viernes, 31 de agosto de 2018


DOMINGO XXII. 2-IX-2018  (Mc. 7, 1-8a. 14-15. 21-23) B

Recuerdo que, siendo aún seminarista en Oviedo, íbamos de paseo hasta La Corredoria. Allí había, -no sé si aún sigue o no-, una piedra frente a la iglesia parroquial con una inscripción: “A Oviedo 1/2 legua”. Eso era entonces, pero hoy aquello ya es Oviedo y las distancias ya no son las mismas. Algo así sucedió con ciertas normas de la moral tradicional: cuando las leemos ahora, son como piedras miliares que fueron válidas en algún tiempo pero que hoy ya están desfasadas puesto que la gente ya hace poco o ningún caso de ellas.

En un libro muy conflictivo de un Obispo anglicano llamado John A.T. Robinson aparecido en 1967 titulado “Sincero para con Dios”, llama a este tipo de leyes: “Moral en conserva”. Luego añade: “Lo que debe regular nuestros actos no es el amor a la Ley sino la ley del amor” como enseña Jesucristo. Por eso aprueba que David, acosado por el hambre, comiera los panes de la proposición, cosa prohibida por la ley (Mt. 12, 3), perdona a la adúltera con aquellas palabras “Vete y no quieras pecar más (Jn. 8, 11), cura en sábado rompiendo con la ley del descanso porque “No se hizo el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre” (Mc, 2, 27), norma que sirve igualmente para aplicar a algunas leyes del Estado: no es el hombre quien tiene que servir al Estado, es el Estado quien debe servir a los ciudadanos; y finalmente la acusación del evangelio de hoy: “¿Por qué tus discípulos comen sin lavarse las manos?”. Creo que esta frase tuvo que revolver los sentimientos más profundos de Jesús al recordar que ese mismo gesto de “lavarse las manos” lo practicaría en su pasión Pilatos, instigado por ellos, para enviarlo a la cruz. “Nada que entra por la boca es impuro, lo que sale del corazón es lo que hace al hombre impuro”. Jesús va en contra de lo meramente ritual. De ahí que no le dé importancia a que sus discípulos coman sin el rito previo de lavarse las manos. Hay cosas mucho más impuras.

El año 1982 cuando la gente no hablaba más que del “síndrome tóxico de la colza” un sacerdote fue encausado y condenado por tratar de curar a los afectados con una planta llamada “cola de caballo” (en bable “rabo de potro”). Sin embargo a nadie se le ocurrió protestar por tantos aditamentos tóxicos como diariamente ingerimos. ¿Por qué? Porque estos están bajo la ley, aunque perjudiquen la salud (no olvidemos que fármaco significa también veneno), y la ley a menudo está al servicio del más fuerte. Por eso es un error que la Iglesia caiga en esa trampa y quiera solucionarlo todo a base de leyes.

Cuando surge un problema lo más fácil es promulgar una ley. Por ejemplo ¿no hay aparcamientos? Pues se promulga una ley que multe al coche mal aparcado y todo en paz. Si no hay aparcamientos la solución es de Perogrullo: está en hacer aparcamientos, no en multar. Por eso lo difícil es acercarse a la persona y tratar de darle soluciones. Como dice el escritor Umberto Vivarelli: “La ley puede decir cuando esta chaqueta es mía, pero si no tienes chaqueta la ley no te da una”. El amor, la caridad, no diría nunca: “Esta chaqueta es mía” diría a todo más: “esta chaqueta es nuestra...” e incluso sería capaz de quedarse sin ella para darla. Ahí está el secreto del Cristianismo. Con caridad no harían falta leyes.

Por dar leyes, encarcelar, alejar, multar al que es maltratador, al que se droga, al asesino, al pedófilo no sé si se conseguirá algo. El que tiene esa inclinación, ese vicio, o ese instinto pecaminoso (lo afirma la psicología más elemental), tratará de llevarlo a la práctica como sea. Además la Tv y demás “mas media” divulgan sus fotos, los hacen famosos, es lo que buscan. Como Empédocles que se suicidó arrojándose al Etna para convertirse en inmortal. De algún modo lo logró. Hoy todos hablamos de él. Lo mismo estos nuevos delincuentes jaleados por la tele y subidos a la primera página de la prensa son capaces de cometer un crimen con tal de ver su foto en las portadas. Y nosotros sabiendo esto seguimos jaleándolos. El instinto en el ser humano es como la lava del volcán que consigue salir rompiendo todo lo que encuentre por delante. Antiguamente solo vieron la solución para individuos con estas inclinaciones con la pena de muerte, o con la hoguera para las brujas (único modo de destruir el demonio). Hoy ya vemos que hasta el Papa suprimió la pena de muerte en cualquier caso. Pero ¿cuál es entonces la solución adecuada? Creo que aún no lo sabemos.

Decíamos que una solución es el amor, pero ¿puede haber un mandamiento que obligue a amar? El amor o brota de forma natural o amor impuesto no es amor. No sé quien definió el Liberalismo como “alcanzar la igualdad por medio de la libertad” (laisser faire, laisser paseer), y al Comunismo como “alcanzar la libertad por medio de la igualdad”. Dejaron en el tintero al Cristianismo que, siguiendo el mismo esquema se definiría como “llegar a la libertad (a ser libres e iguales) a través de la fraternidad”, es decir por medio del amor y de la caridad fraterna, y esto no se logra con leyes, ni con normas, ni con guerras, ni con revoluciones, ni con drogas, ni con utopías, sino dejando el amor propio, el egoísmo y la hipocresía a un lado y cultivando el amor a los demás y educando en ello pero desde la más tierna infancia.

A menudo acostumbramos a ver las faltas ajenas, el fallo en los demás, que cambien los otros, pero pocas veces caemos en la cuenta de que nuestro modo de comportarnos es el que es injusto, el que necesita un cambio. También es cierto que a veces la respuesta a esta entrega generosa no se da, como en la conocida obra de Henrik Ibsen “La casa de las muñecas” en la que la protagonista, Nora, después de esa lucha a muerte a través del drama contra todo y contra todos por saldar una deuda que había contraído para salvar la vida en peligro de su esposo, éste, una vez enterado, se lo paga dando rienda suelta a la cólera. Nora se encierra en sí y decide abandonarlo... Ante tanta mezquindad no hubiera merecido la pena haber hecho tanto sacrificio. La actitud de Nora suele ser a veces la actitud del hombre que lucha por cambiar la sociedad, pero esta responde a su generosidad con apatía, desagradecimiento cuando no con odio, desprecio y agresión. Con todo no hay por qué desistir jamás. Para un cristiano no debería existir el desaliento al tratar de cambiar las cosas. De hecho ya vemos cómo cambia todo: cambian las circunstancias, las personas, la historia, la política... a veces sin saber ni cómo ni por qué. “No hay mal que cien años dure”, “El tiempo todo lo soluciona”, etc., son refranes que tienen un gran fondo de verdad. Nosotros ya no somos los mismos que cuando empezó la misa. Lo dejó escrito Heráclito como su gran postulado filosófico: “Todo pasa, todo cambia”. Y Antonio Machado, siglos más tarde, vino a decir lo mismo en aquellos versos:
“Todo pasa y todo queda 
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos
caminos sobre la mar” (142). 

Cambia la Historia, el tiempo y las estaciones, la naturaleza, el hombre, sus ideas, sus costumbres... somos como gotas de agua en el río del tiempo. De ahí que querer nosotros cambiar el curso del río del que formamos parte es como aquel tonto que pretendía levantarse del suelo tirando de los cordones de sus zapatos.
Hay una forma de transformar el mundo: ¡saliéndose de él..!, estando en el mundo pero sin ser del mundo, es decir elevándose sobre la corriente y entrando en una dimensión espiritual. Sin Dios todo sería un fatalismo cósmico, con Dios seríamos capaces de cambiar el mundo y transformarnos nosotros. O cambiarnos transformándolo. Sin Dios ¿cómo responder a esas eternas preguntas del dónde, cómo, a dónde, por qué...?

No sé si un día el hombre, como fruto de su evolución, será capaz de cambiar incluso hasta el mismo curso de los astros, no lo sé, lo que sí es cierto que dentro de ese determinismo cósmico y preestablecido, en medio de esas leyes biológicas que nos rigen y modelan, el hombre es dueño de una gran parcela de libertad, queda aún una tierra de nadie en la que el hombre es capaz de sentirse libre y de realizarse como tal. La cadena que nos ata a la naturaleza nos deja un margen de maniobra y de libertad lo suficientemente amplio como para que el hombre en un corto espacio de tiempo se pueda sentir libre y llevar a cabo, sin coacción, el ejercicio de su libre albedrío. Y es en ese campo donde es necesario luchar para cambiar el orden social injusto, sometido a leyes injustas o acaso justas pero que resultan injustas en su modo de aplicarlas o de interpretarlas, un mundo en el que todos puedan trabajar, realizarse y nadie se sienta forastero ni extraño en ningún sitio. Eso exige, antes que nada, un cambio en cada uno de nosotros para luego poder cambiar a los demás.

Los ritos de nuestra Liturgia pueden pecar de inmovilismo: hacer siempre lo mismo y pensar que con eso basta, deberían estar también abiertos a iniciativas. Ello se conseguiría, no nos cansaremos de decirlo, con una participación del creyente más activa. Jesús recrimina ciertas posturas cómodas e inmovilistas que sólo ven ritos.  Por eso las recrimina y ataca cuando dice: Este pueblo me honra con los labios pero su corazón, su mente están muy lejos de mí”.                                                      Jmf

miércoles, 29 de agosto de 2018


SAN PABLO EN COVADONGA
La Leyenda

La aventura que corrió san Pablo en la ciudad de Listra, según los Hechos de los Apóstoles, se puede prestar a un pequeño comentario, teniendo Covadonga como telón de fondo.

Había en esta ciudad de Licaonia un hombre lisiado de ambos pies desde su nacimiento. Lo vio Pablo, se compadeció de él, y reparando en que tenía fe para ser curado le dijo en alta voz: “¡Levántate..., ponte en pie!”. Él de un salto echó a andar. La multitud al ver lo ocurrido empezó a decir en lenguaje licaónico: “Dioses en figura humana nos visitan…”. Y llamaban a Bernabé Zeus y a Pablo Hermes.

Los sacerdotes del templo de Zeus, convencidos de que los dioses los visitaban, y que Pablo era Hermes y Bernabé Zeus, no tardaron mucho en traer toros enguirnaldados para ofrecérselos en sacrificio. Pablo, que al parecer no hablaba aquella lengua, no se percató de lo que sucedía hasta que alguien se lo comentó en griego, una de las lenguas que él hablaba. Entonces el apóstol se alarmó sobremanera y les gritaba: “¡No somos dioses, somos hombres como vosotros!”. Se las vio y se las deseó para desengañarlos… También de visita por Atenas, algún tiempo después, cuando los atenienses le oyeron hablar de Jesús y de la Resurrección pensaron que les hablaba de dos divinidades extranjeras. Y lo llevaron al areópago para que se aclarase. De igual modo lo consideraron encarnación de un dios las gentes de la isla de Malta al ver que no moría tras ser mordido por una víbora. La divinidad les salía entonces de camino a cada paso…

Pero ¿por qué los licaonios pensaron que eran dioses? Una de las interpretaciones que aducen los escrituristas y en las que se basa el hecho es porque existía en la mitología romana una leyenda según la cual en algún tiempo estos dioses se habían vestido de andrajos y bajaron a la tierra en busca de hospedaje para probar a los hombres.
Llegaron a un pueblo mendigando ayuda. Llamaron de puerta en puerta, pero los moradores al ver que se trataba de dos pobres harapientos no los socorrieron. Únicamente dos ancianos, los más menesterosos del pueblo, que vivían en una mísera casucha, les invitaron a entrar y trataron de atenderlos dándoles de comer y hospedaje.

Al poco rato la mesa se llenó de manjares y fue entonces cuando los dioses se dieron a conocer. Aquel matrimonio anciano se llamaban Filemón y  Bausis. Es admirable cómo Ovidio narra los detalles que los ancianos tuvieron con los dioses. Estos en despecho contra los moradores hicieron que el pueblo se anegase en agua convirtiéndolo en un lago, menos la choza de los ancianos que se transformó en un hermoso templo del cual Zeus los hizo sacerdotes.
También pidieron morir juntos y por eso tras su muerte, convertidos Filemón en un roble o encina y Bausis en un tilo crecieron entrelazados al pie del templo. De semejante modo Pyramo y Tisbe unieron su sangre con la savia y fruto de la morera. La leyenda que cuenta Ovidio en su Metamorfosis es de algún modo semejante y como un remedo de otra leyenda que llegó hasta nosotros y tiene por escenario Covadonga.

Cuentan que un día de tormenta y lluvia ¿qué otro meteoro celeste iba a tener lugar en Covadonga? llegó la Virgen a este lugar en busca de posada y caminando, caminado dio con un hermoso valle sembrado de cabañas de pastores. Fue pidiendo albergue para ella y para el niño que traía en sus brazos. La noche estaba fría y de cuando en cuando al cesar la lluvia allá en lo alto la blanca luna alumbraba el desconsuelo y los ruegos de la señora que al no encontrar posada se sentó al pie de una choza y empezó a llorar. Y fueron tantas las lágrimas allí vertidas que con ellas se formó un lago que anegó todas las chozas, mejor dicho dos lagos: la laguna Ercina y el Enol, una por la madre otro por el niño. Los tilos y las encinas o robles que nacen entrelazados por el valle rememoran de algún modo el recuerdo de Filemón y Bausis, o de Zeus y Hermes o bien de la Virgen con el niño en brazos. Cuenta la leyenda que luego, al amanecer la Virgen caminó valle abajo y encontró una cueva y en ella a un ermitaño que fue quien les dio cobijo. Bajo la cueva un estanque recuerda la leyenda y acaso el torrente evoque las lágrimas de la Señora.

Jmf

viernes, 24 de agosto de 2018


DOMINGO XXI- 26-VIII-2018 (Jn. 6, 61-70) B

 Por medio del evangelio de hoy Jesús nos invita, en ese marco del Sermón eucarístico que venimos comentado domingo tras domingo, a que le creamos y no nos escandalicemos de sus palabras, como hicieron algunos de sus discípulos. Por eso Jesús corta la discusión que había surgido a propósito de la frase “dar a comer la carne del Hijo del hombre...” con aquellas palabras reveladoras: “El espíritu es el que da la vida, la carne sola de nada aprovecha”. Ya Juan lo deja claro al principio de su evangelio cuando dice: “los que creen en su nombre, los cuales no nacen ni de la voluntad del hombre ni de la carne sino de la voluntad de Dios...”.

Los hombres somos muy dados a la carne y a la letra olvidando que “el espíritu es el que da la vida, la letra mata” y la “carne es triste” que dijo Mallarmé. Desgraciadamente todo lo queremos arreglar con disposiciones legales y con normas en vez de echar mano del amor y de la fraternidad. Así cuando conducimos y nos encontramos con un stop, como en ello sólo vemos una ley, no nos importa quebrantarla si sabemos que no nos van a sancionar. Eso no ocurriría si funcionara el amor: “No quebranto esta norma porque puedo hacer daño a mi prójimo y mi fe me dice que debo amarle como a mí mismo”.

Pero cumplir así, por amor, lleva consigo mucha fe y la fe cada día es más escasa, y la que hay se hace cada vez más conflictiva en nuestra sociedad.  Muchos creen que creen y que quieren creer pero no creen, pues no actúan de acuerdo con la fe. Otra cosa sería hablar de su dificultad. Miguel de Unamuno, ese escritor que quería buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, definía la fe como: “Querer creer”, no creer que creemos, ni creer que queremos creer, sino querer creer con voluntad sincera y sin cambalaches. Únicamente bajo ese prisma de la fe tiene sentido la frase de Jesús: “Las palabras que os he dicho son espíritu y vida”. Materializamos demasiado las palabras, los acontecimientos. los hechos, y olvidamos el espíritu.
Alexis Carrel, Premio Nobel de Medicina en 1912, ataca en su obra “La incógnita del hombre” el materialismo que trata de prescindir de esa “cuarta dimensión” que trasciende la materia individualizando al hombre. “No somos sólo una especie, somos ante todo individuos, y esto es lo que está marcado y definido por el espíritu. Y hasta tal punto somos individuos distintos unos de otros que el cuerpo rechaza un injerto de otro. El 91 % del fracaso de la medicina de hoy es que ya no ve al enfermo como individuo, como fulano de tal distinto de los demás sino que ve únicamente enfermedades, la especie enferma. De ese modo la ciencia nos embrutece, nos aleja, nos pierde, nos involuciona... (y termina diciendo) sólo nos salvará el espíritu”.
El día 3 de agosto de 1914, declarada ya la guerra entre Alemania y Rusia, se celebraba en la Universidad de Berlín el día de su fundador: Federico Guillermo. Todavía hoy se recuerdan las palabras que con tal motivo pronunció el profesor y científico Max Planck: “El hombre necesita una respuesta a la pregunta más importante y más incesantemente replanteada durante toda su vida: ¿Cómo debo comportarme? No encuentra respuesta total ni en el “determinismo” ni en la “casualidad” ni siquiera en la ciencia pura; solamente la hallará en su personal orientación moral.  Conciencia y fidelidad son las guías que le muestran el camino recto no sólo de la ciencia sino, más aún, de la vida...”. Un párrafo que Jesús resume en una frase: “Mis palabras son espíritu y vida.

Otro científico, el paleontólogo y jesuita Teilhard de Chardín, nos recuerda de igual modo que lo sobrenatural es un fermento imprescindible para transformar la naturaleza, aunque sin prescindir de la materia que ésta le ofrece. “El mismo error es creer en un materialismo sin espíritu (decía Alexis Carrel) que en un espíritu sin materia” y esto a pesar de los fallos de la materia.  De ahí que ello hiciera exclamar a Teilhard: “Tú, Señor, por quien brilla siempre en mí el espíritu, para que no olvide que sólo Tú debes ser buscado a través de todo, Tú me envías los desprecios, el dolor... más que una simple unión es una transformación lo que tratas de ofrecerme”.
De todo ello es la Eucaristía el mejor símbolo: el trigo se rompe, se moltura, se tritura, se transforma y al fin se parte pero en él está Cristo.  Y así también nuestro cuerpo, como la leña consumida por el fuego se transforma en luz y calor, toda nuestra vida debería ser como una gran eucaristía: preparándonos para ser pan y de ese modo poder luego recibir a Cristo en una auténtica consagración: “El espíritu es el que vivifica, la carne de nada aprovecha”.

En la biografía del citado Teilhard se cuenta que el día 6 de agosto de 1923 recorría el desierto asiático de Ordos, en el interior de Mongolia sin poder celebrar misa. Entonces tomó la pluma y compuso el Himno al Universo. Una parte la tituló: La misa sobre el mundo. En ella Teilhard ofrece a Dios en el altar de la tierra el trabajo, el sufrimiento del mundo.  Cuando Cristo desciende sacramentalmente a cada uno de sus fieles no lo hace sólo para encerrarse en su pecho, y cuando el sacerdote dice: “Esto es mi cuerpo” la palabra desborda el trozo de pan... y la materia toda, experimenta una lenta e irresistible gran consagración. Igual que el pan que yo como se destruye, una Misa sería incompleta si mi cuerpo no quedase consagrado de algún modo por la materia quedando ella al mismo tiempo vivificada “El espíritu es que vivifica, la carne, la materia, de nada aprovecha”.
Pretendemos construir un mundo prescindiendo del espíritu, como si en él sólo contara la materia y sin embargo si algo es el hombre es espíritu, capaz de amar, reflexionar, decidir... El espíritu del hombre sería incluso capaz de transformar la materia.  Materializar el espíritu es matarlo.  Con frecuencia nuestros ritos religiosos, nuestras funciones religiosas, nuestros sacramentos adolecen de falta de espíritu.  Las llevamos a cabo sin emoción, sin vibrato, sin duende.

En un libro, “El nuevo rostro de Dios” (1989), del teólogo seglar Miret Magdalena, ya se lamenta de esto mismo: “La liturgia de los primeros cristianos era un juego lleno de fuerza y majestad. ¿En qué han quedado hoy esa vivacidad y esa energía elevadora? La mayor parte de las veces en cursilería y horterada, porque la experiencia profunda ha sido sustituida por expresiones superficiales, sin hondura y sin belleza. Por eso hoy a nadie, medianamente sensible, pueden interesarle nuestras misas...”. Es decir, nos falta espíritu. Claro que no debemos confundir emoción con espíritu, emoción con religiosidad. Un buen concierto, una marcha militar, una escenificación teatral, un buen film pueden despertar en cada uno de nosotros una profunda emoción.  Si el desfile o el concierto o la película tienen una temática religiosa no por eso se le puede llamar religiosa a la emoción que despiertan, puede tratarse de una simple emoción estética.
Cuando en la noche del 15 de julio los valles de Cangas del Narcea retumban debido a la famosa “descarga” en honor de Ntra.  Sra. del Carmen algunos cangueses que viven lejos de su pueblo la escuchan por teléfono y al oírla llegan hasta a llorar de emoción. Es una mezcla de añoranza, de recuerdo evocador, de nostalgia pero no sé hasta qué punto se puede llamar sentimiento religioso. Aquí todo es muy confuso. Sin embargo la emoción es de un gran valor cuando se trata de vivir un hecho religioso. De hecho las grandes conversiones se deben de ordinario más al sentimiento que a la razón. Muchos vibran a la vista de la enseña o bandera de su patria, otros sólo ven un trozo de tela, pocos se emocionan ante una tesis filosófica por razonada que esté.
Cuando asistimos a la Santa Misa, en ella podemos solamente ver ritos externos, pero allí, sobre ese telón de fondo, hay otras muchas realidades que es preciso descubrir. Para ello hay que querer creer en ellas yendo tras la verdad.  Recordando de nuevo a Miguel de Unamuno en su Diario íntimo, decía que “el modo más seguro para creer en el Credo era rezarlo cada día con la mayor fe posible: queriendo creer en el Credo”.

Muchos se cierran a la gracia y a la fe pensando que así disponen de más vida, de más libertad, de más ciencia. Les sucede lo que a aquel avaro moribundo que, cuando el sacerdote trataba de ungirle la mano, él apretaba el puño más y más porque en él guardaba una moneda de oro de la que no quería desprenderse ni aún después de muerto. Eso nos pasa a menudo a los hombres: perdemos muchas gracias de Dios y que los demás nos la alarguen por tener nuestras manos cerradas, aprisionando un poco de mundo, un puñado de tierra.

Abrir las manos, abrir el corazón, abrir nuestra mente para recibir a Cristo es el mejor medio de abrir nuestro horizonte hacia lo eterno e imperecedero. Aquí podríamos decir lo que dijo en una ocasión Pedro a Jesús: ¿A quién iremos, Señor?, Tú tienes palabras de vida eterna”. 
Jmf

viernes, 17 de agosto de 2018


DOMINGO XX 19-VIII-2018 (Jn. 6, 51-59)  B

         Hoy seguimos aún inmersos de lleno en el Sermón de la Eucaristía. “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para siempre (tendrá vida eterna) y yo lo resucitaré en el último día”. “El que me come vivirá por mí”. Creo que pocas veces se ha repetido la misma idea en tan poco espacio y con tanta insistencia como en este trozo del evangelio.  Por algo será.

En 1974 se publicó la odisea de 40 pasajeros y 5 tripulantes que habían desaparecido a bordo de un turborreactor un 13 de octubre de 1972 en lo más espeso e intrincado de la Cordillera de los Alpes a 3.500 m. de altura, cuando se dirigía de Montevideo a Santiago de Chile. Perecieron casi todos: ocho quedaron sepultados bajo un alud de nieve, tres murieron enseguida a consecuencia de heridas graves y a causa del hambre. Para colmo de males, y tras largos días de espera, escuchan en un transistor que la búsqueda del avión desaparecido que se estaba llevando a cabo durante varios días, se había abandonado por infructuosa, suponían que no había supervivientes. De las 40 personas quedaban con vida 16 las cuales, forzadas por la necesidad, hasta se vieron obligadas a comer la carne de sus propios compañeros muertos que yacían entre la nieve. El día 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada, dos de ellos se deciden a salir en busca de ayuda. Y el día 10, después de rezar el rosario, emprenden el viaje teniendo que superar alturas de 5.000 m. y temperaturas de -40º (bajo cero). Después de andar doce días al fin vieron en el valle unas vacas y a un rústico que los recoge. ¡Estaban salvados! El libro titulado “¡Viven”' (a los 8 meses de salir llevaba 32 ediciones), se abre con una cita evangélica: “Nadie tiene más amor que aquel que da la vida por sus amigos”.

Alimentarse con la carne de sus compañeros, vivir unidos para sobrevivir, arriesgarse a una muerte casi segura por salvar a sus compañeros, creó en el grupo una mística, unos lazos espirituales, una relación interpersonal  tan grande que cuando el autor Piers Paul Read les presentó el original para corregir, quedaron desilusionados porque, según decían todos: “el libro no reflejaba ni por asomo la camaradería, el sentimiento de fraternidad que había reinado en el grupo de supervivientes durante aquellos 70 tremendos días”.

Pues bien, leyendo el libro, uno se imagina inconscientemente que los hombres de este planeta somos también un grupo de supervivientes de una lejana y desconocida catástrofe universal, producto de algún extraño artefacto que se estrelló cualquier mal amanecer contra el Paraíso Terrenal en los albores de la Historia, y nos dejó allí desamparados, indefensos, solos, desbastecidos, hambrientos de todo, con un poco de bagaje solamente de fe y esperanza, algo menos de caridad. Viendo cómo va el mundo a veces uno piensa que vivir sobre este planeta ya no es vivir es “sobrevivir” (al menos para gran parte de la humanidad), y este sobrevivir es a fuerza de una lucha a muerte contra la pobreza, el hambre, el paro, la vejez, el frío, la soledad, la enfermedad, el desamparo, el desamor de sus habitantes..., sin embargo en esto ya no nos parecemos a los supervivientes de los Andes. Todos nos necesitamos, de cualquiera podemos precisar ayuda en cualquier momento y sin embargo no sólo no nos ayudamos sino que nos desconocemos, nos desimportamos aterradoramente y hasta hemos llegado a eliminarnos de mil formas...Y esta segunda catástrofe es bastante peor que la primera.

¿Por qué sobrevivieron en los Andes? Pues tan solo porque se ayudaron mutuamente, porque dos de ellos se arriesgaron jugando su vida por los otros, incluso porque la carne de los que habían perecido les había servido de alimento. “Nadie tiene más amor que el que da la vida (aquí dieron su propia carne) por sus amigos”. Y esta es la historia de Cristo, el cual, en medio de tanta soledad y miseria se hace náufrago voluntario entre nosotros, nos alimenta con su misma carne, se arriesga y pierde su vida en la empresa para darnos vida, vida más abundante y vida eterna. Si ellos sobrevivieron gracias a que supieron cogerse de la mano unos a otros, nosotros, si queremos sobrevivir, será únicamente estrechándonos la mano, confiando en los demás y en Dios, y sobre todo alimentándonos de su palabra, con su cuerpo y con su sangre, con su pan, ¡pan pan...! “no como el de vuestros padres que lo comieron (en el desierto) y murieron, el que come este pan vivirá, sobrevivirá para siempre”. Todos queremos, vivir y sin embargo el hombre, sabiendo que para ello necesita del prójimo perentoriamente, no cesa de matar, de hacer la guerra y hasta de quitarse la vida o arriesgarla así a lo tonto, como sucede estos días con los accidentes de tráfico.

Ciertamente, la vida es muerte, cruz y sacrificio. Dicen los entendidos que en chino la palabra muerte se pronuncia igual que el numeral cuatro, y tratan de explicar la razón: porque cuatro son los mares celestes en su Cosmología y cuatro son los puntos cardinales que hacen de frontera entre la vida y la muerte. El escritor y periodista Curcio Bonaparte, que viajó a menudo por China, y había oído muchas veces esta interpretación, cuando moría se dio cuenta de que señalando con la mano los cuatro puntos cardinales dibujaba en el cielo una cruz, bajo la cual camina y vive la Humanidad entera; pero que, según la interpretación cristiana, una vez sacralizada, ya que en ella nos redimió el Señor, es la cruz  que nos señala el camino para la Vida eterna.
 Un cristiano no sólo tiene que esperar sobrevivir en el mundo y durante esta vida sino y sobre todo tiene que esperar y debe esperar conseguir la otra vida, la vida que no se acaba, la vida eterna, como exclama muy bellamente Fiodor M. Dostoiesvki en “Los Hermanos Karamazov” cuando al final de la novela, Kolia pregunta casi a gritos:
- “¿Es verdad lo que dice la Religión..., que resucitaremos un día  de entre los muertos y nos volveremos a ver todos, incluso que volveremos a ver a Aliosha?
- “Sí, responde Karamazov entre risueño y entusiasmado, es verdad que resucitaremos, y que nos volveremos a ver todos, y que, radiantes de alegría, nos contaremos unos a otros, de nuevo todo lo sucedido”.
- “Pues ahora venid todos y estrechemos nuestras manos”.  Luego exclamó entusiasmado entre los muchachos:
-”¡Vayamos así..., eternamente así..., toda la vida de la mano! ¡Viva Karamázov!”.
De esta forma tan hermosa y tan teológica termina una de las más grandes novelas que se han escrito en la Historia de la Literatura universal. Todos de la mano celebrando la fraternidad universal. Esa sería la única solución para la supervivencia de los hombres perdidos en el roto fuselaje de este avión derribado en plena selva que es el mundo. Pero esa fraternidad, ese amor de unos a otros, también se alimenta con la carne de un hermano, con el cuerpo de Cristo que dio su vida por nosotros, para servirnos de alimento en el desierto árido y hostil de nuestra vida, y para servirnos de ejemplo en esa entrega personal en el rescate y ayuda fraternal a los demás.  Hay que darse, dejarse comer vivo a veces, para servir a los demás.

“Si el grano de trigo no muere queda infecundo, pero si muere da mucho fruto”, así reza el lema con que Dostoiesvski abre la novela. Morir por los demás, ser trigo molido para alimentar a mi prójimo es preparar el Banquete de la Eucaristía como Dios manda y quiere. Es una doctrina dura, que choca frontalmente contra los criterios de nuestro moderno espíritu egoísta e insolidario; pero esa es la Filosofía de Cristo, y hasta el presente la única válida para sobrevivir; y con todo ya vemos, apenas se la conoce, menos aún se la cultiva, y hasta para muchos que se llaman cristianos se podría decir que aún no la han estrenado. Vivimos en un mundo en el que no hay caridad, y si la hay no se practica, y si se practica no se nota.

Que el odio nos lleva a la autodestrucción, no necesita que nadie nos lo demuestre. Sólo Cristo tiene palabras de vida eterna. “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. El que coma este pan vivirá para siempre”. Palabra y Eucaristía, es decir, amar, amor, y “sólo el amor nos salvará” no lo olvidemos nunca.


martes, 14 de agosto de 2018


LA ASUNCIÓN DE NTRA. SEÑORA. (15-VIII-2018) B
  
Cualquier acontecimiento histórico puede llegar hasta nosotros por diversos caminos y de diversas formas: bien por documentos escritos u otras fuentes históricas tales como estelas, monedas, estatuas, pinturas, monumentos, etc., o bien por tradición oral: recuerdos que van pasando de boca en boca a través del tiempo, leyendas, mitos, etc.
 Si nos esforzáramos en conocer la verdad objetiva (y siempre hubo historiadores empeñados en ello) nos encontraríamos que muy pocos hechos históricos pueden hacer gala de una verdad total. Pero así como en Historia no todo y cada cosa es verdad del todo, si nos referimos a las leyendas y mitos hay que afirmar que tampoco todo es pura imaginación o fantasía popular. Creo que es Roso de Luna, el autor de “El tesoro de los lagos de Somiedo”, quien dice que no han sido pastores quienes encontraron los “filos de oro” que tejen las xanas la noche de San Juan a las orillas del lago, sino un financiero llamado Narciso H. Vaquero, que supo aprovechar aquellas aguas y canalizarlas para mover una central eléctrica. Los “filos de las xanas” por lo visto, eran los filamentos de tungsteno de millones de lámparas incandescentes que tanto dinero han dado a sus promotores.

El dogma de la Asunción es una verdad que nos llegó fundamentalmente por tradición oral. Se hicieron eco de esta tradición en primer lugar los escritores llamados asuncionistas, tales como los Hechos de san Juan Evangelista, los de Juan Arzobispo de Tesalónica, el evangelio del Pseudo José de Arimatea, etc., y algunos escritos que datan del año 300 d. C. (s. IV). Incluso se habla de un discípulo de los apóstoles llamado Leucio que escribió sobre la Asunción a primeros del s. II (hacia el año 110-120).
Este dogma, dio origen en España a unas representaciones teatrales en las iglesias, especie de Autos sacramentales marianos. Uno de ellos “El Misterio de Elche”, aún se representa en dicha iglesia desde el s. XIV. Un 15 de agosto de 1265 D. Jaime el Conquistador arrebata a los árabes la ciudad de Elche al grito de “¡Santa María!”. Un siglo después, el 29 de diciembre de 1370 el guardacostas Francisco Cantó ve acercarse flotando entre las olas un arca. En ella venía una imagen de María y la primer Consueta o Directorio que contenía la obra que desde entonces se viene representando en Elche año tras año. Ha sido el único drama de este estilo que se libró de la prohibición que de tales representaciones había hecho el Concilio de Trento. Urbano VII autorizó incluso su puesta en escena por carecer, según reza el documento, de los abusos de los otros, y acaso llevado por el amor que hacia María latió siempre en la Iglesia. 
El Misterio de Elche se abre con la entrega que hace el ángel Gabriel de una rama de palma a María, es decir, de la rama dorada cortada del árbol de la Vida en el Paraíso, y que luego dio sombra a la Sagrada Familia cuando huían hacia Egipto, de ella se fabricó la cruz donde crucificaron a Jesús en el Calvario y el Arca de la Alianza (símbolo de María). En segundo lugar convocados misteriosamente, van llegando desde los cuatro puntos cardinales, los apóstoles menos uno, entran en la habitación de María que agoniza y ven subir su alma al cielo. En tercer lugar hacen las exequias y organizan un cortejo. A continuación se presentan los judíos con ánimo de robar el cuerpo de María, uno de ellos queda ciego pero recobra la visión al momento de exclamar “Creo que María es el templo de Dios”. Luego se abre el cielo y descienden los ángeles en una a modo de palmera que se  abre. Unida al cuerpo, el alma de María asciende con ellos de nuevo a las alturas. Finalmente cuando casi todo ha concluido llega el apóstol Tomás, el único que no llegó a tiempo, mientras el coro entona con melodías gregorianas y cantos del s. XVI aquel responsorio bíblico que reza:
Veni, veni de Líbano,
veni veni, coronaveris.
(ven ven del monte Líbano, ven serás coronada de gracia).

Tomás se acerca al sepulcro. Ya está vacío, sin embargo aún percibe, como prueba del milagro, un aroma suavísimo y celestial. Así se imaginaban la Asunción, el misterio asuncionista, nuestros literatos y cristianos medievales, y así vivían a su modo los misterios de nuestra Religión. Hoy podemos afirman que no existe catedral donde no se venere de algún modo este dogma. Los que hemos estudiado en Valdediós no podremos olvidar la hermosa talla que preside el retablo del altar mayor de la iglesia, También el Seminario de Oviedo la tiene por patrona.

Toda esta fe, todo este río de tradición y devoción asuncionista cristalizó en la definición dogmática hecha por el papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950, mediante la Bula Munificentissimus Deus, en los siguientes términos: “Para aumentar la gloria de tan augusta madre… pronunciamos… declaramos y definimos como dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terreno, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial”. 
Una vez expuesta la doctrina hay que reconocer que el modo de interpretar esta verdad dogmática hoy no es tan fácil. Ya Teilhard de Chardin encontraba dificultad en conciliar algunos aspectos del Dogma: “...la muerte no sabría aislarnos del Cosmos, al contrario, debe insertarnos más profundamente en él, de ese modo la corporeidad permanece al margen de la corpuscularidad” (átomos, moléculas, células, etc.). El Concilio Vaticano II trata de ver en este dogma un aspecto eclesial. Así dice en la Lumen Gentium: “La Madre de Jesús, lo mismo que está ya en el cielo glorificada en cuerpo y alma, como imagen y comienzo de la iglesia... así brilla también en la tierra delante del pueblo de Dios que peregrina, como signo de esperanza”. Leonardo Boff sólo ve en la Asunción un hecho simbólico. El hombre ansía la integración, el despegue de sí mismo, y luego alcanzar lo que espera, superándose y viéndose así libre de las cadenas de su propia miseria. Es otra manera de explicar el misterio asuncionista. Dice el periodista Bernardino Hernando que a los católicos, algunos dogmas como el de la Asunción, no sólo nos interpelan acerca de la fe y de la esperanza sino y sobre todo nos obligan a tener fe y esperanza contra toda esperanza. 
El evangelio acaso sea muy escueto para la imaginación del hombre que necesita tocar, ver, palpar... No sé quién dijo (acaso el historiador Coulton) “que si el evangelio nos hubiera enseñado un poco más sobre la Virgen la Edad Media hubiera sabido muchas cosas menos”. Los Apóstoles, hombres humildes y sencillos, vieron a María irse de la tierra hacia la altura... Hoy en distintos lugares del mundo católico hay videntes, humildes pastorcitos, que también ven a la Virgen, no ir.... sino venir desde la altura a posar su pie de nuevo en nuestra tierra. Nosotros, prescindiendo de lo accidental, de todo ese ir y venir, hoy sólo tratamos de glorificar su cuerpo, el cuerpo de María, el cuerpo que mereció llevar en sus entrañas -Arca de la Alianza- al Hijo de Dios. 
Todo ello es una llamada al “más alto, más lejos, más aprisa” del mundo olímpico aplicado a la esperanza. Y la invitación es a todos. Cada día, a cada hora, estamos oyendo que la Humanidad ha perdido el Norte. El Premio Nobel de literatura Mauricio Maeterlinck dice en su obra sobre la Vida de las abejas, que cuando se hace desaparecer de una colmena a la reina estas enferman, el trabajo cesa, abandonan las crías, la población anda errante de un lado para otro, los parásitos siempre al acecho, hacen su agosto, y toda la colonia no tarda en morir de tristeza. Los hombres hemos convertido el mundo en una colmena sin reina, en una familia sin Madre. Algo nos falta a los humanos, algo echamos en falta sin saberlo, acaso a Ella. Sin embargo con María, por pobres y pecadores que seamos, siempre hallaremos una puerta de acceso hacia la Vida. Ante Dios, por pobres y míseros que seamos, lo mismo que una moneda o un billete de banco no pierde su valor por sucio que esté, por pecadores e indignos que nos presentemos siempre somos valiosos pues fuimos rescatados con la sangre de Jesús que murió por nosotros... 
Tiene un poema Amado Nervo, dedicado a María que nos puede servir de oración final: “Si Tú me dices ven, lo dejo todo, /no volveré siquiera la mirada / pero dímelo fuerte, de tal modo /que tu voz como toque de llamada... /me hiera el corazón como una espada”. Ella no cesa de repetirnos cada día a todos y a cada uno lo que el canto de la Consueta de Elche repite una y otra vez al terminar (Sirve lo mismo aplicado a María que a nosotros):
“Ven, ven desde el monte Líbano,
 ven, ven y serás coronada/o con y por su gracia”.                             Jmf,



viernes, 10 de agosto de 2018


DOMINGO XIX.-12-VIII-2018 (Jn. 6, 41-52) B

 Por estas fechas (julio-agosto) se celebran en casi todas las parroquias las Fiestas Sacramentales, y es costumbre ya inveterada de ir espaciándolas durante estos meses para que cada sacerdote pueda asistir y ser asistido por los demás a fin de solemnizar más la liturgia. Pues bien, da la sensación de que las lecturas del ciclo B (que corresponden al presente año) han sido seleccionadas con el fin de servir de reflexión a este misterio de la Eucaristía, ya que desde el pasado Domingo XVI, del t. o., hasta el XXII inclusive que habla de comer con manos impuras, la Liturgia nos propone, domingo tras domingo, la totalidad del sermón eucarístico del Evangelio de san Juan. En el evangelio de hoy, que corresponde al Domingo XIX del tiempo ordinario, Jesús dice: “Yo soy el Pan vivo bajado del cielo, el que come este Pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para vida del mundo”. Ya Jesús le había contestado al demonio en el monte de las tentaciones que “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la de Dios”, sin excluir, naturalmente, este pan, el pan bajado del cielo.
Tan importante como el pan es saber comerlo. Hubo algún hereje, como aquel Pascasio Roberto, que llegó a afirmar que, al comulgar, se comía la carne natural de Cristo. Otros, como toda esa galaxia del mundo protestante, predican que el pan es un recuerdo, un símbolo, una fuerza... y que Jesús está en él -decía Lutero- como el fuego en un hierro al rojo. Los católicos defendemos que recibimos a Cristo real y verdaderamente... Es comida real pero a la vez espiritual, algo que el materialismo racionalista no acepta ni comprende. Porque aquí todo depende de la fe, pues, aunque lo recibamos realmente sus efectos sólo se pueden percibir por medio de la fe.
Y no deja de ser curioso que desde los comienzos de la Historia Bíblica Dios junte la comida no sólo a la vida sino también al pecado y a la muerte: “El día que comáis de este árbol morir moriréis”. En efecto, el primer pecado fue comer; fue lo que abrió los ojos a nuestros primeros padres al Bien y al Mal. Hace años un científico asturiano llamado Faustino Cordón publicó un libro: “Cocinar hizo al hombre”, basado en una tesis del antropólogo Levi Strauss: “Lo crudo y lo cocido” (ya había hablado de ello en 1936 Alejandro Casona en Nuestra Natacha) en donde viene a decir que el hombre empieza a ser hombre... homo sapiens, desde el momento en que empieza a cocer los alimentos. El animal los come crudos, el hombre es capaz de cocerlos. Bien, pues Dios hasta tuvo en cuenta esos detalles al escoger el pan para comida primordial del hombre. En la misma eucaristía no nos da a comer frutas del huerto, ni hierbas del monte, sino pan, que para ser pan debe estar cocido; y vino, no uvas, sino el vino, que para llegar a ser vino necesita esa otra cochura natural de la fermentación en las bodegas. Jesús no sólo alimenta cuerpos sino personas. E incluso va más allá, tampoco se conforma con alimentar personas sino quiere dar comida a sus almas, al espíritu de cada uno.
Comer es además un rito, debería ser siempre un rito para llamarse comida. Según san Isidoro en sus Etimologías, comer viene del latín cum/edere: comer con, y con/ vite, que supone un cierto número de comensales, viene también de con/victus (compañía). Y pan en griego significa todo, porque lo acompaña todo. De la palabra pan se deriva com/pañero, acom/ pañar, com/pango... Y es que la misma comida diaria hecha con estos fines tiene algo de sacramental puesto que en ella se reparte todo (se obra con justicia), se comparte todo (implica fraternidad), se es libre para tomar de todo (se ejercita la libertad) y luego se departe o se habla de todo; y con frecuencia es el momento de solucionar muchos problemas; de ahí las cenas de trabajo o los almuerzos políticos. Es decir, que la comida configura el modo de ser, la idiosincrasia y el temperamento de un pueblo. Se podría decir: Dime lo que comes y te diré quién eres. Hoy no es, desde luego la comida, en gran parte artificial y engañosa cuando no perjudicial, lo que ayuda a la Humanidad a progresar.
Creo que es el americano Henry Miller quien afirma en su obra The staff of live (El apoyo de la vida) que hoy la comida, más que para alimentar sirve para engañar (alimenta pero no engorda), cuando no para provocar disfunciones orgánicas a veces escandalosas, otras veces sólo perceptibles a largo plazo. Hoy comer físicamente al parecer no ayuda evolutivamente hablando nada al hombre. Nos queda todavía el pan eucarístico como alimento del alma, algo es algo.
El hombre es lo que come y con quien come. Nabucodonosor (según se cuenta en el libro de Daniel, 4, 25-34) fue convertido en bestia como castigo a su soberbia “Y se alimentó de hierba como los bueyes... hasta crecerle los cabellos como plumas de águila y sus uñas como garras...”. Comer hierba es sinónimo de vivir irracionalmente. Pero en la Eucaristía sucede algo distinto a lo que pasa en nuestra sangre con los alimentos: no es el pan eucarístico el que se convierte en nosotros, somos nosotros quienes nos convertimos en pan de vida, en otros Cristos. Tampoco el pan se convierte en Jesús, es Jesús el que se convierte en pan. Decía el papa san León: “Nos convertimos en lo que comemos” sentencia aplicable también a los alimentos del corazón y de la mente que deberíamos tener siempre en cuenta los cristianos para ir configurándonos con Cristo, siendo mejores cada día hasta que se pudiera decir de cada uno: “es más bueno que el pan”.
Hace unos años nuestra parroquia recorrió durante una excursión de verano algunas naciones europeas de influencia protestante: Alemania, Suiza, Dinamarca... Visitamos muchas iglesias luteranas. Se notaba un vacío, un frío espiritual, allí no estaba el Señor sacramentado..., se notaba su ausencia. La Iglesia ha creado en los templos una atmósfera de presencia divina: Dios está aquí, venid adoradores, adoremos (nos lo grita la luz de la lámpara del Stmo. siempre ardiendo), nos lo susurra la fe al reunirnos aquí cada domingo para conmemorar su Resurrección en un clima de convivencia, pero nos resta crear esa vivencia interior que luego debe fructificar en un clima de fraternidad, de convite, de comida, de compañía, de amor...
Es el último paso a conseguir. Tenemos su palabra en el Evangelio, tenemos su cuerpo (pan y vino multiplicados cada día) en el Sacramento, resta hacer todo eso realidad en nuestras vidas, convertir nuestras eucaristías en multiplicación de amor y caridad. Y esto tiene su base y punto de partida en la santa Misa. Siempre la misa fue tenida como prueba o testimonio de nuestro cristianismo. Lo suelen decir las malas lenguas para desacreditar a quien les cae mal: “Y ese es de los que van a misa”, o  No lo vi nunca en misa”. No se dan cuenta de que nosotros, los que estamos aquí, además de suponernos pecadores, antes de cada misa lo confesamos por activa y por pasiva: “Yo pecador, me confieso a Dios, porque pequé gravemente de pensamiento palabra y obra, por mi culpa...”. Por lo tanto quien no asiste a misa es o porque no es cristiano o porque no se siente pecador, aunque lo sea, o es un ignorante. Venir a misa es importante. Los judíos criticaron a Jesús porque les habló de su misa, “de comer el pan del cielo”. Jesús les reprende: “No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae mi Padre”. Dice Guillermo Díaz Plaja en “El español y los siete pecados capitales” que quien critica más, tiene más envidia y que es la envidia nuestro pecado nacional. En efecto para muchos todo está mal: Si llueve murmuran de por qué no saldrá el sol, si hace sol se quejan porque no llueve y porque habrá mucha sequía. Nunca son capaces de ver en los demás algo bien hecho. Todo el mundo sabe la historia del labriego que, sesteando a la sombra de una encina meditaba: “¡Pues qué mal hizo Dios el mundo...! Porque mira tú que cargarle a un árbol tan enorme como este, un fruto tan pequeño y sin embargo a una planta tan frágil como esa que se arrastra por el suelo ponerle una calabaza... Está claro que este mundo está mal hecho...”. Y se quedó dormido. En esto sintió un golpe en la nariz y despertó. Había sido una bellota que se había desprendido de la encina y le había golpeado. Entonces exclamó asombrado: “¡Caramba, menos mal que no fue una calabaza!”. Quedó convencido de que el mundo estaba bien como estaba. Por eso lo arriesgado que es enjuiciar y criticar siempre por todo.
José Luis Borges recoge en su libro Historia de la eternidad, una hermosa frase del filósofo Jorge Santayana: “Vivir es perder tiempo, nada podemos guardar sino es bajo forma de eternidad”. San Pablo en la carta a los Efesios nos invita a: “desterrar de nosotros la amargura, a perdonarnos unos a otros...”, y a “vivir en el amor como Cristo nos amó y se entregó  por nosotros”. Con esa esperanza no tenemos que tener temor alguno ni a la vida ni a la muerte, “el que coma este pan vivirá eternamente”. Tanto miedo como hay al más allá... ¿no será que no hemos aprendido aún a recibir a Cristo en la Eucaristía como Él quiere?
Jmf

sábado, 4 de agosto de 2018


DOMINGO XVIII (5-VIII-2018)  (Jn. 6, 24-35) B


El domingo pasado veíamos a Jesús multiplicando el pan para saciar el hambre de los que le seguían. Pero Jesús no se queda en lo meramente material. Va más allá. Da pan y además les enseña, porque el pan solo no basta, como tampoco basta el simple hecho de enseñar o de hablar. La palabra es pan para el espíritu pero con tal de que vaya inmersa, “rehogada” en el fuego del espíritu. Todos hemos, si no leído, sí al menos, oído hablar de discursos históricos pronunciados en momentos claves por eximios oradores. Las palabras que han conmovido alguna vez a las masas fueron las de aquellos que hablaban como pensaban y sentían. Frecuentemente empleamos las palabras como redes, sólo como instrumento de captación para encubrir la verdad, en vez de usarlas (en frase de José Martí) “para decirlas”. Pues lo mismo sucede con el Evangelio que, en su mayor parte, está compuesto por discursos y catequesis, no como red sino como semilla. Tendríamos que vibrar como vibró Jesús, y escucharlos, para sintonizar con su lenguaje como si fuera el mismo Cristo quien hablara, El que no sólo es la Verdad sino la misma Palabra de Dios, Dios hecho Palabra.
Cualquier tema del que se hable con amor, apasionadamente, es capaz de mover y conmover y arrastrar, cuanto más el Evangelio. Y viceversa, los más grandes poemas dichos fríamente son capaces de aburrir a las piedras. La razón es que, en el fondo, el hombre es mucho más visceral que cerebral. Las masas se mueven más por sentimientos que por razones.. Cuando se ama ya no se habla de amor sino de la persona amada. Al hombre lo mueve en primer lugar el estómago, después el corazón, y sólo en tercer lugar la inteligencia y la razón. Y ese es el esquema que siguió Jesús: primero alimenta necesidades, de ese modo ama a las personas y se hace amar, y finalmente les enseña la doctrina. Nosotros a menudo empleamos un camino inverso anteponiendo la Cultura, la Catequesis, la Teología, la Moral, la ética al corazón. Que la gente sea culta..., decimos, ¡pan de cultura! Pero “¿y qué es la cultura?, preguntaba una anciana de pueblo a un periodista, a todas horas nos hablan de cultura y yo aún no sé qué cosa es eso”. Casi nadie lo sabe. Un libro de Gustavo Bueno habla del mito de la Cultura... mantiene la tesis de que la cultura como tal no existe. ¿Qué queremos decir cuando hablamos de «Cultura»? y contesta: Yo creo que nada.
Un pueblo salvaje vive feliz, en paz y en armonía. De momento llega la civilización, es decir la “cultura” y aprenden, a leer y a escribir desde luego, pero también aprenden lo que es la guerra, no la guerra tribal casi sagrada, ritual e innata en el instinto de territoriedad del hombre, sino la guerra absurda, la guerra hecha para esclavizar, humillar, dominar... Y que sólo produce barbarie, terrorismo y hambre.
El pan de la cultura empieza por el pan de cada día pero viendo en él algo más, viendo lo que hay dentro. No debemos, no podemos quedarnos en la corteza, eso sería un mendrugo, hay que llegar a la miga, lo que espera el pobre Lázaro, unas migas que caían de la mesa. “Hacer buenas migas” significa fraternidad, acaso porque son los pobres los que más entienden de eso teniendo que conformarse con los mendrugos que les arrojamos, y es ahí, más allá, más adentro, detrás de la corteza de las especies del pan donde se encuentra escondido real y verdaderamente Cristo.
El hambre, no se puede olvidar, y menos hoy que nunca, es uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis que recorre países y países haciendo estragos, sobre todo en la población infantil, la más inocente, la más indefensa y vulnerable. No sé quién dijo que “un niño es un estómago rodeado de extremidades”. Eso es más o menos cada hombre. Y por ello Jesús nos manda pedir en su oración “nuestro pan de cada día”. ¡Qué tres palabras! el pan, el pan de todos y el pan de cada día, como recomiendan hermosamente los Proverbios: “No me des pobreza ni riqueza, sólo el trozo de pan que necesito. Pues si me sobra podría pensar: el Señor ¿para qué?, y si me falta me podía convertir en un ladrón” (30, 8). En Burundi antes de llegar “la civilización”, para adquirir un cordero había que entregar un cántaro de cerveza. Llegó el dinero y actuó como un dios: “Puedo tener un cordero sin necesidad de tener que trabajar para llenar el cántaro”. Con el dinero se consigue todo, “él es el ´todopoderoso´”. Y a eso le llamamos cultura.
Todos hemos visto en algunas películas cómo para arrancar una confesión a un chivato le enseñan un puñado de dólares y el interrogado canta todo lo que sabe. “Todos tenemos un precio” se suele decir. Así se devalúan los valores morales y éticos ¿es eso cultura? Se empieza exterminando a un niño, porque ha entrado en la vida sin pedir permiso, y se termina despedazando a miles de niños en países culturizados para aprovechar sus ojos, hígado, riñones, corazón o sangre, según reza el informe de Rente Bridel, representante de la Asociación Internacional de Jurisprudencia para la Democracia (AIJD). Sólo en Río Janeiro y Sao Paulo han muerto así, en tres años, 4.600 niños, o sea, tres o cuatro niños por día, según los datos aportados por el dominico P. Paul Barruel que tuvo acceso a los informes elaborados por la policía federal de Brasil. Ante noticias de este cariz, la venta de armas o el narcotráfico son peccata minuta. Sin embargo para el hombre de hoy eso es cultura...
 “Me buscáis porque coméis el pan hasta saciaros” dice Jesús, pero hay algo, en cambio, que no se le permite a este animal trágico que es el hombre siendo precisamente lo que él busca con más pasión: la libertad, la justicia, la fraternidad, la paz. Su falta produce la locura. La guerra es una locura. “No el alimento que perece sino el que perdura para la vida eterna”. Queremos sólo vivir y vivir al día, a corto plazo, no con “nuestro pan de cada día” sino con todo el pan para hoy y para mí, y es así como se explotan y maltratan las riquezas del mundo y de la naturaleza y se envenena a las gentes: “pan para hoy y hambre para mañana. Eso, por mucho que se empeñen en metérnoslo por los ojos, eso no es cultura, eso es la barbarie. Jesús no se queda en este pan, da el pan material, desde luego, pero a continuación se da a sí mismo como liberación total de todo tipo de esclavitud.
Se cuenta en la Vida de Santo Domingo de Guzmán (1170-1220) que estando en Palencia fue testigo del hambre que estalló un año en la comarca. Un día al anochecer lo vieron entrar en la tienda de un hebreo. Llevaba bajo el brazo todos sus libros y pergaminos en cuyas márgenes había él anotado cientos de pensamientos que su lectura le había sugerido. -¿Cómo os desprendéis de esos códices y escritos tan queridos para vos?, le preguntaron. A lo que Domingo contestó: No quiero estudiar más sobre pieles muertas mientras leo cada día, a cada hora, los horrores del hambre sobre las pieles vivas que son Cristo”. Amaba la ciencia siempre que esta estuviera al servicio del hombre. Y no echó en falta sus códices. Funda la Orden de frailes Predicadores y los envía por el mundo entero a evangelizar. Hay que ir... salir, hay que “embarcarse...”, “el grano amontonado se estropea, esparcido y sembrado fructifica”. Pero esa es otra ciencia, otro tipo de cultura que no recogen los tratados. Hay que ir a Jesús, creer en Él. Creemos que creemos pero la fe que no produce frutos no es fe. Fe no es pensar, ni razonar, ni hablar, fe es actuar. Actuamos para dar la sensación de que creemos. Pero si creyéramos de verdad entonces actuaríamos sin más y se multiplicaría el pan en nuestras manos.
Cuando se habla de que va a subir de nuevo el precio del pan o de la luz es porque baja el amor y crece la levadura del egoísmo entre los hombres. Sólo haremos cristianismo si en vez de mirar tanto al cielo, a las alturas del poder que, como los precios, anda por las nubes (pasa a veces tantos años sin llover), nos esforzáramos más en tratar de hacer brotar el agua de la tierra. Es tarea sobre todo de cada uno.
El gran comunicólogo americano Dale Carnegie estando cierta noche pronunciando una conferencia en un gran estadio repleto de personas mandó apagar las luces. Quedó todo en tinieblas. Entonces encendió una cerilla pero casi nadie la veía. Luego mandó que cada uno de los 20.000 oyentes encendiera también un fósforo, y el estadio se llenó de tanta luz que podían verse las caras mutuamente. “Siempre será más útil encender una cerilla que maldecir las tinieblas”. Cristo no sacó de la manga los milagros, fue preciso que un muchacho tuviera cinco panes y dos peces... Es necesario poner de nuestra parte algún trabajo. Como rezaba aquel piadoso asalariado: “El pan nuestro de cada día no me lo des, Señor, ayúdame a ganarlo”.  Jmf.