miércoles, 15 de abril de 2020


   II DOMINGO DE PASCUA. 19-IV-2020 (Jn. 20, 19-31) A
Con frecuencia solemos confundir fe y creencias. Las creencias se heredan, la fe no. Las creencias (en plural) pertenecen a la comunidad, son fruto a menudo del miedo, obligan, engendran supersticiones, pueden provocar angustia..., la fe es personal (es singular: yo creo), es libre, pertenece al individuo, es fruto del amor y produce paz y seguridad.
Se podría comparar en el mundo estudiantil a la diferencia que hay entre los que han adquirido unos conocimientos en la carrera obligatoria y rutinariamente para luego vivir de rentas ejerciendo su oficio sin que les importe mucho avanzar en su materia, y el científico, el investigador que se esfuerza día a día de modo voluntario y hasta apasionadamente en aumentar su ciencia en el terreno que sea.
Hay personas con muchos conocimientos pero con escasa ciencia; (referido a los cristianos serían los que incluso habiendo estudiado a fondo la religión tienen muchas creencias pero poca fe, andan de santuario en santuario, de aparición en aparición); en cambio el científico a lo mejor sólo domina su especialidad, tiene su ciencia, e ignora todo lo demás. Es el cristiano de una fe sólida en Cristo, acaso de una sola idea pero firmemente arraigada en su corazón y en torno a la cual gira toda su vida.        De ahí que las creencias aunque sean cristianas pueden derivar fácilmente en superstición, sentimentalismo, paganismo, idolatría, etc., o pueden concretarse únicamente en un cumplimiento rutinario: asistir a misa, bautizarse y casarse por la iglesia, enterrarse en cristiano, hacer la Primera Comunión y después... “si te vi no me acuerdo”, es decir, se practica la religión pero sólo como fruto de una tradición heredada: “siempre lo vimos así”, no como una respuesta personal a la fe. Y de ahí que luego se den tantas contradicciones entre la fe y el comportamiento personal.
Hay un dato muy revelador: Cuando una de estas personas de arraigadas creencias pero de escasa fe, tal como la entendemos aquí, se traslada de región o se va a vivir a otro país, si, pongamos por ejemplo, en el de origen iba los domingos a misa, en este deja el precepto a un lado con la mayor facilidad del mundo, o viceversa, si allí no iba por distintas razones personales aquí puede empezar a ir sin más por otras... Se trataba únicamente de creencias, respaldadas por la ley de la costumbre, la fuerza de la inercia que una vez que cesa deja de ejercer su influencia. La fe siempre se lleva con uno a cualquier sitio, no se abandona fácilmente e informa y mueve toda nuestra vida.
Pero no sólo en las creencias también en la fe pueden surgir las dudas. Dice el evangelio de hoy que “muchos dudaron”. Entre ellos se encontraba un discípulo de Cristo, Tomás. También hoy hay mucha gente que se siente tentada en este aspecto: dudan. Guiados únicamente por la luz de la razón y por su propio criterio rechazan todo aquello que no entienden, como si la verdad fuera algo subjetivo que dependiera de nuestra inteligencia, como si la razón fuera el único modo de conocer las cosas. ¿Sabemos cómo llegan al conocimiento de su mundo muchos animales? ¿Alguien puede decirnos cómo sabe una anguila desplazarse sin error de ningún género desde el lugar de nacimiento a los ríos donde han crecido y se han desarrollado sus progenitores? ¿Sabremos algún día el modo de conocer de los posibles habitantes de otros mundos? Sin duda que la razón no es el único instrumento para llegar al conocimiento de las cosas y descubrir las leyes del Universo.
Por eso querer reducirlo todo a las leyes que rigen este mundo a las leyes por las que se gobierna la razón es muy arriesgado. Decía Pascal: “Hablando de cosas humanas se dice que hay que conocerlas antes que amarlas..., los santos, por el contrario dicen, hablando de las cosas divinas, que hay que amarlas para conocerlas, y que no se entra en la verdad a no ser por la caridad” (Del espíritu geométrico). Y en otro lugar: “Es el corazón quien siente a Dios, y no la razón. Eso es la fe, un Dios que se siente, sensible al corazón, no a la razón” (278).
La fe es también un modo de saber acerca de una realidad a veces de manera, no voy a decir irracional, pero sí distinta a la razón. Una madre puede comprender perfectamente los problemas de su hijo valiéndose únicamente de su intuición, de esa corazonada que acompaña siempre a las madres, esa especie de intuición para adivinar el peligro y tratar de salvar al hijo. Y esto sucede también en el reino de los irracionales o que razonan con otro tipo de raciocinio diferente del nuestro.
La fe para nosotros es sobretodo certeza y seguridad en las cosas que hacemos por Dios y certeza en las cosas que Dios ha hecho por nosotros... creer que fue Él quien nos creo, que nos sigue amando, que nos ha salvado con su muerte y resurrección y que un día nos resucitará y nos llevará con Él. Decía el romántico francés Chateaubriand en “El genio del Cristianismo” a propósito de la fe: “Una obra es buena, un poema es hermoso, un silogismo válido si el que lo ve, escucha o percibe es capaz de valorarlo y apreciarlo”. Los fariseos creían a su Dios que les habló de muchas cosas acerca de la Ley, de sus exigencias, ritos y obligaciones, lo creían a Él pero no creían en Él, en aquel Dios que estando como estaba en medio de ellos no sólo no lo conocieron sino que lo juzgaron y crucificaron.
Creer es buscar. “Cuando los sabios buscan más allá de lo que han podido explicar (racionalmente) están realizando un acto de fe en la inteligibilidad del mundo. Todo laboratorio es una lugar de fe” dice Louis Evely. Durante mucho tiempo se descubrieron algunas irregularidades en el cuadro de los 92 cuerpos simples de la Tabla de elementos compuesta por Mendeleieff hacia 1860. Aquel cuadro que alineaba cuerpos simples por orden de pesos atómicos crecientes... presentaba algunos fallos. Incluso se daba el caso de que dos de sus elementos, el berilio y el indio, estaban situados en lugares de la Tabla que no les correspondían. Pero los sabios e investigadores, a pesar de aquellos fallos, no dudaron; más aún, primeramente creyeron y se fiaron, después se pusieron a investigar para encontrar nuevos cuerpos y quizá rectificar errores. Y los hallaron: cada uno tenía en la Tabla su lugar asignado...
Lo mismo sucede con la fe. Puede que existan sombras, sitios vacíos que no podemos rellenar de momento porque nuestra inteligencia es limitada. Es preciso seguir buscando, no cejar en el empeño. Creer es buscar. Hoy la ciencia, la técnica, el progreso deja también lugares vacíos en el corazón del hombre. Desde hace siglos el Evangelio es para la Humanidad la Tabla de valores que el cristiano debe completar con el hallazgo de elementos espirituales puesto que sólo ellos pueden llenar el vacío del alma teniendo en cuenta que no es la Tabla lo importante, ni las leyes, sino lo que nos dicen y representan. Y es labor nuestra descubrirlos e incorporarlos a la vida sin alterarlos. En palabras del teólogo Hans Küng “el cristiano no cree en la Biblia sino en Aquel de quien ella da testimonio, el cristiano no cree en la Tradición sino en aquel que esta nos trasmite. El cristiano no cree en la Iglesia sino en aquel a quien ella anuncia”, es decir fe no es andar por los andamios, fe no es creer en las Instituciones ni en los ritos, por sagrados que sean, fe es creer en Jesucristo resucitado. Y ya sería un gran paso en nuestro camino hacia Dios si viviéramos la fe con este espíritu.
En la última versión del Credo se nos aconseja que digamos “Creo” en singular, en vez del anterior “Creemos”. Creo, porque la fe es personal. Cuando al final del curso, niños y Catequistas, en alguna ocasión nos hemos acercado a la Catedral a dar allí la última lección de catequesis y a cantar el Credo de Nicea solemos repetir que es nuestra profesión de fe en Jesucristo y en su Iglesia. Y que esa fe en sus verdades debería ser tal que más que recitarlo deberíamos cantarlo siempre. Es el himno del cristiano, su profesión de fe. Antiguamente existía la costumbre de que cuando se llevaba a cabo un contrato los dos interesados rompían una moneda y guardaban cada uno el trozo que encajaba perfectamente en la otra parte. Si tenían que constatar la veracidad de alguna de las dos partes bastaba con unir ambos trozos. Este tipo de comprobación se  llamó el símbolo, lo que une. Lo simbólico por tanto es lo opuesto de lo diabólico, lo que desune y separa. La muerte, por ejemplo, que nosotros concebimos como una separación, tiene algo de diabólica, pero ese diábolo es sustituido por el símbolo mediante la fe en la resurrección.
“La muerte, decía don Miguel de Unamuno, es ya una expiación, una confesión, un acto de arrepentimiento que nos purifica tanto más cuanta más fe tengamos en ese momento”. Juan Sala y Serrallonga, el bandido de una de las obras de Juan Maragall a la hora de ser ajusticiado en la horca para purgar todos sus crímenes y pecados, decía al verdugo que le ponía la soga al cuello: “Moriré rezando el Credo, pero no me cuelgues hasta que no haya terminado de decir: creo en la resurrección de la carne”.
Dudar es de humanos, pero acaso nuestras dudas vengan dadas por fiarnos demasiado de las creencias y poco de Jesucristo. Creer en Jesucristo resucitado es ya una garantía de que hemos sido salvados. Jmf


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