DOMINGO
V DE PASCUA.-29-IV-2018 (Jn. 15, 1-8) B
Se cuenta en la vida de Juan
XXIII que, siendo aún nuncio conoció en Los Balcanes a un sacerdote
ortodoxo armenio que le dijo un día: “Excelencia, según el Evangelio hay un
pecado que Dios no perdona ni en esta ni en la otra vida. Se llama el pecado
contra el Espíritu Santo. ¿No se tratará acaso de la desunión de los
cristianos?”. Dicen sus biógrafos que aquella pregunta del sacerdote armenio
dejó en el alma del Papa una huella que duró toda su vida. “Yo soy la vid,
dice Jesús, y vosotros los
sarmientos... un sarmiento separado no puede dar fruto por sí mismo”. Desde
hace siglos existe desunión entre cristianos, desde hace siglos que no se
cumple con lo mandado en el evangelio.
La desunión de los ortodoxos
orientales se trató de subsanar desde el principio, y lo logró de momento en el
s. XI el Papa Gregorio X y el emperador Miguel VIII el Paleólogo,
en el II Concilio de Lyon, el año 1274. En acción de gracias se cantó el
Credo en latín, como símbolo de unión. Un dato curioso: asistió el rey Jaime
I de Aragón. Depusieron al Patriarca cismático José, sustituyéndolo
por un hombre docto y virtuoso, Juan Beccos, pero el arreglo duró muy
poco tiempo.
Cuatro siglos más tarde una
nueva escisión vino a dividir aún más a los cristianos. Tuvo lugar el año 1500
cuando Martín Lutero se separa de Roma, arrastrando con él a miles de
cristianos, llamados hoy protestantes. Juan XXIII trató de
restaurar la unión, como otros muchos, salvando diferencias doctrinales pero
sobre todo viscerales. Aunque siempre es más lo que nos une que lo que nos
separa, por desgracia, y no sabemos por qué, suele prevalecer más lo que nos
separa.
Incluso entre las diversas
confesiones protestantes hay más diferencia doctrinal en ciertos puntos
que entre la Iglesia Católica y Lutero. Inexplicablemente, muchos de
ellos se sienten más cerca de Lutero que de la Iglesia. Y eso se hace
más incomprensible siendo así que leemos los mismos textos de la Biblia y
recitamos el mismo Credo. Jesús dijo: “Que sean uno...”. Unidad
en la verdad, diversidad en las formas. Unidad no es lo mismo que unicidad.
Unidad consiste en sentir de manera parecida.
La unidad debe empezar desde
la base. Aquel Concilio de Lyon fracasó porque el clero y los fieles no
aceptaron la unión. Sin embargo dice el refrán: “La unión hace la fuerza”.
Así lo entendieron aquellos líderes políticos que gritaban: “Uníos hermanos
proletarios”. No lo entienden quienes tratan de crear clases, tribus o
autonomías si con ello logran tener por enemigo al vecino, y al que no es de su
raza como extranjero. Eso no es hacer cristianismo, eso es preparar el campo
para que renazca otra vez la guerra tribal, como sucedía entre los hombres
primitivos.
Lo entendió bien el P.
Peyton cuando lanzó aquella cruzada de unión de la familia con su
mundialmente famoso slogan: “La familia que reza unida permanece unida”.
No lo entienden quienes abogan alegremente, por ejemplo, por el divorcio a la
primera, por la nulidad o la separación de buenas a primeras; no olvidemos que
separar es de algún modo morir o matar. Lo entiende bien la empresa capitalista
cuando une mano de obra en el trabajo, porque sabe que el esfuerzo de cuatro más
cuatro no se suman sino que se multiplica, multiplicando por lo tanto la
producción y el beneficio. Es lo que K. Marx llamó plusvalía. Lo
entiende el entrenador de fútbol, o el director de una orquesta cuando sabe
conjuntar a sus componentes, unos ni tienen por qué jugar lo mismo y los otros
tampoco pueden tocar el mismo instrumento. Se necesita que dentro de la unión
cada uno sea independiente, actuando luego de acuerdo, a-cordis, o sea, de cor-azón.
Lo entienden los pueblos que
luchan solidariamente unidos contra el enemigo común. Seguramente recordemos la
famosa comedia de Lope de Vega Fuenteovejuna, basada en un hecho
real. Corría el año 1476. En un pueblo de Córdoba el Comendador Mayor de la
Orden de Calatrava don Hernán Pérez de Guzmán ultrajaba el honor de las
mujeres y se apoderaba de los bienes del pueblo. Un día los vecinos, cansados
de tanto pillaje, se unen, le echan mano, saquean su casa y después de
despedazarlo lo arrojan por la ventana al grito de “¡Viva Fernando e Isabel!”.
Cuando llega la justicia y tratan de descubrir a los promotores y ejecutores
del crimen ya sabemos su respuesta, “todos a una”: -“¿Quién mató al comendador?
/ -Fuenteovejuna lo hizo / -Pero ¿y sí os martirizo...? / Aunque
nos matéis, señor...”. ¿Quién mató al Comendador? / -Fuente
Ovejuna, señor. / -¿Y quién es Fuente Ovejuna? / -Todos a una...”.
Nosotros estamos con vida
mientras el alma permanece unida al cuerpo, según el modo clásico de hablar.
Cuando el alma se separa nos morimos y el cuerpo se corrompe y descompone. O
sea, cuanta más unión... más vida. “Todo reino dividido perecerá”. Es
por lo que también el corazón y la razón deben marchar y actuar unidos, de lo
contrario nos dividimos terminando esquizofrénicos. Cuando se vive en la
mentira somos dos: el que soy y el que aparento ser. Vivir en la verdad es ser
el que se es pues la verdad es el único valor que hace al hombre completamente
libre. Cuanto más UNO seamos más nos pareceremos a Dios, que a pesar de
ser trino en personas, el amor las unifica haciéndolas UNO en esencia.
Si toda la Humanidad practicara esta clase de amor seríamos una común-unidad
de verdad.
Cuando alguien plantea un
cambio de estructuras en la Iglesia, una pequeña revolución, muchos creen que
se trata de acabar con todo, cuando a menudo lo que se pretende es volver a las
raíces, cortar las ramas secas que a pesar de que siempre han estado ahí no dan
ya fruto. Hace unos años esa plaga terrible de las vides llamada filoxera
atacó a una gran parte de los viñedos del Sur de Europa. La solución fue
arrancar todas las viejas cepas enfermas o caducas, y sustituirlas por otras
nuevas importadas de América, más resistentes a la plaga. De ese modo los
campesinos se vieron libres de la ruina que les amenazaba. Aún hoy se las
reconoce como “viñas americanas”. Otro tanto tendríamos que hacer en
nuestra Iglesia si no queremos verla agonizar.
Hace años (1977) el escritor José
Mª Gironella publicó un libro que levantó cierto revuelo: “El escándalo
de Tierra Santa”. En él se pregunta por qué el mundo cristiano, amando a un
mismo Jesús, está tan desunido. Causa escándalo que el mismo templo del
Santo Sepulcro haya tenido que repartirse entre los armenios,
marionitas, sirios, coptos, ortodoxos griegos y católicos.
Por otra parte, si empezamos a contar las sectas protestantes más conocidas
quedaríamos asombrados de las profundas divisiones, a veces por cosas mínimas,
entre los mil millones de seguidores de Cristo. Ciertamente hay un sólo Pastor,
pero hay más de 250 rebaños. Y ser cristiano es estar, sobre todo, unido, a los
demás y en Cristo.
Hubo y hay muchos conatos de
acercamiento que trataron y tratan de armonizar dogmas, ritos o derechos, pero
lo que sobra de protagonismo se echa en falta de espíritu. Tendremos que seguir
insistiendo. “Dios siempre busca un camino para llegar al corazón más
obstinado” escribió el filósofo francés Manuel Mounier, un escritor cristiano
que murió agotado a los 45 años en 1950 buscando el denominador común de la fe
cristiana para que los hombres se entendieran mediante una revolución de la
persona y de la comunidad, capaz de acabar con la miseria de los pobres y con
lo que él llamaba “el desorden implantado”. Sólo el cristianismo es
capaz de hacer tal gesto, con tal de que sea un cristianismo auténtico que se
deje de palabrerías y que vaya al grano.
M. Mounier aún tenía fe en que un
cristiano unido a Cristo sería capaz de cambiar el mundo. “Pero
entonces, y son sus palabras, que despliegue velas sobre el mástil, y
zarpando del puerto donde está vegetando, que enfile hacia la estrella más
lejana sin cuidarse de la noche que lo envuelve” (I 56). “Los más
prehistóricos animales que se refugiaron en el rincón tranquilo de una concha
no llegaron más que a ser moluscos, centollos y percebes. En cambio el pez que
se arriesgó y corrió la aventura de desplazarse por las aguas con la piel
desnuda, abrió un camino que desembocó en el homo sapiens” (III. 460, 511).
Es necesario luchar contra corriente, unidos por el amor para vencer el odio y
la miseria de este mundo.
Para ello tenemos que unir
mano con mano contra el desamor y el desamparo, contra la injusticia y la
pobreza, recordando aquel hermoso dicho que nunca deberíamos cansarnos de
repetir y practicar: “Si todos nos diéramos de verdad la mano no habría
ninguna pidiendo”.