NAVIDAD. Ciclo A. 25-XII-2004 (Lc.
2, 1-14 y Jn. 1, 1-18).
Hoy es Navidad. Brilla una estrella. Hoy ha nacido un niño y lo
celebramos por todo lo alto... La
Navidad se ha convertido en una gran fiesta para los
cristianos y para los que no lo son tanto.
Pero, cuidado, fiesta no es sinónimo de folclore, y folclore
tampoco quiere decir juerga o relajamiento. Corremos con frecuencia ese
peligro... Hasta hemos llegado a
folclorizar hechos tan serios como la misma muerte. Antes ésta se vivía y
por eso se celebraba con banquetes funerarios, hasta con danzas fúnebres. Ahora
olvidamos al difunto convirtiendo el sepelio en un encuentro de amigos, los
velatorios en una animada tertulia en la que se habla de todo menos de la
muerte, y los duelos y pésames en fórmulas sociales vacías y sin contenido
humano alguno, salvo raras excepciones. No estoy descubriendo nada nuevo, basta
ser un poco observador. De seguir así a lo mejor terminamos como los niños de
aquella escuela rural en la que los gritos de alborozo y vivas hizo que un
transeúnte se detuviera y se acercara a preguntar qué sucedía. Sin dejar de
gritar los niños respondieron a coro: ¡Que
murió el maestro, que murió el maestro...!
Algo
de esto dan la sensación los que asisten a muchos funerales aunque no siempre
se exteriorice en voces ni en jolgorio. Son las contradicciones dialécticas en
las que vive inmerso el hombre moderno. Y lo mismo sucede con otros muchos
ritos religiosos, primeras comuniones, bodas, bautizos, o épocas festivas que
fueron vividas cristianamente en otros tiempos, tales como el Carnaval, la
noche de San Juan, las fiestas patronales, la Navidad , etc.
Belén no fue una fiesta, tuvo
poco de folclore, al menos por lo que respecta a la Sagrada Familia.
Un largo viaje al término del cual difícilmente encuentran lugar para que nazca
Jesús. María da a luz en un establo. Por carecer carecen hasta de cuna donde
recostar al niño a pesar de ser José carpintero. Creo que debió de ser una experiencia poco grata y sin punto
de comparación posible con lo que hoy imaginamos y como lo representamos. Allí
todo era pobreza, soledad, silencio, frío... se podría decir que nada fue
hermoso a no ser el mismo hecho de nacer Dios entre nosotros, pero precisamente
es eso lo que olvidamos celebrar, lo único que fue motivo de alegría: “Os ha nacido un niño, el Salvador, el Mesías,
el Señor...”.
No creo que nadie ayer en la cena de Nochebuena alzara su copa para
brindar por haber sido salvados tal día como hoy hace 2019 años. Más bien
abundarían quienes celebraron lo que fue más humillante y desconsolador para
María y San José, aquella primera Nochebuena a oscuras y sin cena, y con toda
la parafernalia que le hemos venido colgando al árbol de esta fiesta.
De todas formas sí hay gente que, aunque parece vivir de espaldas al
Mesías, encuentra un cierto sentido en la celebración material del Nacimiento
de Jesús. Oigamos por ejemplo lo que dice Margarita Yourcenar, la autora de las Memorias de Adriano:
“Yo no soy católica, ni protestante, ni
siquiera cristiana en el sentido pleno del término, pero todo me lleva a
celebrar esta fiesta tan rica en significaciones: la Navidad , esa fiesta que es
de todos. Lo que se celebra es un nacimiento, y un nacimiento como debieran ser
todos, el de un niño esperado con amor y respeto que lleva en su persona la
esperanza del mundo. Se trata de gente pobre... y es la fiesta de los hombres
de buena voluntad... Es la fiesta de los animales que participan en el misterio
sagrado de esta noche... Es la fiesta de la comunidad humana, ya que es la de
los tres Reyes, cuya leyenda nos cuenta que uno de ellos era negro... Es finalmente
la fiesta de la misma tierra, que en su marcha rebasa en esos momentos el punto
del solsticio de invierno y nos arrastra a todos hacia la primavera...”.
Pero lo más sangrante es que
el verdadero y auténtico Belén es el belén real, aquel que seguimos todos
fabricando no de barro sino de carne y hueso, el que sigue acampado, haciendo
acto de presencia, entre nosotros, ese del Cristo hecho carne sufriente que
nace cada noche, el de ese par de esposos que mendiga a lo largo y a lo ancho
del mundo cruzando el mar de la vida en frágiles pateras, de un mundo en el que
abundan más los pobres, los Herodes sanguinarios, la matanza de inocentes, el
hambre, la violencia o el hastío que las nochebuenas y canciones de ángeles a
sencillos pastorcitos.
Hace unos años leí en un periódico un chiste de Chumy Chúmez en el que se veía en primer plano a un niño con el pelo hirsuto, desarrapado y
famélico, y al fondo el portal de Belén sobre el que un ángel anunciaba: -¡Y nació en un portal! A lo que el
harapiento niño comentaba: -¡Jo! ¡Qué suerte...! Porque la verdad
es que en el Belén del mundo hay tragedias tan grandes, nacimientos tan míseros
y humildes o más que el del Belén del Evangelio.
Si abrimos bien los ojos y observamos a nuestro alrededor veremos
que los hombres somos como esas figuras de barro de los belenes tradicionales a
los que a menudo les falta una mano, un brazo, un pie y a veces hasta la
cabeza. Y sin embargo seguimos caminando por los senderos del belén de la vida.
Y nadie puede negar que este belén del mundo es un belén bastante averiado. Lo
mismo que dijo un día Nietzsche: “¡Dios ha muerto!” se podría hoy decir
con más razón: “¡El hombre ha muerto!”
pues de aquel hombre ideado por Dios, cuya imagen viva fue Jesús, apenas queda, no ya la racionalidad sino incluso la
animalidad; los irracionales nos aventajan muchas veces en el comportamiento.
Muchos hombres tal parece que han
venido a ser una subespecie del hombre: asesinatos, torturas, egoísmos,
guerras... y tantas y tantas miserias e injusticias como arrastramos por el
mundo. Entonces, al ver al hombre así, tratamos de pegarlo, de enmendarlo, de
reconstruirlo a nuestro modo. Y pensamos, infelices nosotros, que con la masa
de grandes celebraciones donde la emoción no es difícil que brote, creemos que
con caridades (en plural) prodigadas
con más intensidad que en otras épocas del año y con las felicitaciones
navideñas que cruzan por millones los aires como palomas de papel, de punta a
punta hasta los rincones más apartados de la tierra, deseando a todos felicidades (en plural), pensamos que
con eso está ya todo arreglado, que ya hemos cumplido cristianamente con las
fiestas navideñas. Y cae de su peso que Navidad no es sólo eso.
A nosotros sin duda nos agradarán
estos ritos, y es normal, como también nos agradaría más ver a Jesús triunfar, ver su reino implantado
aquí en la tierra, y pronto, “¡hágase tu
voluntad así en la tierra como en el cielo...!”, erigirlo de verdad rey de
nuestras almas. Eso sería, al menos, un ideal que hasta parece natural en nuestro
modo de discurrir. Sin embargo hasta en esto Cristo llega al mundo actuando
contra toda lógica.
Nosotros querríamos, como los
judíos piadosos de la época, un Mesías que impusiera su Reino, y Él llegó de
incógnito, haríamos lo propio porque naciera en cuna de oro y la de él fue de
heno y paja, nosotros hubiéramos escogido hombres sabios y perspicuos para
llevar la buena nueva a todas las naciones y Él escogió a unos pastores y a unos
pobres y rudos hombres de mar, esperábamos que expulsara de su lado a pecadores
y gente de mal vivir y fue el mejor amigo de todos ellos, nos gustaría verlo
gobernando sobre un trono y Él murió en el trono de un patíbulo, en fin, nos
gustaría que dos y dos fueran siempre cuatro y hasta en esto nos falla para
nuestro bien, pues Él dijo que donde dos o más están reunidos en su nombre allí
está Él también, o sea que son dos y dos más Él.
Dios actuó y actúa siempre con
una lógica distinta de la nuestra. Nosotros celebramos su nacimiento, o más
bien ya no sabemos muy bien a ciencia cierta qué es lo que celebramos...
Preguntábamos antes si habría alguien que levantara ayer la copa para brindar
por su venida... “que por nosotros los
hombres y por nuestra salvación bajo del cielo...”.
Lo folclórico en Belén terminó
siendo la matanza de inocentes para desembocar en su crucifixión... lo
verdaderamente hermoso para Cristo no fue el entorno navideño, la cena de la Nochebuena , el turrón
ni las felicitaciones sino que fue venir a salvarnos, que para nosotros es lo
que está pasando desgraciadamente más desapercibido.
Y es esa buena nueva lo que
debemos descubrir en este día, ese el verdadero mensaje navideño, la auténtica
felicitación, la gran noticia a divulgar y después a poner en práctica... “Os ha nacido un Salvador... la señal es un
pesebre, un niño envuelto en pañales” y un anuncio que retumba por los
cielos de la historia y que aún no ha dejado de escucharse si abrimos con
sinceridad nuestro corazón: ¡Paz a los
hombres de buena voluntad!, y también a todos los demás, porque todos le caemos bien a Dios...
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