IV DOMINGO DE PASCUA. 3-V-2020 (Jn. 10, 1-2)A
“Yo soy la puerta”. Jesús usa a veces unas comparaciones que desconciertan a primera vista: “Yo soy la puerta...”. Sin embargo ¡hay que ver la importancia que tiene en nuestra vida una puerta y lo que sugiere esta palabra! Bastaría perder mediodía la llave que la abre. Y usando un ejemplo más festivo, bastaría presenciar un partido de fútbol...; todo el mundo está pendiente de la puerta, de lo que puede suceder bajo ese dintel, entre esos tres palos en donde están puestas las miradas de todos los que siguen el partido. Y lo mismo sucede con las demás puertas ¿Qué sería una casa sin puertas? ¿Una casa sin entrada ni salida...? Habría que imaginárselo.
Tiene el filósofo francés Jean Paul Sartre una obra de teatro titulada: “A puerta cerrada” (Huis clos) que de algún modo trata de describir un recinto sin salida. Dentro de la habitación de un lujoso hotel se hallan encerradas tres personas que arrastran sobre su conciencia culpas cometidas en detrimento de su propia libertad, y de la libertad de otros. Una de ellas es un periodista que fue soldado y desertor, otra es una abortista, la tercera es una lesbiana. Las tres están ya muertas de algún modo, y además de estar muertas espiritualmente, están condenadas a permanecer juntas allí por toda la eternidad. Por eso en un momento de la obra una dice: “¿El infierno? el infierno son los demás”.
En efecto, el infierno como aquella maldita habitación, tampoco tiene puertas. Y cuando con nuestra actitud nos cerramos en banda a los demás de algún modo estamos convirtiendo el mundo, el ambiente en el que nos desenvolvemos, nuestra vida que es esa pequeña habitación de hotel cerrada a cal y canto, en un infierno. Jesús es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro libertador y si lo preferimos nuestro guardameta, el que detiene los disparos del contrario que trata de ganarnos la partida.
Yo me imagino cómo sonaría en los oídos de aquellos tres condenados en vida, de la obra de Sartre, la voz de Jesús en medio de la habitación que grita: “Yo soy la puerta. Quien entra por la puerta es el pastor, a este le abren y este va llamando a las ovejas y ellas le siguen y las saca afuera, las libera”.
Y en cuanto a la figura del pastor es una imagen que cruza toda la Biblia de cabo a rabo desde el Génesis, primer libro de las Sagradas Escrituras, en el que el primer oficio que se cita, referido a Abel y Lamec, es el oficio de pastor, hasta ese hermoso párrafo del Apocalipsis, el último libro de la Biblia que dice: “...el Cordero... los apacentará y los guiará hacia las fuentes de las aguas de la vida...” (7, 17).
Y luego nos encontramos con la figura de Moisés el libertador que era pastor. David fue el rey pastor. A profetas, como al profeta Amós que llaman el pastor del desierto. A reyes y a sacerdotes, a quienes se les considera también pastores... En Burundi también llamaban pastores a los jefes de las tribus tutsi que, procedentes de Etiopía se afincaron allí en el siglo XV. Con esta mentalidad no es de extrañar que quienes escuchaban a Jesús estas comparaciones comprendieran muy bien lo que decía pues sabían que un buen pastor madruga y va delante del rebaño en busca de buenos pastos y de fuentes o manantiales limpios donde abrevar el ganado. Pasa el día entre sus ovejas reuniéndolas al atardecer con ese chasquido que hace con la lengua y que ellas conocen perfectamente. Lleva en la mano el callado o vara y un zurrón al hombro y la onda como arma de defensa contra el lobo al que hace frente siempre.
En la literatura universal el pastor es considerado como símbolo de paz, de vida tranquila. Bastaría recordar Las Bucólicas del poeta latino Virgilio: “Títiro y Melibeo” o la tan famosa égloga cuarta en la que se habla de un niño que llega y trae la paz y hace de guía, aplicada desde muy antiguo al propio Jesús.
Fray Luis de León, entre los doce o trece “nombres de Cristo” que recoge en su conocida obra del mismo nombre, dos se refieren a este tema: en uno cuando lo llama Pastor y en otro Cordero. En Jesús se dan todas las cualidades de un pastor modelo: solícito en buscar la oveja perdida (Lc. 19,10), reúne las que están descarriadas (Mt. 9,36) y por si todo esto fuera poco el mismo Jesús se convierte en cordero, cordero de Dios que así mismo da su vida por el pastor: tal es la compenetración en el mundo evangélico entre ovejas y pastores.
Los dirigentes de las primeras comunidades cristianas fueron llamados pastores. Aún hoy tanto a los responsables de las comunidades protestantes como a los Obispos católicos se les sigue llamando pastores, y a algunos de sus escritos, pastorales.
Una de las primeras obras literarias de catequesis que data del s. II se llama “El pastor de Hermas”. En su primera parte, la Iglesia, vestida de matrona, denuncia los pecados de la comunidad creyente, y en la segunda un ángel, en figura de pastor, nos dicta las virtudes a practicar, los vicios a evitar y los doce mandamientos a cumplir. En la tercera parte nos presenta en forma de parábolas los principales preceptos cristianos. El filósofo judío Manuel Levinás solía decir que el cristiano era un pastor de sí mismo, pastor del ser.
En cuanto a la iconografía nos bastaría recordar la estatua de El buen pastor que se conserva en el Museo del Vaticano y que es un trasunto del clásico personaje mitológico Orfeo.
Este símbolo o comparación del pastor es pues una constante en la Iglesia. También nos consta por otra parte del desprecio que tenían los fariseos por este oficio. Una de las razones era porque los pastores, debido a su trabajo, no podían cumplir con muchos de los preceptos mandados por la Ley, y los fariseos los descalificaban, por ejemplo prohibiéndoles ser testigos en los juicios. Pues bien nace Jesús y el mismo Dios, de modo un tanto provocativo, hace que los primeros testigos de su venida al mundo, el hecho más trascendental de la historia de la Humanidad, sean unos pastores de Belén.
Los falsos pastores son precisamente los fariseos y contra ellos van muchas de las palabras más duras que salieron de la boca de Jesús. El pueblo padece, sufre, la presencia de este tipo de líderes que pretenden salvarlo, guiados frecuentemente más por la ambición y por el afán de poder y lucro que por el desinterés y la entrega. ¿Detrás de qué van tantos y tantos líderes que aún hoy vocean justicia en todas partes? Mandar, poder, tener, ser... Arrean el rebaño y ellos van detrás a su amparo, en retaguardia siempre, por si acaso. De ordinario quienes sufren las consecuencias y sucumben primero siempre son los mismos, los más pobres, las ovejas.
En cambio Jesús va en cabeza dando ejemplo y es Él quien muere para darnos ejemplo y salvar el rebaño. No obliga, deja en libertad, no usa los piquetes ni la fuerza, cada uno es dueño de tomar sus propias decisiones, dueño y responsable de sí mismo. Dice el escritor francés Roger Garaudy: “La vida de Cristo es divina porque está constituida enteramente por decisiones (que no nacen de las revueltas, ni de las rutinas, ni de decir a todo no). Cada palabra, cada hecho, nunca desemboca donde nosotros esperábamos. Él jamás obró por rutina, ni revoltosamente, sino muy al contrario, a golpe de invención que sorprende cada vez”.
Ni dioses ni borregos. Jesús es el pastor bueno. Debemos, como él, aprender a decir no, aprender a desmarcarnos, pero sobre todo a humillarnos, porque ese es único modo de pasar por esa puerta de las ovejas que él califica como de muy estrecha. De ello se dio perfecta cuenta don Miguel de Unamuno cuando le pedía al Señor, en una hermosa oración, o que agrandara la puerta o nos concediera virtud para humillarnos y empequeñecernos a fin de poder pasar por ella. El verso es muy hermoso, dice así:
“Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar;
la hiciste para los niños.
Yo he crecido a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta
achícame, por piedad,
vuélveme a la edad bendita
en que vivir es soñar”.
Es decir, o agrandar la puerta o hacernos como niños. Pero sabemos, y son palabras de Jesús, que en hacernos como niños es donde está el principal secreto para entrar en el Reino de los cielos. Si para llegar a Él nos mandara enriquecernos, crecer, ser más, tener más poder, etc. podíamos quejarnos del pastor, pero lo que nos manda es lo contrario y más sencillo: no tener, ser pobres, desprendidos, humillarnos, lo que no quiere decir que sea lo más fácil. Pero con Cristo al frente, con Él a nuestro lado ya nadie debe temer, más aún, todos debemos estar llenos de una gran confianza y seguridad. Lo expresa hermosamente el salmo XXII: “El señor es mi pastor nada me falta... aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque Tú vas conmigo. Tu vara y tu callado me sosiegan, me conduces hacia fuentes tranquilas y reparas mis fuerzas”. Jmf
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