viernes, 29 de marzo de 2019


DOMINGO IV DE CUARESMA.-31-III-2019 (Lc. 15, 1-2 y 11-32) C

Dice el poeta católico francés Charles Péguy, refiriéndose a la parábola del “hijo pródigo”: “Todas las parábolas son hermosas pero con esta millones de hombres han llorado”. Y es cierto. Y no sólo ha hecho llorar sino que ha movido las fibras más sensibles del corazón humano.  Basta con repasar, aunque sea muy someramente, las obras artísticas, literarias, musicales. etc. a que dio pie esta narración: pintores como Rembrandt, Doré, Murillo..., músicos como Debussy, compositores de ópera como Sergio Prokofiev (1891), escritores de la talla de Lope de Vega. Más interesante, sólo en el terreno literario puesto que su moral deja mucho que desear, me parece el relato novelado del premio Nobel francés André Gide conocido por El regreso del hijo pródigo. Y me parece interesante porque imagina algunos detalles de las cuatro conversaciones que el hijo pródigo mantiene después de la cena, todas ellas a cual más sugerentes.

En primer lugar la que tiene con el padre el cual se manifiesta todo comprensión: Para que tú, hijo, te encontraras de nuevo conmigo no hubiera sido imprescindible ni siquiera regresar… “pero te sentiste débil y has hecho bien”. Con el hijo mayor el diálogo se vuelve duro. Acusa a su hermano de rebelde... Y le recalca, pretendiendo que quede muy claro, aquello máxima teológica de hace siglos de que fuera de la casa del padre no hay salvación. Él sale descorazonado, pero entonces se encuentra con el amor y el cariño de la madre y esto, a la vez que lo sostiene, aplaca su ira. A ella le confiesa que en el mundo no ha encontrado esa libertad que esperaba. Es más, se vio obligado a servir a malos dueños que le tiranizaron y apenas le daban de comer.

La última de las entrevistas, acaso la más conmovedora, tiene lugar a altas horas de la noche, con un tercer hermano, el menor, del que apenas se dio cuenta al regresar y que por supuesto, no se le cita en el evangelio. Cuando entra en su alcoba lo encuentra preparando las maletas para marchar a su vez. Él también quiere probar la libertad y por más consejos que el recién llegado le da no logra disuadirle. Acaso corra mejor suerte, acaso haya aprendido la lección y no caiga en los mismos errores que su hermano. Porque nadie quiere escarmentar en cabeza ajena. Más aún, añade André Gide: “conviene que algún hijo esté siempre fuera; es bueno esperar siempre el regreso de alguien”.

El Evangelio prescinde de estos personajes intermedios. Nos habla únicamente de tres: el Padre, el hijo pródigo y el hijo mayor. Nosotros hacemos mucho hincapié en el regreso del hijo, pero habría que fijarse también un poco en la actitud de bondad del padre o en la actitud justiciera del hermano. De ahí que valdría lo mismo titular nuestra historia como la “Parábola del padre bondadoso” o la “…del hijo justiciero”.  Toda la trama se desarrolla entre unas manos que derrochan, una mente calculadora que pide justicia y un corazón que espera y que perdona.

Hubo muchos hijos pródigos que, como el hermano menor de la versión de Gide, repitieron la historia. Uno de ellos fue san Agustín. Así lo cuenta en su famoso libro de las Confesiones: “…corría tan ciegamente al precipicio que hasta me avergonzaba de no ser tan desvergonzado como eran los demás compañeros de mí edad. Porque yo les oía jactarse de sus maldades y vanagloriarse tanto más de ellas cuanto más feas y torpes eran, con lo que me aficionaba a los vicios no sólo por deleite sino por deseo de alabanza. He aquí con qué compañeros recorrí las calles y plazas de Babilonia, revolcándome en su cieno como si fuesen ungüentos olorosos” (Conf. 2, 3).

La actitud del Padre con el hijo es en primer lugar dejarle que se vaya, darle libertad… y después esperarle. No va tras él, no le busca como el Buen Pastor la oveja perdida (la parábola que Jesús cuenta inmediatamente antes que esta), o la de la mujer que encuentra la dracma extraviada. Él únicamente espera. Posiblemente sea la mejor actitud que se debe tomar en estos casos que a veces pueden darse en algunas familias.  La actitud del Hijo mayor, una persona formal, cumplidor de su deber a rajatabla, defensor de la justicia a ultranza, “¡a cada uno lo suyo, padre!”… es una actitud que a los ojos de Jesús no sale bien parada. Se considera el bueno de la casa, y a la verdad él no ha faltado en nada, pero lo echa todo a perder con su intransigencia y con su orgullo de hombre cumplidor. Recuerda un poco la actitud del fariseo frente a la del publicano cuando oraban en el templo: “Gracias, Señor, porque no soy como los demás… ni como ese publicano”. Dice Pascal que hay “dos clases de hombres: los pecadores que se consideran justos y los justos que se consideran pecadores”. Hay personas cumplidoras del deber a machamartillo cuya misericordia no se ve por ninguna parte, más aún desprecian a los otros e incluso se molestan cuando los demás quieren ser como ellos.

Cuenta Fedor Mijalovich Dostoiesvski en Los hermanos Karamazov la historia de una mujer vieja, fea y mala que es llevada a los infiernos cuando muere. El ángel de la guarda pretende sacarla de allí.  Se acuerda de que no todo lo que había hecho era malo, así en una ocasión dio una cebolla a un pobre, y así se lo dijo a Dios. Entonces Dios le dijo al ángel: “Echa la cebolla al infierno, a ver si logras que salga agarrada a ella para subirla al cielo”. El ángel voló con la cebolla hasta el infierno y cuando la vio le dijo: “Toma, agárrate fuertemente a ella a ver si te puedo sacar”. Cuando estaba ya casi fuera se dio cuenta de que los demás condenados se habían agarrado del mismo modo a ella tratando de escapar de entre las llamas. Entonces la vieja empezó a patearlos deshaciéndose de ellos al tiempo que decía: “Es a mí, a mí, no a vosotros…”. Apenas acabó de pronunciar las últimas palabras la cebolla se rompió cayendo de nuevo todos al infierno. Y allí sigue ella también, por egoísta. Hay un viejo dicho tomado de la Biblia que dice: “quien salva el alma de un hermano salva la suya”. Martín Descalzo acostumbraba a decir que “el hombre solitario no es hombre del todo. El hombre es hombre cuando ayuda a otro”. Y es verdad.

Para agradar a Dios hay que estar a bien con el hermano, hay que ayudarle, salvarle, perdonarle de corazón. Y para lograrlo nada más lejos que vanagloriarse o despreciarlo. El mundo no es una película de buenos y malos, de trigo y de cizaña. Corremos el riesgo de considerarnos nosotros trigo limpio y a los que no piensan como nosotros enviarlos al infierno. Y nadie es tan bueno, tan bueno que no tenga alguna cosa mala y nadie tan malo que no tenga alguna cosa buena.  Todos tenemos en nuestro corazón trigo y cizaña y hay que empezar por reconocerlo humildemente si queremos comprender al prójimo. Es muy fácil condenar a los demás, hablar mal de los otros, criticar al vecino, juzgar al que nos hace frente, creernos nosotros los buenos, los que estamos en posesión de la verdad, y juzgar equivocados a los otros, pero todo eso tiene muy poco de evangélico.

Jesús condena al fariseo a pesar de todos sus méritos y salva al publicano con todos sus defectos. El padre abraza al hijo pródigo a pesar de toda su mala vida y reprende al hijo fiel, no por ser fiel, cuidado, sino por su actitud intransigente. En la epístola san Pablo dice que “Dios mismo está en Cristo disculpando, reconciliando al mundo consigo sin pedirle cuenta de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado ese mensaje de reconciliación” (II Cor. 5, 19). Alude seguramente al año de perdón que generosamente había concedido Julio César a todos los delincuentes de dudosa historia que vivían en la ciudad de Corinto. Destruida en la batalla de Leucopetra por el cónsul Nummio el año 146, (antes pretor de la Hispania Ulterior, al sur del Ebro) fue reconstruida, cien años después, por el mismo César devolviéndole su antiguo esplendor y a los habitantes su reconciliación.

Si nos consideramos buenos, justos, irreprochables mentimos al rezar al comienzo de la Misa: “Yo pecador me confieso a Dios y ante vosotros hermanos que pequé gravemente de pensamiento, palabra, obra y omisión… por mi culpa…”, ni deberíamos cantar: “Señor ten piedad…”, ni recitar: “Señor, yo no soy digno…” , porque, una de dos: o suprimimos de la Misa las oraciones en las que nos reconocemos culpables, indignos y por lo que pedimos perdón, o mentimos. Además no debemos olvidar que al sentirnos pecadores nos solidarizamos con los otros, una actitud que nos hace más compañeros, más hermanos, más amigos...

“Todas las parábolas son hermosas pero con la del hijo pródigo millones de hombres han llorado” ¡Ojalá nos haga cambiar a nosotros también para que, habiendo llorado primero de arrepentimiento por sentirnos lejos de la casa del Padre, lloremos luego de alegría por encontrarnos dentro con el abrazo paternal de Dios! A eso debe ir dirigida nuestra penitencia y esa es la misión principal de la Cuaresma.  Jmf

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