DOMINGO III DE PASCUA. 26-IV-2020 (Lc. 24, 13-35) A
Una palabra que se deja oír
frecuentemente es la palabra fracaso. Fracaso en las negociaciones,
fracaso estudiantil, fracaso matrimonial... etc. Y un hombre fracasado es como
un edificio en ruinas. Pues bien, si algo se respira entre los discípulos y
simpatizantes de Jesús en los días
que siguieron a su crucifixión es la palabra fracaso: unos se esconden en el
Cenáculo por miedo a los judíos, otros se van a su pueblo, otros regresan de
nuevo a sus faenas de pescadores en el Mar de Galilea; uno no cree, otro se
suicida... realmente, de tejas abajo, los inicios del cristianismo fue una
verdadera catástrofe.
Esta sensación está reflejada en unas
palabras que recoge el Evangelio de hoy en boca de los discípulos de Emaús: “Nosotros esperábamos...”, una frase que
demuestra estar de vuelta de todo: de las Instituciones
que no acaban de solucionar nada o casi nada por lo que parece que
pretenden que todo siga igual en detrimento del sufrido ciudadano de a pie, de
vuelta de los amigos que cuando más los necesitas se van cada uno a lo suyo y te
dejan en la estacada, y ¡ahí te pudras!, de vuelta de los avances científicos: nosotros, dicen algunos enfermos de tal o cual
dolencia, nosotros esperábamos...
pero nada, han pasado varios años y las cosas siguen igual, se está de vuelta
de los movimientos reivindicativos
sociales que prometían cambiar el mundo y erradicar la pobreza, y las cosas
siguen igual o peor, estamos de vuelta de aquel sentir general de la postguerra
mundial de que podríamos vivir sin guerras, sin más limpiezas étnicas, sin más
campos de exterminio, etc., y actualmente sin las tremendas pestes de otros
siglos... y ya vemos lo que está pasando…, y no digamos nada si entramos en el
interior de las personas, a menudo nos hallamos con gente decepcionada no sólo
de todo y de todos sino incluso de sí misma. Da la sensación de que todo falla,
de que nos estamos desplazando sobre arenas movedizas y en una atmósfera de
decepción, con lo que terminamos pasando de todo.
Sin embargo en la pedagogía de Jesús el fracaso es algo muy normal y cotidiano, hasta podríamos decir que
conveniente y necesario, al menos así parece. En la obra teatral Nuestra Natacha, de Alejandro Casona, hay un parlamento en boca del coprotagonista Lalo, rechazado por Natacha, que ilustra esta tesis. Dice
así: “En amor, como en todo ¡es tan
hermoso fracasar!... El fracaso templa el ánimo, es un magnífico manantial de
optimismo. Todo hombre inteligente debiera procurarse por lo menos un fracaso
al mes” (I, p. 408). Pues si esto sucede con el amor ¿qué diríamos con la
santidad? Aunque lo cierto es que no estamos preparados para el fracaso, el
fracaso nos humilla y nos rebela.
Jesús,
el mejor pedagogo, pudo haber formado unos discípulos perfectos, que triunfaran
en medio de las masas, que fueran aplaudidos, admirados, encumbrados por el
pueblo. Sin embargo permite que Pedro
le niegue, que Tomás dude, que Judas le traicione y se pierda, que los
demás se acobarden y se encueven... que la gente, cuando salen a predicar el
día de Pentecostés, diga que están borrachos... todo ello para enseñarles de un
modo práctico lo útil que puede ser fracasar, saber perder, o como decimos
nosotros, aprender a ser “buenos perdedores”.
Un fracaso bien aprovechado puede
servirnos más que el mejor de los triunfos. No debemos fiarnos demasiado del
aplauso y la victoria, pues triunfos como el de Domingo de Ramos ya hemos visto en qué desembocaron: en Viernes de dolor, y viceversa, un
Viernes de dolor terminar en un Domingo de Pascua. Tenía razón aquel chaval que
le decía a su padre: “Por favor, papá, no
me des más consejos, ¡déjame equivocarme solo!”, frase que pudo haber dado
pie al periodista italiano de Milán,
Vittorio Buttafara, a decir en un artículo titulado, “La fortuna de vivir”, lo siguiente: “Nunca he conocido a nadie dispuesto a aceptar consejos... casi todo
el mundo se empeña en hacer lo que le da la gana y cometer sus propios errores.
Así, al fin y a la postre, me he convencido de que los errores son
indispensables para llegar a conocer el valor de la vida y aprender a tratar
con el prójimo. En efecto, sólo cometiendo errores y entrando en conflicto con
los egoísmos, derechos y deberes de los demás aprendemos a moderar nuestro
propio orgullo,... aprendemos a vivir”. De algún modo es también lo que
recoge el sabio refranero español: “Nadie
escarmienta en cabeza ajena”.
Jesús,
el divino pedagogo, nos lo ha dejado bien claro en su enseñanza y luego de un
modo práctico en su pasión, muerte y resurrección: el que se humilla será
ensalzado.
El gran poeta indio Rabindranat Tagore tiene una hermosa
oración al respecto: Oh Dios, “permíteme
orar no para librarme del peligro sino para afrontarlo sin temor. Permíteme
pedir no alivio para mi dolor sino valor para sufrirlo... Concédeme que no sea
un cobarde, concédeme sentir en mi triunfo solamente tu misericordia, pero deja
que en mi fracaso encuentre el apretón de tu mano...”, como decía aquel
padrenuestro: “El pan de cada día no me
lo des, ¡ayúdame a ganarlo!”..., es decir, más que librarnos del fracaso
ayúdanos a aprovecharlo y a sacar provecho de él.
Los discípulos de Jesús le reconocieron “al
partir el pan”, no en el camino, aunque Jesús suele ir siempre de camino y también es lugar de encuentro,
pero en este caso sale al paso de los que van de vuelta y se sienten
derrotados. Sentirse fracasado no es igual que estar decepcionado. La decepción
que es el conjunto de muchos fracasos, a menudo hace más irrecuperable a las
personas porque fragua poco a poco en el corazón humano, el fracaso. Este,
considerado aisladamente, puede ser también el inicio de la conversión.
El
hijo pródigo, pobre y fracasado, también encuentra al padre “cuando viene de
vuelta”. Sentirse fracasado, humillado, puede ser la ocasión para encontrar a
Cristo puesto que es en la humildad, en ese reconocernos nada, aunque sea a
golpe de contrariedad, donde más cercano está Dios de nosotros.
Creo que los cristianos nunca
deberíamos ser pesimistas ni estar decepcionados cuando todo, incluso los
fracasos nos invitan al optimismo. “Cristo
que es en mí, como dice Paul Claudel,
más yo mismo que yo” nos da su gran
lección. Un cristiano nunca debería estar triste ni ser proclive al pesimismo. “Un santo triste es un triste santo”
solía repetir Santa Teresa de Jesús.
El hecho de creer que estamos salvados, el hecho de sentirnos amados por Dios
con ternura infinita, el hecho de creer que creemos y que esa fe es el mejor
aval para justificar nuestra existencia por dura y penosa que esta sea ya sería
suficiente para una invitación permanente a la alegría.
Hay un cuadro de Rembrandt en el Museo de Louvre que representa una habitación en
sombra. Sentados en torno a una mesa tres personas. Un pan sobre el mantel. La
única luz que hay sale de uno de los personajes que es Jesús... los otros dos son los discípulos
de Emaús en el momento de descubrir de quien se trata. Uno de ellos lo mira
con gesto de asombro, el otro está ya en actitud de adoración... el fracaso
acaba de convertirse en triunfo. El cuadro lo explica con su juego de luces y
de sombras, de gestos y expresiones mucho mejor que si hubiera tratado de
explicarlo con palabras.
Aquel hombre colgado de una cruz el
Viernes Santo por cuya vida nadie apostaría ni un ochavo, ahora vive. Pero los
discípulos no se quedaron allí ensimismados contemplando su figura o el lugar
que ocupó, como los tres discípulos preferidos en el Monte Tabor sino que
inmediatamente se convierten en evangelistas, en anunciadores de la nueva noticia, como debe ser, y desandan aquel
camino que los alejaba de la comunidad y fraternidad regresando al momento a
Jerusalén.
“El
que crea en mi no quedará defraudado”, es la consigna de Jesús y que siempre lleva a efecto. Y
ahí debe estar siempre la raíz y el secreto de nuestro optimismo, la alegría de
toda esperanza. “La fe, la virtud, la
caridad nunca están solas, quien las practica siempre está en compañía”, al
menos en compañía del Señor que nos prometió estar resucitado con nosotros,
entre nosotros, con los suyos todos los días “hasta el fin del mundo”.Jmf
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