COMIENZO DEL AÑO LITÚRGICO 2018-19
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DOMINGO I
DE ADVIENTO 2-XII-2018 (Lc. 21, 25-28) C
La historia del Adviento se remonta al siglo VI. De san Gregorio Magno conservamos homilías
sobre este tiempo. Hasta el s. XII se cantaban aún en Roma el Gloria y el Tedeum, según el Ordo del
canónigo Benedicto de san Pedro.
Luego se quiso hacer del Adviento una pequeña Cuaresma usándose el color
morado, suprimiendo del altar las flores y de la Misa el Gloria. Hoy, tras el Concilio
Vaticano II, se trata de recuperarlo como un tiempo de esperanza.
Esperar es hermoso, diríamos que apasionante. Yo aún
recuerdo de niño cuando subíamos carretera del Puerto de Somiedo a esperar a
los de casa que venían de la Feria de San
Pedro, y en cuanto los divisábamos echábamos a correr a ver qué nos traían.
Y no sólo el que espera está impacientemente alegre, también el que llega, el esperado... La madre que espera a un
hijo, de ordinario rebosa satisfacción; pero incluso el hijo pródigo que
regresa espera que lo esperen. Un viaje pierde mucha emoción si al regreso no
te espera nadie. El día de Reyes más que una fiesta a celebrar es una espera ilusionada. La
esperanza cristiana no tiene nada que ver con las críticas de providencialismo
fatalista que de ella hicieron filósofos como Nietzsche, o sistemas filosóficos, como el Marxismo o el Existencialismo.
La esperanza cristiana supone libertad y responsabilidad.
Dos pecados, no obstante, se oponen a esta virtud de
la esperanza: la presunción del que,
abusando de la misericordia de Dios, se cree salvado sin más; y la desesperación, la de aquellos que, por
el contrario, desconfiando de la infinita misericordia de Dios, se consideran
excluidos. El que espera tiene fe, está
gozoso e incluso alimenta esa esperanza. Quien carece de fe o de esperanza es
como si estuviera medio muerto; y si es un cristiano más aún. Se parece a una
casa con la cocina apagada que acaso es más fría que una sin cocina, tenemos
experiencia de ello…
Adviento es una gozosa espera. Los hombres, que
necesitamos llenar nuestro vacío corazón de ilusiones, siempre estamos
esperando algo o en alguien; pocas veces vivimos el presente, el aquí y el ahora sin más. Soñamos siempre en otra
cosa distinta a la que tenemos, soñamos en el mañana, soñamos en que nos toque
una quiniela, en que un hijo apruebe, saque la carrera o encuentre un buen
trabajo, lo malo es que son esperanzas que a menudo alimentamos falsamente
perdiendo de ver y de disfrutar las metas que ya hemos conseguido. Esta
situación la describe muy bien esa
película de José Luis García Berlanga
realizada en 1952 y que lleva el título de “¡Bienvenido
Mr. Marshall!”.
El argumento es muy sencillo: A un pueblo, Villar del
Río, llega un día una cantante folklórica y su apoderado. Poco después aparece
también un delegado general con la noticia de que se acerca el Plan Marshall (vieja versión de lo que
hoy esperamos que sea el Mercado Común),
y con él la lluvia de dólares americanos y el bienestar del pueblo. Para ello
hay que preparar las calles. Se monta una mascarada andaluza, porque eso es lo
que gusta a los yanquis, “y así,
dicen, todo lo que les pidáis os lo
concederán”: el alcalde pide un ferrocarril, el cura más moralidad, una
viejecita chocolate, un labriego que le traigan un tractor... Sólo un viejo
hidalgo increpa a sus paisanos con palabras un tanto despectivas hacia los
yanquis: ¡Son indios, eso es lo que son,
únicamente indios! Por fin llega el día en el que hacen su entrada, pero
pasan por la calle principal del pueblo a toda velocidad sin detenerse.
Entonces empieza a cundir la decepción general y a darse cuenta de que otra vez
tendrán que ponerse a la cola para pagar los gastos del frustrado recibimiento,
quedando al final mucho más pobres que al principio. Sólo les queda mirar al
cielo porque es de allí, como lo fue siempre, de donde viene la lluvia que ahora
el pueblo espera, azotado por una pertinaz sequía.
¡Cuántas cosas esperamos que después pasan de largo
como la comitiva americana del plan
Marshall, dejándonos más pobres y esclavos que antes! Y alguna vez es preciso mirar al cielo, como
se canta en el himno de Adviento: “Rorate...
Enviad, cielos, vuestro rocío y las nubes
lluevan al Justo...”.
Tiene otro José Luis, Martín Descalzo un pasaje muy hermoso a este propósito en uno de
sus libros “Razones para la esperanza”
que merece la pena citar: “¿Habéis visto
cómo esperan los niños a los Reyes?... No pueden guardar la espera, arden sus
ojos y sus almas, pero su espera no es torturadora... ¿Sabéis por qué? Porque
los niños nunca se preguntan si lo que va a venir el día de Reyes es hermoso o
feo, magnífico o terrible. Ellos saben que lo que viene es incuestionablemente
hermoso. Lo único que ignoran es qué clase de hermosura tendrá... Es una
esperanza gozosa porque es cierta... saben que son amados. Sólo quieren saber
cómo les expresarán este año su amor. A los niños les basta un rayo de sol para
alegrarles. Pero hace falta todo un sol entero -ha escrito Goldwitzer- para que el corazón helado de un adulto se deshiele. El hombre
no sabe esperar. Y espera, además, lo que no debe. Por eso no entendimos a Dios
cuando vino. Esperábamos ver en sus manos el poder y vimos la pobreza,
esperábamos la cólera destructora y vino la gran misericordia, esperábamos
misteriosas revelaciones y vino un pedacito de carne que con muchos esfuerzos
aprendió a decir papá y mamá”
(pág. 111).
Los cristianos debemos realizar una esperanza de
futuro mejor, la cual hay que ir realizando ya, día a día, una esperanza que
crea y cree (crear y creer), que libere y que pacifique. Para ello el Evangelio
nos aconseja otear ese “más allá”,
viajar con nuestra fe hacia el futuro y vigilar entre tanto. Es un buen consejo
este duermevela, este vigilar y estar despiertos para todo.
Porque estando en guerra
necesitamos vigilar al enemigo, y si estamos en paz vigilarnos a nosotros
mismos. Un deportista necesita
vigilar y estudiar los movimientos del contrario para saber a qué atenerse
cuando ataque. En la carretera es preciso ir al volante con
los ojos bien abiertos, siempre vigilantes. Si queremos triunfar en los negocios es preciso estar al tanto en
todo momento de la variaciones de la bolsa y las finanzas. En la salud se nos recomienda vigilarnos
mediante chequeos periódicos si es que no queremos tener una desagradable
sorpresa cualquier día, en la conducta:
ahí te suelen vigilar los demás, no para ayudarte sino, a menudo, para hundirte
y criticarte, de ahí que en ese campo necesitemos todos doble vigilancia: todos
podemos quedar ciegos de espíritu, cambiar nuestro modo de ser y no notarlo,
convertirnos en unos seres vidriosos, maniáticos sin darnos ni siquiera cuenta
de ello: ¡Es tan fácil engañarnos...! De ahí la validez de ese consejo: ¡Estad en vela! Que nada nos coja por
sorpresa, ni siquiera la muerte, con la que tarde o temprano debemos contar,
pues, como decía san Juan Crisóstomo,
“para quien vive pensando en ella nunca
llega de repente”. Y podríamos añadir que no sólo la muerte sino que nada
sucede de repente, todo lo podemos ver venir si estamos atentos y
vigilantes. Y sobre todo y entre todo
debemos descubrir a Alguien que llega que es el propio Dios.
Hubo una mujer que supo esperarlo y a la que debemos
tener siempre presente, y ahora en especial durante este tiempo de Adviento: la Virgen María. Y nunca mejor que hoy para recordarla como
modelo de esperanza, precisamente en este primer día de la Novena de la Inmaculada, y en este primer domingo del tiempo
litúrgico de Adviento. Ella esperó al Señor con toda su alma, como canta Gerardo Diego en aquel hermoso
villancico de su libro Versos divinos,
que dice:
“Cuando venga, ay, yo no sé / con qué manos le tendré
que no se me rompa no,/ con qué...
Ay, dímelo tú, si no,/si es que lo sabes, José,
que soy una niña yo…!, /¡con qué manos le tendré
que no se me rompa, no!/¡con qué...!”.
“Cuando venga, ay, yo no sé / con qué manos le tendré
que no se me rompa no,/ con qué...
Ay, dímelo tú, si no,/si es que lo sabes, José,
que soy una niña yo…!, /¡con qué manos le tendré
que no se me rompa, no!/¡con qué...!”.
Jesús se acerca, pero Él no llega nunca si nosotros no
salimos a su encuentro. San Agustín
solía repetir: “Temo que el Señor pase de
largo”. Es al revés que los vecinos de Villar del Río con el Plan Marshall, aquí somos los hombres
quienes pasamos de largo ante el Señor y de su plan de ayuda, somos los hombres
quienes pasamos de Cristo y de Dios, pasamos de todo... Y es entonces cuando Él
también pasa de nosotros...
Esa debería ser la gran preocupación de este tiempo de
Adviento que hoy empieza: saber esperarlo o poder perderlo. Por eso debemos
convertir estos días, desde nuestro interior hasta en la misma forma externa de
celebrarlo (la liturgia ya lo hace a su modo), en una gozosa espera.
Jmf