viernes, 24 de abril de 2020


            DOMINGO III DE PASCUA. 26-IV-2020 (Lc. 24, 13-35) A
  
          Una palabra que se deja oír frecuentemente es la palabra  fracaso. Fracaso en las negociaciones, fracaso estudiantil, fracaso matrimonial... etc. Y un hombre fracasado es como un edificio en ruinas. Pues bien, si algo se respira entre los discípulos y simpatizantes de Jesús en los días que siguieron a su crucifixión es la palabra fracaso: unos se esconden en el Cenáculo por miedo a los judíos, otros se van a su pueblo, otros regresan de nuevo a sus faenas de pescadores en el Mar de Galilea; uno no cree, otro se suicida... realmente, de tejas abajo, los inicios del cristianismo fue una verdadera catástrofe.
          Esta sensación está reflejada en unas palabras que recoge el Evangelio de hoy en boca de los discípulos de Emaús: “Nosotros esperábamos...”, una frase que demuestra estar de vuelta de todo: de las Instituciones que no acaban de solucionar nada o casi nada por lo que parece que pretenden que todo siga igual en detrimento del sufrido ciudadano de a pie, de vuelta de los amigos que cuando más los necesitas se van cada uno a lo suyo y te dejan en la estacada, y ¡ahí te pudras!, de vuelta de los avances científicos: nosotros, dicen algunos enfermos de tal o cual dolencia, nosotros esperábamos... pero nada, han pasado varios años y las cosas siguen igual, se está de vuelta de los movimientos reivindicativos sociales que prometían cambiar el mundo y erradicar la pobreza, y las cosas siguen igual o peor, estamos de vuelta de aquel sentir general de la postguerra mundial de que podríamos vivir sin guerras, sin más limpiezas étnicas, sin más campos de exterminio, etc., y actualmente sin las tremendas pestes de otros siglos... y ya vemos lo que está pasando…, y no digamos nada si entramos en el interior de las personas, a menudo nos hallamos con gente decepcionada no sólo de todo y de todos sino incluso de sí misma. Da la sensación de que todo falla, de que nos estamos desplazando sobre arenas movedizas y en una atmósfera de decepción, con lo que terminamos pasando de todo.
          Sin embargo en la pedagogía de Jesús el fracaso es algo muy normal y cotidiano, hasta podríamos decir que conveniente y necesario, al menos así parece. En la obra teatral Nuestra Natacha, de Alejandro Casona, hay un parlamento en boca del coprotagonista Lalo, rechazado por Natacha, que ilustra esta tesis. Dice así: “En amor, como en todo ¡es tan hermoso fracasar!... El fracaso templa el ánimo, es un magnífico manantial de optimismo. Todo hombre inteligente debiera procurarse por lo menos un fracaso al mes” (I, p. 408). Pues si esto sucede con el amor ¿qué diríamos con la santidad? Aunque lo cierto es que no estamos preparados para el fracaso, el fracaso nos humilla y nos rebela.
          Jesús, el mejor pedagogo, pudo haber formado unos discípulos perfectos, que triunfaran en medio de las masas, que fueran aplaudidos, admirados, encumbrados por el pueblo. Sin embargo permite que Pedro le niegue, que Tomás dude, que Judas le traicione y se pierda, que los demás se acobarden y se encueven... que la gente, cuando salen a predicar el día de Pentecostés, diga que están borrachos... todo ello para enseñarles de un modo práctico lo útil que puede ser fracasar, saber perder, o como decimos nosotros, aprender a ser “buenos perdedores”.
          Un fracaso bien aprovechado puede servirnos más que el mejor de los triunfos. No debemos fiarnos demasiado del aplauso y la victoria, pues triunfos como el de Domingo de Ramos ya hemos visto en qué desembocaron: en Viernes de dolor, y viceversa, un Viernes de dolor terminar en un Domingo de Pascua. Tenía razón aquel chaval que le decía a su padre: “Por favor, papá, no me des más consejos, ¡déjame equivocarme solo!”, frase que pudo haber dado pie al periodista italiano de Milán, Vittorio Buttafara, a decir en un artículo titulado, “La fortuna de vivir”, lo siguiente: “Nunca he conocido a nadie dispuesto a aceptar consejos... casi todo el mundo se empeña en hacer lo que le da la gana y cometer sus propios errores. Así, al fin y a la postre, me he convencido de que los errores son indispensables para llegar a conocer el valor de la vida y aprender a tratar con el prójimo. En efecto, sólo cometiendo errores y entrando en conflicto con los egoísmos, derechos y deberes de los demás aprendemos a moderar nuestro propio orgullo,... aprendemos a vivir”. De algún modo es también lo que recoge el sabio refranero español: “Nadie escarmienta en cabeza ajena”.
          Jesús, el divino pedagogo, nos lo ha dejado bien claro en su enseñanza y luego de un modo práctico en su pasión, muerte y resurrección: el que se humilla será ensalzado.
          El gran poeta indio Rabindranat Tagore tiene una hermosa oración al respecto: Oh Dios, “permíteme orar no para librarme del peligro sino para afrontarlo sin temor. Permíteme pedir no alivio para mi dolor sino valor para sufrirlo... Concédeme que no sea un cobarde, concédeme sentir en mi triunfo solamente tu misericordia, pero deja que en mi fracaso encuentre el apretón de tu mano...”, como decía aquel padrenuestro: “El pan de cada día no me lo des, ¡ayúdame a ganarlo!”..., es decir, más que librarnos del fracaso ayúdanos a aprovecharlo y a sacar provecho de él.
          Los discípulos de Jesús le reconocieron “al partir el pan”, no en el camino, aunque Jesús suele ir siempre de camino y también es lugar de encuentro, pero en este caso sale al paso de los que van de vuelta y se sienten derrotados. Sentirse fracasado no es igual que estar decepcionado. La decepción que es el conjunto de muchos fracasos, a menudo hace más irrecuperable a las personas porque fragua poco a poco en el corazón humano, el fracaso. Este, considerado aisladamente, puede ser también el inicio de la conversión.
          El hijo pródigo, pobre y fracasado, también encuentra al padre “cuando viene de vuelta”. Sentirse fracasado, humillado, puede ser la ocasión para encontrar a Cristo puesto que es en la humildad, en ese reconocernos nada, aunque sea a golpe de contrariedad, donde más cercano está Dios de nosotros.
          Creo que los cristianos nunca deberíamos ser pesimistas ni estar decepcionados cuando todo, incluso los fracasos nos invitan al optimismo. “Cristo que es en mí, como dice Paul Claudel, más yo mismo que yo” nos da su gran lección. Un cristiano nunca debería estar triste ni ser proclive al pesimismo. “Un santo triste es un triste santo” solía repetir Santa Teresa de Jesús. El hecho de creer que estamos salvados, el hecho de sentirnos amados por Dios con ternura infinita, el hecho de creer que creemos y que esa fe es el mejor aval para justificar nuestra existencia por dura y penosa que esta sea ya sería suficiente para una invitación permanente a la alegría.
          Hay un cuadro de Rembrandt en el Museo de Louvre que representa una habitación en sombra. Sentados en torno a una mesa tres personas. Un pan sobre el mantel. La única luz que hay sale de uno de los personajes que es Jesús... los otros dos son los discípulos de Emaús en el momento de descubrir de quien se trata. Uno de ellos lo mira con gesto de asombro, el otro está ya en actitud de adoración... el fracaso acaba de convertirse en triunfo. El cuadro lo explica con su juego de luces y de sombras, de gestos y expresiones mucho mejor que si hubiera tratado de explicarlo con palabras.
          Aquel hombre colgado de una cruz el Viernes Santo por cuya vida nadie apostaría ni un ochavo, ahora vive. Pero los discípulos no se quedaron allí ensimismados contemplando su figura o el lugar que ocupó, como los tres discípulos preferidos en el Monte Tabor sino que inmediatamente se convierten en evangelistas, en anunciadores de la nueva noticia, como debe ser, y desandan aquel camino que los alejaba de la comunidad y fraternidad regresando al momento a Jerusalén.
          “El que crea en mi no quedará defraudado”, es la consigna de Jesús y que siempre lleva a efecto. Y ahí debe estar siempre la raíz y el secreto de nuestro optimismo, la alegría de toda esperanza. “La fe, la virtud, la caridad nunca están solas, quien las practica siempre está en compañía”, al menos en compañía del Señor que nos prometió estar resucitado con nosotros, entre nosotros, con los suyos todos los días “hasta el fin del mundo”.Jmf


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