viernes, 15 de marzo de 2019


DOMINGO II DE CUARESMA.- 17-III-2019 (Lc. 9, 28-36) C


El domingo pasado hemos visto a Jesús en el Monte de las Tentaciones, hoy nos lo encontramos en el Monte Tabor. El próximo domingo lo veremos hablando con la Samaritana cerca del Monte Garizím. El cuarto domingo nos hablará de Moisés elevando en el desierto la serpiente de bronce, una clara referencia al Monte Calvario en el que Cristo es elevado también sobre la cruz. Finalmente el V Domingo nos presenta a Jesús descendiendo del Monte de los Olivos al pie del cual salva a una mujer pecadora de ser ejecutada. Da la sensación de que Dios vive en las alturas, y que en el llano impera el reino del pecado.

Hoy la escena se desarrolla sobre el Monte Tabor, un promontorio que emerge en medio de la llanura de Esdrelón y que tiene una altura de unos 500 metros. En él han tenido lugar diversos acontecimientos bíblicos:
1).- La victoria de Débora y Barac contra Sísara, 2).- El encuentro de Saúl, recién nombrado rey, con tres hombres que subían al santuario de Betel llevando tres cabritas, tres panes y un odre de vino (Jue. 3. y I Sam. 10); y 3) El acontecimiento que conmemora hoy el evangelio de la Transfiguración, en el que vemos a Jesús subir a este monte con tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan, y una vez en la cumbre Jesús se transfigura ante los tres apóstoles apareciendo junto a otros dos personajes: Moisés y Elías dentro de una nube de luz. Cristo, el Verbo, la Palabra de Dios aparece  testimoniado por tres voces: una en la figura de Moisés que simboliza la Ley o palabra escrita, otra en la figura de Elías que es como la palabra profética o hablada, que denuncia y acusa, y en una tercera: la voz salida de la nube, voz de Dios que nos habla y resuena en la conciencia de cada uno, y que a la vez nos señala a Jesús como su Hijo amado, la palabra encarnada. Es la misma voz que se escucha en el Bautismo de Jesús y que recogen los cuatro evangelistas: “Este es mi hijo muy amado en quien me complazco” (Mt. 3,13).

Mucha gente escucha hoy o cree escuchar voces y ecos extraños y desconocidos venidos de un desconocido “más allá” y sin embargo pone infinidad de reparos para escuchar la voz de Dios que trata de transformarnos y de transfigurarnos interiormente. Y tampoco oímos ni escuchamos la voz de los profetas que denuncian injusticias, que acusan atropellos y que tratan de despertar nuestras conciencias con el fin de que nos decidamos de una vez por todas a ayudar de verdad al desamparado, al pueblo llano manipulado siempre, engañado siempre, al que un día se le moviliza para que grite “¡Hosanna, hosanna al hijo de David!” entre ramos de olivo y palmas, y a los ocho días escasos somos capaces de hacerle gritar: “¡Crucifícale!”. Así es el pueblo de maleable y dúctil cuando cae en manos de líderes perversos.

Recuerda aquella obra del dramaturgo noruego Enrique Ibsen que lleva por título: El enemigo del pueblo. La acción se desarrolla en la costa meridional de Noruega. El Dr. Stokmamm dirige un centro de aguas termales que al analizarlas un día se encuentran con que están contaminadas. El Director del periódico local le anima a denunciarlo: “y el pueblo se lo agradecerá eternamente”. Pero su hermano mayor no está de acuerdo ya que, subsanar ese fallo, llevaría consigo la quiebra, y cerrar el balneario durante dos años con cuantiosas pérdidas económicas. La noticia llega a las clases privilegiadas y a los notables del pueblo que se movilizan y convencen a la gente de que el cierre del balneario también repercutiría de manera negativa en sus ganancias; y se ponen del lado de los capitostes dejando al médico solo ante el peligro. Por lo visto y paradójicamente interesa más el dinero que la salud, como casi siempre. El médico tiene una hija que ejerce de maestra y es expulsada del colegio donde imparte las clases, el director del periódico se niega a publicar los análisis que prueban la contaminación, por miedo a una represalia. Sólo el médico permanece insobornable. Y a pesar de que hasta apedrean sus ventanas él no cede, recoge niños pobres y trata de inculcarles sus principios juntamente con sus hijos. Hay que gritar la verdad... “Hay que hacer hombres libres”, dice. La masa no puede regirse por el sufragio universal porque no le dejan ser libre y siempre ha sido manipulada por unos y por otros aunque sea en su propio daño.

La obra podría ser una acusación permanente a todo lo que está pasando actualmente. Aquí y allá se alzan voces de profetas que denuncian este o aquel hecho y que llegan hasta nosotros desde las injusticias sociales, la miseria del tercer mundo, y que a menudo son otra voz en el desierto; voces desde ese lenguaje de dolor que día tras día presenciamos y que cada vez nos acostumbramos más a ellas restándoles importancia. Los hechos gritan pero nadie los escucha, por miedo a que una postura en contra vaya en perjuicio de nuestros propios intereses. Y no hay que olvidar nunca que una voz así, aunque salga de las nubes, es voz divina, la voz de Dios.

Tampoco nos paramos a escuchar la voz que nace del fondo de nuestro corazón. Decía Javier Marías comentando hace años su novela Corazón tan blanco que  “cuando uno oye algo y no quiere oírlo, cierra los ojos.  Existe la posibilidad de no ver pero no de no escuchar…, los oídos no tienen párpados”. No queremos escuchar. Y escuchar es una forma de rezar. No queremos escuchar las voces que nacen del fondo de la conciencia, voces que, si fuéramos sinceros y nos detuviéramos a oírlas, veríamos que coinciden con las voces del profeta, con la voz de Dios.

Cuenta Anthony de Melo la leyenda sobre un templo lleno de campanas levantado en una isla. Cuando soplaba el viento todas las campanas repicaban arrebatando a cuantos las oían. Pero la isla se hundió bajo las aguas. La leyenda dice que las campanas seguían repicando para cualquier viajero que las supiera escuchar. Un joven se acercó hasta la orilla y estuvo mucho tiempo tratando de oír…, se hacía todo oídos, pero por más que se esforzaba no lograba escuchar nada. Abatido por el desaliento se tendió en la arena. Quizá todo era un engaño. Aquel día no hizo nada por oír, dejó bramar al mar... y fue entonces cuando en medio del silencio y del vaivén de las olas escuchó el tañido de una campanilla, luego la de otra y otra y al final miles de campanas repicaban con tan dulce armonía que se vio transportado de asombro y de alegría. Si deseas escuchar a Dios deja que hable la Creación por Él: “De todas partes nos llega su voz, a todos los confines se extiende su pregón…” (Sal. 18,5).
No escuchamos porque no hemos cambiado, no nos hemos transformado, porque no estamos convertidos, porque no hemos sido transfigurados. Seguimos queriendo hacer tres chozas en vez de levantar los ojos y escuchar la voz de la nube que nos habla. Nos asusta la verdad lo mismo que a los apóstoles. Seguimos pegados a la tierra.

Añade el Evangelio que mientras los apóstoles estaban en el monte Tabor los demás apóstoles fueron incapaces de expulsar un demonio del cuerpo de un niño epiléptico. Cuando bajaron y le preguntaron a Jesús la causa Él les respondió que tales espíritus sólo obedecen al ayuno y la abstinencia. Hay que bajar del monte, no querer hacer la pastoral desde las nubes y escuchar también la voz del pueblo llano y enfermo, y que a menudo es el eco y completa la voz de Tabor: “Este es mi Hijo”, el pobre, el hambriento, el triste y el encarcelado, “este es mi Hijo, escuchadle”. “Madurar en la fe es perder el miedo”. Madurar en la fe es echar a andar, como dice el poeta zamorano León Felipe: aunque esté
“…rendido de andar a la ventura,
buscando mi destino…
En todos los mesones he dormido,
en mesones de amor
y en mesones malditos,sin encontrar jamás mi albergue decisivo…
Ahora estoy aquí, solo…,   rendido,
pensando que no está aquí mi sitio,
que no está aquí tampoco
mi albergue decisivo…”
Es verdad que solos no podemos nada, a menudo nos equivocamos, nos desanimamos, pero ahí está el Señor, ahí está siempre Cristo y su palabra como dice san Pablo en la primera lectura, la carta que escribe a los Efesios: “Él transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa con esa energía que posee para sometérselo todo” (Fil. 3. 21).

Cuando salieron de la nube no vieron más que a Jesús, solamente  les queda el recuerdo. En los Hechos apócrifos de san Juan Jesús comenta con los apóstoles la escena y les dice: “Ni yo parecía lo que soy ni yo soy lo que parecía”. Creer en Jesús solo, sin aureolas ni triunfalismos es creer en el Jesús del Calvario, en el Jesús de la pasión, no transfigurado, sino desnudo y desfigurado porque no debemos olvidar que nuestra Redención no tuvo lugar entre los esplendores de luz del Tabor, sino en medio de la noche tormentosa y dolorida del Calvario.

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