jueves, 5 de diciembre de 2019


DOMINGO II DE ADVIENTO. 8-XII-2019 (Mt. 3, 1-12) A

 Una voz nos llega del desierto: “Convertíos, está cerca el Reino de Dios”. Este grito, en día de la novena de la Inmaculada invitándonos a un cambio, nos trae a la memoria la conversión de aquel gran escritor francés, Paul Claudel, autor de dramas tan hermosos como La anunciación de María.
Era la noche de Navidad del año 1889. P. Claudel se había acercado a la catedral de Notre Dame de París. Buscaba presenciar las ceremonias católicas en vivo para poder describirlas luego con mayor perfección en sus escritos. Él no era creyente. Oyó la misa, luego, durante las Vísperas, al escuchar el canto del Magníficat, en un instante su corazón fue tocado por Dios y exclamó: “Yo creo. Es verdad que Dios existe, que me ama y me está llamando”. Siguieron lágrimas y sollozos. El coro cantaba ahora el Adeste fideles... venid, venid adoremos... El 25 de diciembre de 1890 P. Claudel hacía en Notre Dame su segunda primera Comunión a la edad de 22 años.
Estando como estamos en la Novena de la Inmaculada no podemos menos de recordar la parte activa que la Virgen ha tenido en la vuelta al cristianismo de tantos y tantos conversos. Con todo derecho podía exclamar P. Claudel en su Magníficat, escrito en 1907, alabanzas a María como estas: “¡Oh Madre de mi Dios! ¡Oh mujer, entre todas las mujeres, Vos habéis llegado por fin, después de este largo viaje, hasta mí!”.
También fue muy sonada la conversión del poeta y lingüista irlandés Douglas Hyde en la que la Virgen tuvo de igual modo su acción definitiva. Lo confiesa él mismo: “Sabía que María ocupaba en el culto católico un importante puesto de honor y había leído, no sé dónde, que ella era la Medianera de todas las gracias. Tal vez Ella podría ayudarme a cubrir la distancia entre Dios y yo... Encendí una vela delante de su imagen. Mientras una mitad de mí yo, se rebelaba ante aquella insubstancialísima superstición, la otra mitad me susurraba: ¡Adelante...! Lo intenté y conseguí vencerme: pude creer y supe, al mismo tiempo -para cuantas dificultades pudiesen todavía quedar-, que mi búsqueda había alcanzado la meta”.
Conversión es allanar el camino, rellenar los baches... Se acerca la Navidad, ¡cuántos escaparates repletos de manjares y bebidas y... cuántos labios sedientos de agua... y cuántos estómagos vacíos de pan! Somos muy poco humanos. Con razón dice el Señor: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, mis caminos no son vuestros caminos”. Como dijo Charles Chaplin: “Sabemos mucho pero sentimos poco”. Tenía razón. Y un místico inglés del siglo XVI, en su obra La nube del no saber, confirma: “Nadie puede alcanzar del todo a Dios con la razón, pero cada cual puede captarlo plenamente por medio del amor”.
Algo parecido decía San Buenaventura: “Si quieres saber pregunta al deseo, no a la razón, pregúntale al gemido expresado en la plegaria no al estudio, pregúntale al esposo no al maestro”.
San Pablo nos amonesta: “Os voy a enseñar un camino mejor, ya podría yo hablar la lengua de los ángeles..., si no tengo amor de nada me sirve...”. Pretendemos saber muchas cosas pensando que ahí radica el quid de la conversión y no hay tal. En una ocasión le preguntaba una maestra a sus alumnos: -¿Por qué amaba Jesús tanto a los niños? ya que dijo que de no hacernos como ellos no entraríamos en el Reino de los cielos, y lo mismo cuando dice a Nicodemo: “Para pertenecer al Reino de los cielos es necesario volver a nacer”. La mejor respuesta fue la de una niña: “Porque los niños sólo quieren ver a Jesús, sin preguntar quién es...”. Posiblemente sea cierto. Los mayores hacemos demasiadas preguntas a Dios y eso no es amor. Debemos aprender de los niños.
George Bernanos otro gran escritor católico, escribía a este respecto: “Jesús dijo a los cardenales, teólogos, historiadores y novelistas: ´sed como niños´, y los cardenales, teólogos, historiadores y novelistas repiten a los niños siglo tras siglo sin darse por enterados: ´Tenéis que haceros como hombres, como nosotros´. Y aún se podría añadir: y si no os hacéis, sabéis y os comportáis como hombres no entraréis en el reino de la tierra”. Es verdad. Cuantas veces decimos a un niño que llora queriendo que renuncie a su niñez: “los hombres no lloran”. Claro que deberíamos hacernos todos como niños para poder nacer a una nueva vida.
En este tiempo prenavideño en el que nos preparamos para el nacimiento del Hijo de Dios, deberíamos con más razón hacernos como niños, con todos sus defectos; y en vez de gritarles: ¡Cállate! ¡Estate quieto! ¡No juegues, no llores..., come...!, habría que animarnos diciéndonos: ¡aprende a jugar como un niño, a llorar como un niño, a comportarte como un niño, sobre todo en estos días, sé como un niño niño...! Por algo Jesús nos recomienda hacernos como niños... Sería la más hermosa conversión del alma... Un niño se nos ha dado, un niño nos ha nacido... Hasta Carlos Marx decía a su hija Eleonor: “A pesar de todo tenemos que perdonar muchas cosas al Cristianismo porque al menos, nos enseña a amar a los niños...”.
Y esa conversión debe traducirse en buenas obras, sobre todo en caridad y amor. Además parece que este tiempo de Adviento hasta nos invita a ello. Debemos evitar que sea algo puramente externo. La conversión viene por el amor. El amor es más que la justicia que sólo pretende dar a cada uno lo suyo, el amor lo da todo a todos. La justicia nos hace iguales, el amor nos hace hermanos, más aún, el amor sería el único resorte, el único talismán capaz de hacer realidad aquel sueño de fraternidad universal, tercer ideal de la Revolución francesa (1789). Ese sí que sería un buen “descubrimiento” a celebrar, sin comparación posible con ningún otro, porque la fraternidad en el mundo no es que esté por estrenar, es que está por descubrir.
“Si se diera el nombre de mal, escribía en el tomo V de su Diario, Julien Green, a la falta de caridad, en vez de abrumar al pobre cuerpo humano con tanta maldición, se haría zozobrar a todo un falso cristianismo y al mismo tiempo se abriría el reino de Dios a millones de almas”. ¡Sería tan fácil y tan hermoso llamar pecado a la falta de caridad, de amor, de solidaridad, y llamar virtud al amor y a la fraternidad en todos y para con todos...!
Julien Green, premio nacional de Literatura, se convirtió al Catolicismo en Francia en 1939. Podría alguno pensar que un converso se transforma en un hombre triste y aburrido. Y sin embargo sucede todo lo contrario. Para un hombre, que encuentra a Dios, la vida es una Navidad. Así lo experimentó, y de ello dejó constancia el citado autor en el tomo IV de su Diario: “Me pregunto si podré definir lo que es la dicha... No es desde luego lo que el mundo piensa... La primera vez que la experimenté fue a los ocho años... en el Liceo... mirando por la ventana...”. Y añade: “Mientras miraba el tejado de enfrente me sentí invadido por una alegría misteriosa que cayó sobre mí repentinamente... Hoy pienso que esa dicha sería la de la Humanidad si volviera a Dios. Yo la llamo dicha religiosa a causa de su extrema importancia y de su misterioso origen...”.
El día 4 de marzo de 1951 el periódico Le Fígaro Literario comentaba a propósito de Julien Green: “Dios le dio en un grado supremo el sentimiento de una seguridad deliciosa. Comprendió entonces la inmensa alegría de los convertidos de la que el mundo no tiene ni la menor idea...”. Y no sólo el amor, también la igualdad en el mundo es casi una utopía, un imposible. Pero una igualdad que hay que entenderla, ya que curiosamente, a veces incluso en la desigualdad ordenada puede estar el verdadero equilibrio. En un coro de tres, cinco o seis voces mixtas ninguna voz es igual a las demás, allí hay sopranos, bajos, tiples, tenores o contraltos. Cada voz es diferente en calidad, timbre...potencia. A veces incluso hasta dan notas discordantes, exigidas por la más pura armonía, o cantan a destiempo, a contrapunto...; pero en medio de todo aquel mar de voces existe una unión, todas obedecen fielmente una batuta, se ayudan unas a otras, se respetan, y el buen entendimiento entre ellas hace que incluso la desigualdad al final resulte algo hermoso.
Hoy el evangelio nos muestra un camino mejor, o si lo preferimos más directo que la igualdad y que la fraternidad impuestas a golpe de ley, el camino de la conversión al amor por el amor. Y esto se hace mucho más hermoso y más real a medida que nos acercamos a Belén. Pero para alcanzar ese gozo es preciso convertirnos, volver a nacer, necesitamos echar por la borda muchas cosas de hombre que llevamos como pesado fardo en nuestro corazón, necesitamos quemar muchos caprichos y egoísmos, como le dijo San Remigio al rey franco Clodoveo, cuando aquel se disponía a recibir el bautismo: “Desde ahora quema lo que adoraste y adora lo que has quemado”, refiriéndose al vandalismo de sus tropas arrasando iglesias y quemando imágenes, una labor que se repitió a lo largo de la historia muchas veces. Ese podría ser muestro programa de Adviento: quemar el amor propio que adoramos, y amar al hermano que tantas veces humillamos y menospreciamos, acaso sin pensar que en él se esconde el rostro dolorido del niño desvalido nacido en cualquier portal de este  “belén” del mundo. Jmf

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