosos en un libre equilibrio y en una plena armonía ecológica. Pero un mal día apareció sobre la tierra un espécimen extraño que comenzó a multiplicarse y a poblarla. En pocos años relativamente se apoderó de la superficie del globo. Sus células se reproducían locamente. Ellas mismas se asustaban y calificaban aquel crecimiento de “explosión…”. En ese crecimiento lanzaban toxinas que terminaban por contaminar y envenenar la atmósfera, sustancias dañinas que enfermaban y destruían los ríos y los mares, los campos y hasta los mismos alimentos que ellas producían. Muchas ciudades, debido a esa contaminación, llevan años que no pueden ver de noche las estrellas... Ese crecimiento sigue y es tal que se teme, no tardando mucho, que ese gran cáncer acabará con el planeta. Se trataba, según el cuento, de la raza humana.
Como contrapartida los seres más pequeños, los microbios, los virus, las bacterias, etc., amenazados por los fármacos con los que el hombre los combate, se empezaron a organizar en cepas cada vez más resistentes. Y antes de dejarse eliminar, se rearmaron, entablando una lucha sin cuartel, provocando miles de enfermedades infecciosas, y sobre todo víricas, tales como el sida, el ébola...para acabar con ese ser que los ataca, antes que él termine destruyendo el mundo que comparten.

¿Quién de los dos saldrá victorioso al final? Cada uno deberá sacar sus conclusiones. La historieta es un poco dura pero no deja de tener su parte de verdad muy aprovechable y positiva. Todos hemos oído hablar alguna vez del mito de La caja de Pandora, aquella diosa griega sacada, como Adán, del barro, y a la que los dioses habían colmado de inteligencia, de dones y virtudes, pero también de algunas pasiones. Hermes le infundió la envidia y la mentira pero sobre todo la curiosidad. Zeus le regaló una caja, con el mandato expreso de que no la abriera jamás puesto que en ella los dioses habían encerrado todos los males del mundo. Pandora, llevada por la curiosidad, un aciago día la abrió y un humo denso y pestilente se esparció por todo la tierra: era el dolor y la muerte, la guerra y el crimen, la pobreza y la miseria, el hambre, la enfermedad, la vejez y la tristeza..., eran todos los males sueltos. Una verdadera catástrofe. Pandora, aterrada, miró de nuevo la caja vacía y vio con asombro que en el fondo aún se movía algo, era un hermoso pajarillo, el símbolo de la esperanza,…quedaba la esperanza. La esperanza es lo único que nos queda en este valle de lágrimas, “la esperanza nuestra”. El cristiano ante todo debe sentirse repleto de esperanza, no “viéndolas venir”, como vulgarmente se dice, sino “saliendo a verlas”, esperando su venida, saliendo al encuentro del Señor, en una espera que debe traducirse en obras que serán, al fin y al cabo, lo único que no va a ser pasto de la catástrofe final.

Si sólo atendemos a las voces que nos llegan de este mundo parece que de día en día estamos complicando las cosas, haciéndonos la vida unos a otros más y más difícil, convirtiendo la convivencia en un infierno. En un drama radiofónico del alemán Günter Eich, Festiano mártir, un pobre diablo dice: “Nosotros nos hemos esforzado para que el infierno estuviera a la altura de los tiempos después de ver lo que sucedía sobre la tierra. La Inquisición, los militares, los campos de concentración nos han facilitado nuevas y originales ideas para poner el infierno al día”. Y acaso sea cierto. Cuando uno contempla las imágenes de ese film; Apocalypsis now, del americano Francis Ford Coppola sobre la guerra del Vietnam, no queda más remedio que dar la razón al pobre diablo de Günter, al ver cómo el drama más dantesco, inimaginable e “insólito, se ha vuelto cotidiano”. 

Y si nos adentramos en la ciencia, ésta nos dice que el fin del mundo ya no hay por qué imaginarlo, echando mano de la fe, como una destrucción a gran escala permitida o provocada por la ira de Dios justo castigo por la conducta humana; ahora podemos saber que el mismo hombre puede causar idéntica destrucción aniquilando no sólo la vida del mundo sino al propio mundo. Es lo que hizo exclamar al autor dramático Bertold Brecht en 1939 cuando se enteró de la existencia de la bomba atómica: “Cada invento es acogido con un grito de triunfo, pero enseguida ese grito se cambia por un grito de angustia”.

Muchos científicos, desde Lamaitre a Einstein, Hawkins, etc. han tratado de describirnos ese final, algo muy interesante, hoy que tratamos de enterarnos de cómo ha empezado todo. Es una tarea dura. La Protología (el comienzo) y la Escatología (el final) quedan siempre en el misterio. A nosotros lo único que parece se nos fue dado estudiar y tratar de comprender es la Cosmología, el presente, y no del todo.

El fin del mundo podemos deducirlo por la fe, de las palabras de Jesús y tratando de entender y descifrar todas esas descripciones con las que el Evangelio lo rodea: “el sol se oscurecerá, las estrellas caerán de] cielo... aprended lo que os enseña la higuera...” etc. porque pertenecen a los géneros literarios o modos de decir característicos de cada época a semejanza de los primeros capítulos del Génesis. El lenguaje de la Biblia quiere únicamente facilitarnos la comprensión, es decir, que el fin del mundo, lo mismo que sucedió con el principio que no pudo venir de la nada, tampoco acabará en la Nada, sino en Dios. Por ello, incluso la misma catástrofe final está toda ella envuelta en un mensaje de esperanza.

Y es en este punto donde las sectas más agresivas y los fanáticos de turno deberían reflexionar. Como apunta Hans Küng “no fueron las narraciones Apocalípticas, tan difundidas entre los primeros cristianos, las que marcaron el modo de vivir de la joven Iglesia, sino los Evangelios”. Y aunque el Nuevo Testamento recoge el Apocalipsis de san Juan, e incorpora al evangelio otros textos apocalípticos menores (Mc. 13, Lc. 21, Jn. 5,25) lo hace domesticándolos y bautizándolos. El Apocalipsis, el fin del mundo, hay que contemplarlo desde el Evangelio, desde el sermón de la montaña y no al revés, querer contemplar el Sermón de la Montaña desde los castigos y catástrofes finales.

¿Que cómo acabará todo esto que llamamos mundo? desde luego si miramos los hechos que suceden cada día, más aún, si examinamos el fin de cada uno, la propia muerte, fácilmente podemos deducir que no va a ser ni fácil ni rápido ni lisonjero, más bien en dolor angustia y tribulación. Pero en ese punto es preciso dejar claro una cosa: que la tragedia de un hombre. Su cruz, su muerte, por dolorosa que sea, si se asume con fe, no desembocará nunca en un fracaso. La pasión y muerte de Jesús nos deberían servir de paradigma: la victoria final sobre la muerte y el pecado siempre llega, siempre hay una mañana de  Resurrección.

Es verdad que Dios también nos habla de “la perdición eterna” o de castigo perdurable, pero más allá de todo eso, por encima del tiempo y del espacio, debemos quedarnos con aquella petición del Padrenuestro que, según Hans Küng, no dice “Venga a nosotros tu Juicio Final, sino venga a nosotros tu Reino”. Y eso es lo que en este domingo “treinta y tres”, final del tiempo ordinario, (¡treinta y tres domingos! ¡Qué coincidencia! pues 33 años tenía también Jesús al fin de sus días), debe cada cristiano pensar y esperar más que un fin del mundo apocalíptico: el advenimiento de un Reino de justicia de amor y de paz, ya que tal será la segunda venida del Señor.
Jmf

viernes, 9 de noviembre de 2018


DOMINGO XXXII.- 11-XI-2018 (Mc. 12, 38-44) B

 Una vez más el Evangelio nos presenta una de esas paradojas, o aparentes contradicciones tan frecuentes en el discurso de Jesús. En otras ocasiones ya hemos comentado algunas, tales como: “Los últimos serán los primeros”, “Felices los que sufren, los que lloran, los que pasan hambre...”, etc. Hoy Jesús afirma que una viuda pobre, que deja en el cepo del templo lo único que tenía solamente dos reales, pero dejó más que nadie. Dios prefiere las monedas de la viuda, porque son todo lo que tiene, a los billetes que dan aquellos a los que les sobra todo. Aquellas son las monedas de la generosidad. Dios timbra los billetes con valores diferentes a los de la Casa de la Moneda. La Didajé, una especie de Catecismo muy antiguo, que se remonta casi a los Apóstoles, aconseja: “sude la limosna en tu mano” que de alguna forma también se puede aplicar a que la limosna debe ser fruto de un trabajo, de un sudor. Aquello que se da, si no lleva consigo renuncia y sacrificio, vale poco.

Uno de los consejos que le da el anciano Tobías a su hijo es precisamente la limosna: “No apartes jamás de ningún pobre el rostro y Dios no lo apartará de ti. Todo lo que te sobre repártelo en limosnas, y que no se te vayan los ojos tras lo que has dado”. La limosna tanto al pobre como al templo, fue practicada desde antiguo. Así en el Libro de los Macabeos ya se nos habla de aquellos “10.000 dracmas de plata que fueron enviados al Templo de Jerusalén para ofrecer sacrificios por los pecados de los que habían muerto en el campo de batalla”. San Pablo hace una gran colecta en Corinto para ayudar a los pobres de Jerusalén en una época en la que estaban padeciendo una gran hambre, y así lo explica en su carta. (Cor. II, 8 y 9). Estas fueron a menudo una plaga de la Humanidad. Según cuenta la Historia entre el año 1000 y 1800 en Francia hubo de 10 a 15 hambrunas por siglo. En Inglaterra durante el s. XVIII hubo 23 años de auténtica miseria. En el s. XX se logró desterrar el hambre de Europa pero no de otros continentes. Desgraciadamente siempre son los pobres los que la padecen, los jefes y los que han ostentado el mando ya han sabido ponerse a cubierto, y “un buen cubierto”, a tiempo. De ahí que tengamos que insistir una y otra vez con el fin de mentalizarnos todos en este tema con respecto a la limosna y a las colectas.

Hoy todo se mide por el rasero del dinero, a todo se le pone precio. Tanto tienes tanto vales, se suele decir. El Evangelio diría más bien: Tanto das tanto vales. Dar, entregar, darse. Una de las frases recogidas en Los Hechos puesta en boca de Jesús es aquella de que “Vale más dar que pedir”. Si lo pensamos bien, es cierto: porque quien pide, siempre será un mendigo, un necesitado; en cambio el que da es porque tiene.

Para el Evangelio lo primero es la persona después su dinero y lo demás. Para muchos hoy lo primero es tener dinero, luego ser persona. Cuando se estudia filosofía se suele decir que la idea central para los griegos era el mundo (cosmocentrismo), para la Edad Media Dios (teocentrismo), el hombre moderno ha puesto su punto central en el hombre (antropocentrismo), pero acaso, acaso tengamos pronto que suplantar al hombre por el dinero, por el culto al dinero, por el (crematocentrismo). Hoy ya no adoramos el becerro de oro, como los israelitas en el desierto, hoy solo adoramos... el oro.

Hubo un hombre de escena, no suficientemente conocido y valorado, alguno de cuyos montajes llegaron a alcanzar las mil representaciones en el Teatro de la Comedíe Français. Se llamaba Raúl Faullerau. Creo que todos hemos oído hablar de su entrega en favor de los necesitados. “Nadie tiene derecho a ser feliz a solas” solía repetir. Y “si comes tres veces al día pensando que todo el mundo hace lo mismo eres un cobarde”. Estuvo refugiado en 1942 en un poblado francés. Allí fue donde puso en marcha una de sus iniciativas, “La hora de los pobres”, formulada en los siguientes términos: “Está acabando la guerra. Los que han hecho tanto daño con sus bombas ¿no podrían dedicar una hora al año de su salario para aliviar la miseria de los pobres?

En 1944 hacía otra petición al Presidente Roosevelt para los leprosos: Prolongar la guerra un día más, pero sin guerra, dedicando los gastos a los pobres: “Un día de guerra para la paz” era el eslogan. En 1945 envió el siguiente escrito al Pentágono y al Kremlin: “Renunciad cada uno a un avión de bombardeo. No lo echaréis de menos y podríamos atender debidamente a todos los leprosos que hay actualmente en el mundo”. Creo que consiguió muy poco. Los poderosos hacen oídos sordos a estas llamadas. ¿Qué mundo es este, cabe pensar, en el que sobra dinero para hacer la guerra y falta para socorrer el hambre y la miseria? Es difícil de explicar y peor de entender.

Sobre el dinero, escribía Follerau: “El billete de banco es un fetiche, es un ídolo. Hoy no se enseña más camino que ese para llegar a ser feliz. Y el dinero lo pudre y corrompe todo, hasta la misma idea de la caridad...”. Siempre ha sido una tradición en la Iglesia esta lucha en pro del desprendimiento y ese tratar de emplear bien las riquezas, aunque luego pocos son los que la han cumplido.

El Conde Lucanor aconseja a Patronio, en el ejemplo XIV de su famosa obra, esto mismo. Cuenta que vivía en Bolonia un lombardo que había hecho una gran fortuna a base de robo y de avaricia. Estando un día gravemente enfermo pidió que viniese santo Domingo de Guzmán a confesarle. Al santo no le pareció bien tener que atender a un hombre tan ruin y envío a un fraile. Los deudos al ver venir al fraile le dijeron que en aquel momento estaba en una crisis de fiebre que viniese luego. Y el lombardo murió sin confesar. Fue entonces cuando llaman al santo para predicar el funeral; a lo que el santo accedió. Empezó con aquella frase de san Mateo: “Donde está tu tesoro está tu corazón” (6., 21), y añadió el santo: “Si abrís el pecho de ese avaro no encontraréis su corazón, porque su corazón está dentro del cofre donde guarda su dinero”. Fueron allá y así lo encontraron pero tan descompuesto y putrefacto que no había modo de acercarse debido al mal olor que desprendía. Y termina la historia Juan Manuel con unos versos que sirven de moraleja: “Gana el tesoro verdadero, y guárdate del perecedero”.

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“Siempre nos están pidiendo” suelen decir algunos. Y acaso no les falte razón. Pero la verdad es que aún habría que pedir más, e incluso tendríamos que agradecerlo, ya que es una ocasión de oro que se nos brinda para hacer una obra de la que no siempre nos acordamos o sabemos cómo llevar a cabo. ¿Que a veces cuesta desprenderse? es lógico. “El que algo quiere algo le cuesta”, y no olvidemos que se habla de querer. El que da de lo que le sobra, únicamente da “sobras” de dinero, el que se lo quita de la boca, de aquello que necesita él, ese da de corazón, esa es la verdadera entrega que al fin y al cabo es la que alaba Cristo hoy en el evangelio.

Hay mil casos en la Biblia donde se elogia este dar de lo que necesitas: Eliseo, vivía en tiempos de Acab, rey de Samaría (reino del Norte) casado con Jezabel, hija de un sacerdote de Astarté. Acab edifica un templo a Baal. Dios en castigo envía una sequía pertinaz. Entonces emprende una feroz persecución contra Elías creyéndole culpable y este huye a Sarepta, en el territorio de Sidón. Allí se encuentra con una viuda recogiendo leña. Le pide de comer, la mujer le responde: “Sólo tengo un poco de harina y un poco de aceite. Elías le pide que le haga un pan y que “la orza de harina no se vaciará ni la alcuza de aceite se agotará”. Y así sucede.

La economía de Dios no tiene nada que ver con nuestros esquemas, las matemáticas divinas y de su Providencia no coinciden con nuestro modo de calcular y pensar. Son, si cabe paradójicas, y hasta aparentemente contradictorias, algo que la matemática no admite. Pero lo que sí puede comprobar cualquiera es que aquello que se ha dado en limosna, aunque sea una cierta cantidad, nunca se va a echar de menos si se ha dado de corazón. Desde luego que de no darse así puede llegar incluso hasta parecerse a un robo. Sucede cuando te piden algo a lo que, por razones sociales o de lo que sea, no te puedes negar. Ahora bien, si según el Catecismo que hemos estudiado, “robar es quitar, tener o querer lo ajeno contra la voluntad de su dueñoestamos robando...

Hoy Jesús nos invita a la generosidad, al desprendimiento, no dar una moneda, calderilla, que llamamos cambio (el cambio para la Iglesia), si no a dar de lo que duele y cuesta porque esa es la limosna que desgrava para el día del juicio (toda limosna, según la Biblia, borra los pecados) y además es la mejor inversión que podemos hacer en el Tesoro Público del cielo, una inversión de la que podremos echar mano cuando todo nos falte y la muerte nos lo arrebate todo. Si ponemos el tesoro en el cielo, (y es palabra de Dios), allí estará también nuestro corazón, que es una forma muy hermosa de decirnos que es un modo de tener ya el cielo asegurado.
Jmf

sábado, 3 de noviembre de 2018


DOMINGO XXXI 4-XI-2018 (Mc. 12, 28-34) B
  
La lectura del evangelio de hoy recuerda algo así como un examen de Doctrina Cristiana: -¿Cuál es el primer mandamiento? La pregunta es de un letrado en la Ley. Jesús da la respuesta acertada y ampliamente: “Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es semejante al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos”. El letrado lo aprueba. Jesús responde de acuerdo con la Biblia (Dt. 6, 4ss.) pero además opina. Él era el maestro. ¿Por qué Jesús no se queda en el primer mandamiento? Hubiera respondido cumplidamente. Pero Él quiere unir los dos extremos ya que son dos mandamientos que no se pueden separar: Dios y el prójimo, y además equipara al prójimo haciéndolo igual al mismo Dios, Y aun añade: “esta manera de actuar vale más que todo el culto, que todos los ritos y oraciones”.

Lo que sucede es que unir estos dos mandamientos de amor a Dios y al prójimo siempre ha sido una labor difícil y manipulada, porque, o bien verticalizamos la Religión prescindiendo del prójimo o nos entregamos a trabajar en bien de los demás olvidando a Dios. Es difícil componer el equilibrio de esa cruz: el palo vertical que mira a Dios y el horizontal que mira al prójimo. Será porque siempre resulta una cruz esa labor. Es una tensión que se ha experimentado, por ejemplo, modernamente dentro de la Iglesia con la llamada Teología de la liberación a la que se le acusa de horizontalizar su apostolado en su lucha sacrificando zonas o parcelas de la Teología tradicional en aras de los más oprimidos, con lo que parece descuidarse un tanto del Dios de los cielos. Los que tal hablan acaso olvidan que la misma palabra Religión no quiere decir más que unir, religar pero no sólo al hombre con Dios sino a los hombres con los hombres empezando por los más menesterosos.

Parece como si hubiera que evitar todo riesgo a ultranza haciendo una religión de escapismo místico en vez de enfrentarse con la realidad sangrante. Si detrás de nuestra actuación late el verdadero amor al prójimo no hay nada que temer. Jesús afirma taxativamente que muchos se salvaran sin haberle conocido ¿Cuándo te vimos con hambre…? (Mt. 25). Lo que sucede es que a menudo funcionamos con un cristianismo donde la palabra amor, miseria, hambre, pobres, desheredados, marginados... brilla por su ausencia.

El amor al prójimo no se realiza domesticando el problema y descafeinándolo sino actuando con amor total y evangélico y eso es muy comprometido. No es el amor de igualdad que muchos predican (todos iguales), ni siquiera el amor de fraternidad (amar al prójimo como a un hermano). El amor que exige Jesús va más allá de una justicia distributiva, es amar como a ti mismo. Porque amar simplemente es muy etéreo. Necesitamos un punto de referencia, una medida, y esa es “como a ti mismo”. La que acostumbramos a usar es otra muy distinta, la “ley del embudo”: cuando mido para mí son 120, cuando mido para el prójimo son 80. Eso no sólo no es amor sino que es injusticia. Y la primera regla es que el amor al prójimo debe empezar donde termina la justicia: si te debo 100 no te puedo devolver 80 y luego decirte, “estas 20 restantes te las doy de propina, por amor, por caridad, porque te aprecio...”. Si debo 100, en justicia debo devolver las 100. A partir de ahí sí se puede hablar de caridad. Y es por eso por lo que también el cristiano desgraciadamente necesita leyes y códigos. Jesús prescinde de ellas, le basta suplir a Dios por el prójimo a quien hay que amar como a uno mismo, y sobre todo si es pobre, enfermo, necesitado..., porque es ahí donde más presente se encuentra Dios. Todo lo demás es literatura y ganas de marear la perdiz.

Uno piensa, a la vista de muchas reacciones y actitudes, si nuestro Cristianismo también estará enfermo. Hay poca, muy poca caridad incluso entre cristianos, y no debemos olvidar que caridad es gracia, que la caridad es la salud del alma, lo demás es sólo fiebre. Decía Luis Buñuel a propósito de esas grandes manifestaciones de la religión: “Estoy de acuerdo con los que buscan la verdad humildemente, pero en total desacuerdo con los que dicen o creen haberla ya encontrado”. De algún modo también suena a voz profética.

La verdad para un cristiano es el prójimo, esa es la verdad encarnada, hecha realidad. Pero al prójimo hay que amarlo de otro modo, hay que llegar hasta a identificarnos con él. Para eso necesitamos un dinamismo más visceral en nuestra convivencia de acuerdo con unos principios de psicología elemental. Y sobre todo, sobre todo, el prójimo debe sentirse amado. No está en decir amamos, el secreto está más bien en sentirnos queridos. Ahí está el quid de todo esto.

Lo explican de modo muy hermoso los místicos musulmanes por medio de la siguiente parábola: Él llama a la puerta. Una voz desde dentro pregunta -Tú ¿quién eres? -Soy Ansar. -No tengo sitio para ti y para mí en mi casa... Y la puerta permaneció cerrada. Al cabo de un año él vuelve a llamar y de nuevo la voz desde dentro le pregunta. -Tú ¿quién eres? -Soy tu hermano... La voz del interior le devuelve la misma contestación que la vez anterior. Vuelve de nuevo después de haber pasado en el desierto todo un año de ayuno y oración y llama por tercera vez: -Tú ¿quién eres? -Soy ... tú, contesta él. Y al momento la puerta se abrió de par en par. Y es que, como dice Egidio, aquel campanero de san Francisco de Asís en Las Florecillas: “El amor hace iguales a los que se aman si los encuentra desiguales, y los une si los haya desunidos”.

El amor como a ti mismo, ¿qué otro punto de referencia mejor y más a mano?, es lo que nos pide Jesús y ese el único amor que tiene valor legal, todos los demás son sucedáneos y falsificaciones. Por eso es tan poco frecuente encontrar un buen cristiano, por ser tan difícil amar a los demás como a nosotros mismos. Primero yo..., tú, a todo más, serás un hermano o un buen amigo... eso no es amor cristiano.

Pero ¿cómo conseguir esa meta? Sólo si entra en juego el amor de Dios para que desaloje al egoísmo y al amor propio. Es lo que dice Blondel a propósito del amor conyugal: “Cuando los dos son uno es cuando son tres”. Hacerse uno con todos, “que todos sean uno”, pedía Jesús al Padre. Pero para eso hay que vaciarse del yo. Sólo así se podrá decir con toda verdad lo que Charles Moëller anota a propósito de C.J. Chardonne: “El amor es mucho más que el amor”.

De todas formas para quienes se han entregado a la causa de los hombres en una lucha sin igual para hacer un mundo más fraternal, más justo, más humano, que sepan que Dios va con ellos. El supremo acto de amor, el de dar la vida por los amigos (muchos han dado también su sangre que es vaciarse totalmente de uno en favor de los demás), pero ese vacío se va llenando, casi sin darse cuenta, de divinidad. O como decía el profeta Mahoma: “El supremo altruismo es morir por el Dios de los demás” sacrificando hasta las propias ideas en favor del prójimo.

Jesús dice al letrado: “No estás lejos del reino de Dios”.  En otra ocasión los apóstoles prohíben a un exorcista a que expulse los demonios en nombre de Jesús, “no es de los nuestros”, argumentan. Pero Jesús les reprende: “No se lo impidáis, quien no está contra vosotros está con vosotros”.  Hubo muchos filósofos que trataron de resumir su filosofía en una sola frase y muchos científicos y matemáticos que trataron de condensar una ley en una sola fórmula. Jesús lo ha hecho tan magistralmente que su aplicación convertirla el mundo en que vivimos en un mundo diametralmente opuesto, irreconocible. ¿Nos imaginamos que todo el mundo amara al prójimo como a sí mismo? Todos, ¡todos! saldríamos ganado el cien por cien. Algo de malo lleva el hombre dentro de su alma que no le deja ver ni aún aquello que, casi sin ningún esfuerzo, al menos de tipo económico o físico, sería capaz de transformar el mundo solucionando de un golpe casi, casi todos los problemas que agobian a esta pobre humanidad herida.

Una razón más para pedirle al Señor que nos ayude en esta hora de paz, de dialogo, de cambio de rumbo en nuestra Historia. Y por lo que está de nuestra parte no esperar que las grandes potencias se pongan de acuerdo, empezar por nosotros, por nuestros prójimos, porque ese fue otro de los grandes aciertos de Cristo: no emplazar la ley al tiempo y al espacio sino empezar aquí y ahora, amando con toda nuestra mente, con todo el corazón, con toda el alma al que está a nuestro lado, aunque sea nuestro mayor enemigo. No hay otro camino. La Historia, en los años que lleva haciendo de cronista de los hombres, ha sido y sigue siendo un buen testigo de la fórmula acuñada por Jesús.
Jmf

jueves, 1 de noviembre de 2018


FESTIVIDAD TODOS LOS FIELES DIFUNTOS 2-XI-2018 B

Nunca hasta ahora se ha vivido más en contacto con la muerte.  Basta abrir cualquier periódico y pasar la vista por sus páginas, enseguida nos encontramos con esquelas, guerras, terrorismo, asesinatos, accidentes... cuyas víctimas se contabilizan cada fin de semana y se multiplican en cada puente festivo, puentes como este de “los Santos”. No hay un telediario sin muertos. Más aun, cuando tratamos de olvidar y ver televisión de entretenimiento ¡cuánta muerte nos brindan las películas que se proyectan! En una de las asambleas de la Academia Americana de Pediatras que tuvo lugar en 1971, se hizo la siguiente comunicación: “Un niño de 14 años que vea normalmente la TV, al llegar a esa edad es posible que haya visto una media de 18.000 muertes, la mayor parte de ellas violentas”. Creo que ahora ya se quedaría corta la cifra.

Si ojeamos la Historia de nuestro siglo sucede tres cuartos de lo mismo: dos guerras mundiales, bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, campos de concentración nazis, archipiélagos Gulap, genocidios en África y Europa... Y con todo eso nunca hemos “pasado” tanto de la muerte. La queremos ver... pero cada vez más lejos y no porque la expectativa media de vida para el hombre no sea optimista, pues rebasa hoy día los 70 años, incluso hay gente de 80 y 90 que aparenta menos, sino porque cada día nos apartamos más de los símbolos, del lenguaje que recuerda la muerte empleando cientos de eufemismos. Hasta apartamos de la vista a los mismos seres queridos que agonizan...

En el hombre del paleolítico la edad media no solía rebasar los 18 años y apenas conocía la muerte natural pues morir víctima de sus enemigos, hombres o bestias, era tan normal como lo es hoy morir de cáncer, de un ataque al corazón o de un accidente de carretera o laboral. La edad media del hombre, contemporáneo de Jesús, alcanzaba los 20 años, Él vivió 33. En el s. XIX se duplicó esta cifra y en el s. XX se multiplicó por cuatro. Otro factor que aleja la idea de la muerte de nosotros es que ésta tiene lugar en soledad, lejos de la mirada de parientes y deudos, en un rincón de un Hospital. Antes la familia se comprometía en serio, afectiva y efectivamente con sus moribundos y enfermos. En los Centros Sanitarios suelen regir unos horarios de visita que sólo permiten un contacto superficial y de sólo un tiempo con los pacientes. No queremos complicarnos con la muerte ni que ella nos complique la vida. Si el enfermo tiene la suerte de ser creyente puede consolarse sintiéndose acompañado de su fe, imaginándose rodeado de la presencia espiritual de Jesús, de la Virgen, de los santos de su devoción y aliviar así sus horas de soledad con la compañía de lo sobrenatural. ¡Feliz que lo consiga! De lo contrario tendrá que conformarse y resignarse a esperar el terrible desenlace, tarea a menudo difícil, dolorosa y lenta. Y una vez que llega el momento final bastará con avisar a una empresa funeraria, ella se encargará de todos los trámites legales y de gestión, desde las esquelas hasta el nicho donde reposar.

Razones de diversa índole pueden aconsejar que el muerto quede aquella noche en el tanatorio del Hospital. Y de aquel luto llevado tiempos atrás rigurosamente dos o tres años, ya no queda nada, ni del vestido de alivio, ni del pasar unos días sin salir de casa, sin oír música, sin participar en fiestas. La vida sigue y nunca más verdad que aquel refrán “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. No es que esté mejor o peor, que sea más o menos razonable esto que aquello, lo que pretendo decir es que cada día nos alejamos más y más de la idea de la muerte a pesar de estar de una forma u otra más presente entre nosotros. Un difunto ya no es un ser insustituible que deja un hueco difícil de llenar. “De imprescindibles está el cementerio lleno”. Un escritor a alemán Max Frisch hizo un test a sus contemporáneos que dejó impreso en su Diario (1966-1971) cuyas preguntas podíamos también hacérnoslas en este día:
1) Tiene Vd. miedo a la muerte? ¿Desde cuándo?
2) ¿Qué hace Vd. para combatirlo
3) Si no teme la muerte ¿le asusta morir?
4) ¿Le gustaría no morir nunca?
5) ¿Pensó alguna vez que tiene que morir y cómo?
6) ¿Le gustaría aprender a morir bien?
7) Cuando piensa en la muerte ¿le da más pena de Vd. o de quienes sufran por su muerte?
8) Si cree en el Más Allá ¿le consuela la idea de volver a vernos?
9) ¿Pensó alguna vez por qué los moribundos no lloran?” 
Habría que escuchar las respuestas. Lo que es cierto es que todos vivimos como si los que tuvieran que morir fueran los demás. Se escribe poco y mal sobre la muerte. Escasean los manuales para enseñar a bien morir y no hablo de eutanasia activa o pasiva. Nuestra muerte suele ser, a menudo, improvisada... nos coge por sorpresa. Aun estando graves, alguien se encargará de hacérnosla olvidar quitando importancia a nuestro estado. Como dijo el poeta alemán Erich Fried: “Un perro que muere y sabe que muere, y puede decir que sabe que muere como un perro, ese es un hombre”. Y sobre todo para el que muere sin esperanza también para él morir es una incógnita. Médicos, parientes, amigos, cuando se acerque el fatal momento no nos. van a hablar ya de muerte, al contrario nos animarán afirmándonos que pronto sanaremos. Un signo más de nuestra gravedad. ¿No sería más ético decirle al enfermo la verdad? ¿No sería mejor en vez de prometerle falsamente más vida ofrecerle cristianamente la aceptación de la muerte para que no sienta perder ésta a cambio de la vida eterna?

Elisabeth Kübler Ros estudió ese momento final, y lo describe como una sucesión de las siguientes fases: represión, cólera, negociación, depresión y al final aceptación, fases que alguien comparó con las que sufre el estudiante al suspender: cólera, pide al profesor explicaciones, se las dan y se deprime, no hay nada que hacer, y al final termina haciéndose a la idea que hay que aceptar la nota ¿Por qué no empezar por el final aceptando la muerte? Una esperanza firme, una fe profunda de que estamos salvados, además de tranquilizar y consolar al moribundo como ninguna otra palabra o droga, le serviría para superar más fácilmente ese trance, logrando incluso el milagro de que los parientes se integraran acompañándolo más profundamente en el sufrimiento, (la fe une como nada), viviendo todos cada momento de su muerte. Lo que hiciéramos con los demás lo harán luego con nosotros. Hoy es un día apto para meditar todas estas cosas, para pensar en la muerte que llevamos dentro como lleva la fruta el hueso ¿No representamos la muerte por un esqueleto? Hoy es un día, sobre todo, de oración. La oración por los difuntos es tan antigua como el hombre. En la Biblia, el Libro II de los Macabeos (s. I a.C.) ya aconseja orar por los difuntos. San Isidoro de Sevilla (s. VII) manda que se digan misas el día siguiente.

Hoy permanece la costumbre de visitar los cementerios y celebrar funerales. Es un día envuelto en una paz esperanzada, en el recuerdo cristiano de los seres queridos que se han ido. Tras la fiesta de la Iglesia Triunfante de ayer, hoy la Iglesia Militante ruega por la Iglesia Purgante. No está bien olvidarse de los muertos. No sé quién llamaba al día de ayer el día de “las flores del remordimiento” porque luego durante el año muchos no vuelven a acordarse más del cementerio. Es una cosa buena recordarlos, nos han dejado tantas cosas, nos legaron la lección de la fugacidad de la vida, nunca bien aprendida, nos dejaron un sitio, una familia, un hogar, una herencia más o menos importante, a nosotros mismos, somos de ellos, somos hijos de su muerte. Se fueron para que ocupemos nosotros su lugar. Por eso a la muerte no se la debe arrinconar, hay que asumirla y transformarla de sombría en luminosa, de tétrica en alegre.

Cuando preparaba estas notas pensaba cuanta gente habrá pasado tal día como hoy por aquí desde que existe esta iglesia, pidiendo por los suyos. Y de nuestros antepasados más lejanos ¿quién se acuerda? Algún año recordamos a aquel José García Muñoz de Heros, hijo de José y de Francisca, muerto a los 38 años, casado dos veces y padre de seis hijos: José, Celestina, Florentina, Pascua, María y Ramona, que falleció el 15 de enero de 1853 siendo el primero inscrito en el primer libro de difuntos de esta parroquia, y cuyos restos están aquí, en el viejo cementerio, hoy patio de la iglesia... Así es de fugaz y frágil la memoria de la gente y así lo será para todos. Lo único que queda de ello es este recuerdo aquí en esta tarde envuelto en nuestra plegaria por ellos. Oraciones es lo que nos suplican.  Ojalá que en el futuro dentro de otros 165 años, al menos este día, otros vengan aquí a este mismo templo a pedir por nosotros. Hoy es nuestro deber pedir por ellos y así lo hacemos esperando que el Señor en su infinita misericordia les conceda a todos el descanso eterno. Que así sea.
Jmf.
LGUNAS TUMBAS, COMO LA DEL INSIGNE ALCALDE AVILESINO, FLORENTINO ÁLVAREZ MESA; PERIODISTA INSIGNE, FUNDADOR DEL DIARIO DE AVILÉS, de La Luz de Avilés, etc. etc. SON TUMBAS NO YA SIN FLORES; Y UN RECUERDO, NO SÉ UNA PLEGARIA, ES QUE NI SIQUIERA EL NOMBRE SOBRE SU SEPULTURA.