III DE ADVIENTO 15-XII-2019 (Mt. 11, 2-11) A
El Adviento es un tiempo de esperanza ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? Saber
esperar, es un consejo que nunca nos ha podido venir mejor que ahora, viviendo
como vivimos. A menudo nos dejamos arrastrar por las prisas (así, en plural, que es lo malo, pues a veces la prisa
en singular es conveniente), nos dejamos llevar por el stress, por la velocidad que suele dar con frecuencia y como fruto
accidentes de carretera, infartos, tensión nerviosa y depresión. Somos cada día
más impacientes, pues perdemos la paciencia con una gran facilidad.
Al enfermo lo llamamos paciente porque
necesita ese don para curarse. Nosotros somos enfermos impacientes. José María Pemán, en una de sus piezas
teatrales, calificó a san Francisco
Javier de “divino impaciente”, por el
fuego que le abrasaba en convertir infieles. Me temo que nosotros seamos “los humanos impacientes”, demasiado
humanos. Hasta parece desfasado ya el ejemplo que nos pone el apóstol Santiago en su carta cuando dice: “El labrador aguarda... pacientemente la
cosecha...” (5, 7); pues en un laboratorio de Florida (Ogleasby) ya han logrado cultivar plantas probeta,
llamadas plantas clónicas, capaces de madurar y producir cosechas en un tiempo
récord.
Pero sabemos que la prisa nunca es buena para nada. Se lo oí hace años
a un viejo alfarero: “Para cocer bien las
piezas hay que ir despacio. Los ladrillos que se cuecen ahora en unas horas con
gasoil a los pocos años se deshacen; en cambio aquellos bloques antiguos que
cocían los romanos en sus hornos empleando dos y tres días se conservan hoy
como entonces... los romanos no tenían prisa. Y sucede lo mismo con el agua
calentada con gas o al microondas, se enfría mucho antes... Para que salgan
bien las cosas no se puede tener prisa...”. Es un sabio consejo que se
podría aplicar a tantos aspectos de la vida, a la gente que lleva un automóvil,
al que realiza un trabajo, al que estudia un problema, al que está a punto de
tomar una decisión... ¡no tener nunca prisa! Acaso es por eso por lo que el
hombre está tan ansioso de paz y de reposo.
Cuenta Anthony di Mello que
en una ocasión hubo reunión general de animales para protestar contra el hombre
porque este les arrebataba sus productos apoderándose de ellos. -Se queda con mi leche... mugía la vaca. -A mí me quita la miel, susurró la abeja. -A mí me sacrifica por mi carne, repetía la ternera. -A mí me quita la piel, intervino el
zorro. -A mí la lana, baló la oveja... Entonces se adelantó la araña
y dijo maliciosamente: -A mí desearía
quitarme algo que necesita más que nada pero no puede. -¿Qué?, preguntaron
todos a coro.-Saber esperar.
El Adviento es un tiempo de
esperanza, de saber esperar. La esperanza exige tener paciencia. Se podría
decir que la paciencia es la esperanza en
traje de diario... Y la esperanza es la paciencia en traje de
fiesta. Sin esperanza es imposible la paciencia y viceversa ¿Por qué?
Porque una esperanza que es paciente y una paciencia esperanzada son la única
fuerza capaz de trazar planes y llevarlos a la práctica con eficacia. La
impaciencia y la improvisación no son buenos consejeros.
Alguien pudiera decir que las palabras están bien pero lo importante
son los hechos, y es verdad. Decía cierto pintor moderno que había sido antes
arquitecto en activo: -Cuando proyectaba
casas de diseño muy moderno se me venían abajo, la materia no soportaba lo que
edificaba en mi imaginación, ahora sobre el lienzo puedo permitirme el lujo de
pintar cuanto me venga en gana sin riesgo de derrumbe.
En nuestro caso la pintura es la palabra, ya sea oral o escrita, “el
papel o la tela, lo aguantan todo” solemos decir cuando leemos una hazaña que
nos parece inverosímil, o una afirmación de alguna persona cualificada; otra
cosa son los hechos, ponerse a edificar y que se mantenga en pie.
No nos basta con oír, necesitamos ver, tocar, necesitamos llenar este
vacío interior y no precisamente con palabras sino con algo que esperamos, con Alguien
que anhelamos que llegue y para quien estamos hechos. Somos como Estragón y Vladimiro, los dos personajes de Esperando a Godot, obra dramática del premio Nobel Samuel Becket, y que son símbolo de una
esperanza sin sentido. Se pasan toda la obra, es decir, la vida entera,
aguardando a que llegue un extraño y misterioso personaje llamado Godot, que al final no aparece por
ninguna parte, a lo más envía un niño, símbolo de la esperanza, y que les dice
que Godot llegará... mañana. Y
mañana ¡exactamente igual! Ellos, mientras tanto, se entretienen en pequeñas
cosas: a Estragón le hacen daño los
zapatos, prefiere andar descalzo como dicen que andaba Jesús. Se los prueba Vladimir,
es preciso encontrar algo que nos dé la sensación, al menos, de vivir. El
espectador se pregunta no sólo si Godot
llegará alguna vez, sino también si su venida arreglará algo. De hecho el
terror se apodera de los dos cuando creen, en un momento dado, que se acerca,
pero, al darse cuenta de que es el viento, respiran aliviados... -“Me has asustado. -Creí que era él.
-¿Quién? -Godot-¡Bah! era el viento en los rosales... -Hagamos algo -dicen- mientras tenemos tiempo. No
todos los días hay alguien que nos necesita. Tampoco se trata de que nos
necesiten... La humanidad somos nosotros, nos guste o no nos guste...
Aprovechémonos antes de que sea tarde... El ser humano se necesita, como
necesita el tigre a sus congéneres...”. Godot no llega, pero cada día que pasa, cada minuto, cada suceso
que acontece es su precursor. De ahí la pregunta que todos debemos hacer al
mensajero, sea a través de un hecho, de una palabra, de un contratiempo... ¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a
otro? El dramaturgo Vaclav Havel,
último presidente de Checoslovaquia, escribió hace años un artículo titulado “Godot no vendrá porque no existe”. En
él afirmaba entre otras cosas: “hay que
aprender a esperar... hay que sembrar pacientemente... regar...
pacientemente... todos los días... con comprensión, con humildad, con amor. Si
aprendemos a esperar... la
Humanidad no puede terminar tan mal como nos lo imaginamos.” (ABC
del 6-XII-92.-Blanco y Negro, p. 10).
Cristo no es Godot. Cristo,
al final, llega siempre, de una forma u otra hasta en el niño de Navidad que
resultó ser el mismo Dios aunque casi nadie se enteró. A veces tarda. A veces
es difícil reconocerlo. Otras veces al llegar nos decepciona, esperábamos a
otro.
A veces pasa de largo a nuestro lado. Esperábamos que sería de otra
manera, como sucedió a quienes esperaban un Mesías Libertador, o a los mismos discípulos...
La razón es porque a menudo tergiversamos o mistificamos demasiado los valores
y mensajes del Reino, llenándolos de epítetos altisonantes pero que nada tienen
que ver con el mensaje evangélico.
En
realidad Jesús cuando vino defraudó
a todos sus seguidores. Cuando le preguntan a Jesús en qué se reconocerá su mensaje mesiánico no responde con
palabras, discursos o teorías solamente, sino que echa mano del lenguaje de los
hechos, hechos concretos en favor de los oprimidos, de los más débiles y de los
pobres, y esto lo hace hasta en tres ocasiones a cual más solemne. 1ª) Cuando da contestación a
los enviados de Juan Bautista: “Los pobres son evangelizados...” (Mat.
11,7). 2ª) Cuando lee un texto del profeta Isaías
en la sinagoga de Nazaret y lo comenta: “El
Espíritu me envió para evangelizar a los pobres...” (Lc. 4,18). 3ª) Cuando
habla del juicio final: “Tuve hambre y me disteis de comer...,
estaba enfermo y me visitasteis...” (Mt. 25, 42) (Brey).
Tenemos demasiada fantasía. Pero Jesús
no es sólo una bella teoría, Jesús es
una realidad viva, una realidad sangrante que se hace presente en los más
pobres, en los sordos, ciegos, cojos, tullidos, leprosos, muertos, pecadores,
publicanos, prostitutas, etc. Sin embargo pedimos con justicia para los
criminales justicia, cadena perpetua incluso. Pero, si somos justos habría que
ver quien educó, donde se educó y en qué circunstancias vivió esa persona para
convertirse en un delincuente.
Cristo llega y les anuncia libertad, perdón, misericordia, compasión,
salud, vida, también a los presos... Y además de proclamarlo lo lleva a cabo...
“Id y decid a Juan lo que estáis viendo y
oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan, los muertos resucitan y a los
pobres se le anuncia una buena noticia... y dichoso aquel que no se sienta
defraudado por mi” (Mt. 11, 5). Sólo pide dos cosas: 1ª) No sentirnos
defraudados con su mensaje porque nos falte fe y es que sólo con fe se
comprende la esperanza. “La fe que más
amo es la esperanza, dice Dios... es lo que más me admira... escribió Charles Peguy. Estragón y Vladimiro
esperan pero no tienen fe. 2ª) Nos pide también ser más humildes, como Juan, “el más pequeño es más
grande que él”, hacernos niños, como el que nació en Belén. Con esa fe, con esa sencillez debemos esperar
durante el Adviento al Mesías que, aunque aquí, en este tiempo la Liturgia no nos
representa a Jesús niño sino un
hombre, como de treinta años y que busca ser bautizado en el Jordán, es porque
el ser niño no tiene otra misión que ser más fuerte. La fuerza de la debilidad.
La tempestad y el huracán rompen los árboles robustos de los bosques pero pasan
sobre la tierna hierba apenas sin dañarla porque se doblega a su paso. Jmf.
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