viernes, 29 de marzo de 2019


DOMINGO IV DE CUARESMA.-31-III-2019 (Lc. 15, 1-2 y 11-32) C

Dice el poeta católico francés Charles Péguy, refiriéndose a la parábola del “hijo pródigo”: “Todas las parábolas son hermosas pero con esta millones de hombres han llorado”. Y es cierto. Y no sólo ha hecho llorar sino que ha movido las fibras más sensibles del corazón humano.  Basta con repasar, aunque sea muy someramente, las obras artísticas, literarias, musicales. etc. a que dio pie esta narración: pintores como Rembrandt, Doré, Murillo..., músicos como Debussy, compositores de ópera como Sergio Prokofiev (1891), escritores de la talla de Lope de Vega. Más interesante, sólo en el terreno literario puesto que su moral deja mucho que desear, me parece el relato novelado del premio Nobel francés André Gide conocido por El regreso del hijo pródigo. Y me parece interesante porque imagina algunos detalles de las cuatro conversaciones que el hijo pródigo mantiene después de la cena, todas ellas a cual más sugerentes.

En primer lugar la que tiene con el padre el cual se manifiesta todo comprensión: Para que tú, hijo, te encontraras de nuevo conmigo no hubiera sido imprescindible ni siquiera regresar… “pero te sentiste débil y has hecho bien”. Con el hijo mayor el diálogo se vuelve duro. Acusa a su hermano de rebelde... Y le recalca, pretendiendo que quede muy claro, aquello máxima teológica de hace siglos de que fuera de la casa del padre no hay salvación. Él sale descorazonado, pero entonces se encuentra con el amor y el cariño de la madre y esto, a la vez que lo sostiene, aplaca su ira. A ella le confiesa que en el mundo no ha encontrado esa libertad que esperaba. Es más, se vio obligado a servir a malos dueños que le tiranizaron y apenas le daban de comer.

La última de las entrevistas, acaso la más conmovedora, tiene lugar a altas horas de la noche, con un tercer hermano, el menor, del que apenas se dio cuenta al regresar y que por supuesto, no se le cita en el evangelio. Cuando entra en su alcoba lo encuentra preparando las maletas para marchar a su vez. Él también quiere probar la libertad y por más consejos que el recién llegado le da no logra disuadirle. Acaso corra mejor suerte, acaso haya aprendido la lección y no caiga en los mismos errores que su hermano. Porque nadie quiere escarmentar en cabeza ajena. Más aún, añade André Gide: “conviene que algún hijo esté siempre fuera; es bueno esperar siempre el regreso de alguien”.

El Evangelio prescinde de estos personajes intermedios. Nos habla únicamente de tres: el Padre, el hijo pródigo y el hijo mayor. Nosotros hacemos mucho hincapié en el regreso del hijo, pero habría que fijarse también un poco en la actitud de bondad del padre o en la actitud justiciera del hermano. De ahí que valdría lo mismo titular nuestra historia como la “Parábola del padre bondadoso” o la “…del hijo justiciero”.  Toda la trama se desarrolla entre unas manos que derrochan, una mente calculadora que pide justicia y un corazón que espera y que perdona.

Hubo muchos hijos pródigos que, como el hermano menor de la versión de Gide, repitieron la historia. Uno de ellos fue san Agustín. Así lo cuenta en su famoso libro de las Confesiones: “…corría tan ciegamente al precipicio que hasta me avergonzaba de no ser tan desvergonzado como eran los demás compañeros de mí edad. Porque yo les oía jactarse de sus maldades y vanagloriarse tanto más de ellas cuanto más feas y torpes eran, con lo que me aficionaba a los vicios no sólo por deleite sino por deseo de alabanza. He aquí con qué compañeros recorrí las calles y plazas de Babilonia, revolcándome en su cieno como si fuesen ungüentos olorosos” (Conf. 2, 3).

La actitud del Padre con el hijo es en primer lugar dejarle que se vaya, darle libertad… y después esperarle. No va tras él, no le busca como el Buen Pastor la oveja perdida (la parábola que Jesús cuenta inmediatamente antes que esta), o la de la mujer que encuentra la dracma extraviada. Él únicamente espera. Posiblemente sea la mejor actitud que se debe tomar en estos casos que a veces pueden darse en algunas familias.  La actitud del Hijo mayor, una persona formal, cumplidor de su deber a rajatabla, defensor de la justicia a ultranza, “¡a cada uno lo suyo, padre!”… es una actitud que a los ojos de Jesús no sale bien parada. Se considera el bueno de la casa, y a la verdad él no ha faltado en nada, pero lo echa todo a perder con su intransigencia y con su orgullo de hombre cumplidor. Recuerda un poco la actitud del fariseo frente a la del publicano cuando oraban en el templo: “Gracias, Señor, porque no soy como los demás… ni como ese publicano”. Dice Pascal que hay “dos clases de hombres: los pecadores que se consideran justos y los justos que se consideran pecadores”. Hay personas cumplidoras del deber a machamartillo cuya misericordia no se ve por ninguna parte, más aún desprecian a los otros e incluso se molestan cuando los demás quieren ser como ellos.

Cuenta Fedor Mijalovich Dostoiesvski en Los hermanos Karamazov la historia de una mujer vieja, fea y mala que es llevada a los infiernos cuando muere. El ángel de la guarda pretende sacarla de allí.  Se acuerda de que no todo lo que había hecho era malo, así en una ocasión dio una cebolla a un pobre, y así se lo dijo a Dios. Entonces Dios le dijo al ángel: “Echa la cebolla al infierno, a ver si logras que salga agarrada a ella para subirla al cielo”. El ángel voló con la cebolla hasta el infierno y cuando la vio le dijo: “Toma, agárrate fuertemente a ella a ver si te puedo sacar”. Cuando estaba ya casi fuera se dio cuenta de que los demás condenados se habían agarrado del mismo modo a ella tratando de escapar de entre las llamas. Entonces la vieja empezó a patearlos deshaciéndose de ellos al tiempo que decía: “Es a mí, a mí, no a vosotros…”. Apenas acabó de pronunciar las últimas palabras la cebolla se rompió cayendo de nuevo todos al infierno. Y allí sigue ella también, por egoísta. Hay un viejo dicho tomado de la Biblia que dice: “quien salva el alma de un hermano salva la suya”. Martín Descalzo acostumbraba a decir que “el hombre solitario no es hombre del todo. El hombre es hombre cuando ayuda a otro”. Y es verdad.

Para agradar a Dios hay que estar a bien con el hermano, hay que ayudarle, salvarle, perdonarle de corazón. Y para lograrlo nada más lejos que vanagloriarse o despreciarlo. El mundo no es una película de buenos y malos, de trigo y de cizaña. Corremos el riesgo de considerarnos nosotros trigo limpio y a los que no piensan como nosotros enviarlos al infierno. Y nadie es tan bueno, tan bueno que no tenga alguna cosa mala y nadie tan malo que no tenga alguna cosa buena.  Todos tenemos en nuestro corazón trigo y cizaña y hay que empezar por reconocerlo humildemente si queremos comprender al prójimo. Es muy fácil condenar a los demás, hablar mal de los otros, criticar al vecino, juzgar al que nos hace frente, creernos nosotros los buenos, los que estamos en posesión de la verdad, y juzgar equivocados a los otros, pero todo eso tiene muy poco de evangélico.

Jesús condena al fariseo a pesar de todos sus méritos y salva al publicano con todos sus defectos. El padre abraza al hijo pródigo a pesar de toda su mala vida y reprende al hijo fiel, no por ser fiel, cuidado, sino por su actitud intransigente. En la epístola san Pablo dice que “Dios mismo está en Cristo disculpando, reconciliando al mundo consigo sin pedirle cuenta de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado ese mensaje de reconciliación” (II Cor. 5, 19). Alude seguramente al año de perdón que generosamente había concedido Julio César a todos los delincuentes de dudosa historia que vivían en la ciudad de Corinto. Destruida en la batalla de Leucopetra por el cónsul Nummio el año 146, (antes pretor de la Hispania Ulterior, al sur del Ebro) fue reconstruida, cien años después, por el mismo César devolviéndole su antiguo esplendor y a los habitantes su reconciliación.

Si nos consideramos buenos, justos, irreprochables mentimos al rezar al comienzo de la Misa: “Yo pecador me confieso a Dios y ante vosotros hermanos que pequé gravemente de pensamiento, palabra, obra y omisión… por mi culpa…”, ni deberíamos cantar: “Señor ten piedad…”, ni recitar: “Señor, yo no soy digno…” , porque, una de dos: o suprimimos de la Misa las oraciones en las que nos reconocemos culpables, indignos y por lo que pedimos perdón, o mentimos. Además no debemos olvidar que al sentirnos pecadores nos solidarizamos con los otros, una actitud que nos hace más compañeros, más hermanos, más amigos...

“Todas las parábolas son hermosas pero con la del hijo pródigo millones de hombres han llorado” ¡Ojalá nos haga cambiar a nosotros también para que, habiendo llorado primero de arrepentimiento por sentirnos lejos de la casa del Padre, lloremos luego de alegría por encontrarnos dentro con el abrazo paternal de Dios! A eso debe ir dirigida nuestra penitencia y esa es la misión principal de la Cuaresma.  Jmf

viernes, 22 de marzo de 2019


DOMINGO III DE CUARESMA.-24-III-2019 (Lc. 13. 1-9) C

Aunque la Liturgia da opción a sustituir el evangelio de hoy por el de la mujer samaritana, correspondiente al mismo domingo pero del Ciclo A, (acaso más sugerente y humano), hemos escogido el texto de San Lucas, del ciclo C, por estar acaso más en consonancia con la problemática social del momento que vivimos. Lc. nos narra tres hechos muy de actualidad, hasta el punto que da la sensación de que Jesús había leído los periódicos aquel día y que luego se dedica a comentar los titulares de la primera página.

El primer hecho trata de una noticia de tipo político: Pilatos sofoca una rebelión, carga contra unos galileos que se habían manifestado violentamente en el templo, y que la policía anti disturbio ahoga en sangre cortando por lo sano. Basta con leer Las guerras de los Judíos, del escritor Flavio Josefo, para darnos cuenta de que estas revueltas y muertes consiguientes eran más frecuentes en Palestina de lo deseado.

La segunda noticia habla de un accidente o catástrofe que debió de suceder de forma imprevista: una torre, la torre de Siloé que un mal día se desploma y aplasta a 18 personas. Aunque la Historia no recoge en ningún sitio este suceso, sin embargo debió de ser muy comentado en tiempos de Jesús. Así se deduce del modo de presentarlo “¿Pensáis que esos galileos…?”.

El tercer hecho a considerar es una historia mucho más sencilla: se trata de una comparación sugerida por Jesús y que podría muy bien haber sido tomada de igual modo de la vida cotidiana del pueblo: Un labrador tenía en su viña una higuera la cual después de tres años sólo daba hojas.  Habla con el viñador o encargado de la finca. Como no da fruto hay que cortarla. Y la súplica del viñador: “Déjala un año más, vamos a abonarla y a cavarla, si sigue igual entonces sí, entonces habrá que cortarla o arrancarla”.

En el primer caso Jesús no condena la actitud subversiva de quienes perecieron a manos de Pilatos. Jesús no juzga a aquel grupo de alborotadores que se manifiestan contra los romanos y que Pilatos aplasta  ahogando la manifestación en un baño de sangre. Tampoco dice que fueron unos héroes enfrentándose a un Estado opresor. Solamente saca una lección: “No son más culpables que los demás; y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. La violencia nos pisa los talones, a veces porque la desencadenamos nosotros con nuestros comportamientos y actitudes, pero otras veces y más aún en este momento de la historia, porque parece que se ha convertido en el caldo de cultivo donde se desenvuelve el hombre.

Dice Luis Rosales: “Ya no es preciso ir a la guerra porque la guerra nos persigue.  Hace ya muchos años que en el mundo hay una guerra armada, pues a partir de su terminación la guerra está domiciliada en todas partes”. Y comenta a este respecto José Luis Martín Descalzo: “No se pueden tener las manos limpias hoy. Nadie las tiene. Todos somos responsables de algún modo de esa gigantesca matanza. A su luz entiendo el terror de aquel personaje de Albert Camús que aseguraba haber llegado a comprender que incluso aquellos que eran mejores que otros no podrían hoy evitar el matar o dejar de matar, porque esto forma parte de la lógica en que vivimos, ya que no podemos hacer un solo gesto en este mundo sin correr el peligro de matar”.

Jesús no les culpa directamente del castigo. En la novela de Bernanos, Diario de un cura de aldea, el protagonista aseguraba que “nuestros pecados ocultos envenenan el aire que otros respiran, y cierto crimen, cuyo germen llevaba algún miserable sin él saberlo, no habría madurado nunca sin ese principio de corrupción”.  En otro lugar, a un personaje que le pregunta si en el mundo se puede vivir así, le responde: “Si Dios nos diera una idea clara de la solidaridad que nos une los unos a los otros, tanto en el bien como en el mal, efectivamente, no podríamos seguir viviendo”. Como tampoco son culpables únicamente las diez y ocho víctimas que murieron aplastadas por la torre. Nosotros con frecuencia atribuimos las desgracias a la mala suerte, a la fatalidad o, lo que es peor, a un castigo divino; esto con más frecuencia antes que ahora, pues hoy vemos que los accidentes son a menudo fruto más de imprudencias en las que todos caemos que de extrañas maldiciones o predestinaciones divinas. Todo lo contrario, a todos nos puede suceder lo mismo. El hombre moderno ha levantado con su técnica y progreso una torre sobre nuestras propias cabezas que cualquier día se nos viene encima. Incluso en el sentido literal e la frase.

A finales de febrero de 1986 la prensa daba la noticia de que el satélite soviético Cosmos 1714 de 10 toneladas y 18 metros de largo iba a precipitarse sobre la tierra en unas horas. Y así fue. El Instituto de Investigación de Física de Alta Frecuencia trató de seguirle la pista desde la República Federal Alemana pero fue ya imposible controlarlo. Y aunque no lo tomemos tan al pie de la letra hay que pensar que incluso toda esa tecnología que levanta sus torres no sólo contra el cielo sino incluso contra el hombre, las torres del progreso y los avances científicos, las torres del desarrollo de los medios de producción, de la alimentación, de la medicina y no digamos nada las del campo de las armas químicas, atómicas o bacteriológicas, con tanta torre ¿no corremos el riesgo, metafóricamente hablando, de que un día se desplome todo y nos aplaste?

Dios mira al pueblo agobiado y oprimido por tanta esclavitud como miró al pueblo egipcio, a su pueblo escogido, y no puede menos de compadecerse de nosotros y tratar de sacarnos de esta nueva versión de la esclavitud materialista y moderna que, a pesar de tanto confort y bienestar, nos trajo tan poca paz interior y concordia a las almas y a los pueblos, dos grandes bienes que deberíamos hacer triunfar en el mundo a costa de lo que fuera.

Lo mismo que en aquel libro de Herbert George Wells (1897) titulado “La guerra de los mundos”, hoy da la sensación de que estamos invadidos por extrañas fuerzas venidas no se sabe de dónde pero que tratan por todos los medios de destruirnos. De la lectura de ese libro, con salir incluso victoriosos contra los invasores, se deduce una triste lección: No podemos esperar gran cosa de las ciencias, pues a pesar de todos sus avances estamos de continuo amenazados por guerras y catástrofes sin que casi nada contribuya a mejorar nuestra existencia y lo que es más grave nuestra convivencia. Somos esclavos y estamos amenazados; por eso es necesario que Dios nos envíe un liberador y por eso es necesario que nosotros esperemos su venida para vernos libres de tanto peligro y de cualquier tipo de opresión.  Ya lo hizo con su pueblo por medio de Moisés. Ernest Bloch decía que “es justo y evangélico cambiar, subvertir este orden social en el que el hombre se siente explotado, humillado, abandonado y recobrar la dignidad pero es una labor por hacer y debe hacerse”, si no queremos perecer todos de la misma forma que los de la torre de Siloé.

Y no vale decir que con estar bautizados y pertenecer a una Iglesia tenemos suficiente. No vale. También los judíos o israelitas que habían sido liberados, salvados ver Moisés, a pesar de “ser bautizados en el mar” y a pesar de “haber sido alimentados con el mismo alimento espiritual: el maná y beber la misma bebida espiritual: el agua de la roca, no agradaron a Dios” (I Cor. 10, 1- 6).

Finalmente Jesús nos pone un hermoso ejemplo, diríamos que sacado del mundo de la ecología, ahora tan en boga: La higuera, a la que todo se le iba en echar hojas... Todos andamos a menudo por las ramas, tratando de hacer ver la Iglesia y sus logros, sus manifestaciones externas.  Lo dice el refrán popular: “Mucho ruido y pocas nueces”. Pero luego no damos el fruto esperado. Alguien intercede por nosotros…Vamos a ver un año más.

El viñador más que fijarse en las hojas va a la raíz: hay que empezar por los cimientos, cavar en torno al árbol y abonarlo, hay que empezar escarbando en nuestra alma, en nuestro corazón, cambiando cada uno de nosotros, cada uno. Lo hemos oído muchas veces; como dijo Proust: “Todo esto está ya dicho pero como nadie hace caso habrá que repetirlo cada día”.

Cuaresma quiere decir cambio, conversión..., frutos... de lo contrario, -y no porque Dios nos lo envíe a posta sino porque es el fruto de nuestro comportamiento y la conclusión de unas leyes lógicas-, de nuevo correrá la sangre justa o injustamente, de nuevo nos aplastará el Progreso y este terminará por cortarnos de raíz. Si cada cual se propusiera en serio desarmar su corazón de odio, egoísmo, envidia y sobre todo de la soberbia que nos hace querer llegar de nuevo al cielo en un afán de una nueva torre de Babel, todo se arreglaría mucho antes y mejor.  Jmf

lunes, 18 de marzo de 2019


SAN JOSÉ. 19-III-2019. C

Aunque ya no es fiesta laboral y el Sr.  Obispo dispensó a los católicos del precepto de oír la santa Misa, para muchas personas hoy sigue siendo un día singular, o si lo preferimos, sigue siendo una fiesta con tres conmemoraciones especiales, pues festejamos:
En primer lugar al José del Evangelio, el esposo de María. San Mateo nos dice que “era un hombre justo”. Esto lo podemos deducir de su actitud ante los hechos y hechos graves. Por ejemplo:
Cuando cae en la cuenta de que su esposa espera un niño, de cuya concepción él no tenía noticia, no la juzga, y tenía razones para hacerlo al menos aparentemente, ni la increpa, la respeta y trata de buscar una solución coherente a sus principios. Ello nos lleva a descubrir el amor que le tenía pues según San Pablo: “El amor es comprensivo, disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no acaba nunca” (I Cor. 13, 8). Es más, se fía de ella, confía y por eso antes de juzgarla determina irse de casa, alejarse para no herirla. Fue la primera tentación que sufrió un matrimonio cristiano de conato se separación. Y esto sucedió nada menos que en una familia que lleva el título de sagrada. Fue la primera tentación de divorcio. Más aún, cuando el niño tenía doce años se les va del hogar y tienen que andar buscándolo durante tres días. Es también la primera tentación que sufre un hijo de escapar de la tutela paterna y también la consiguiente reprimenda de los padres al hallarlo: “Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados....; ¿por qué nos has hecho con nosotros?”. José fue un hombre justo. Estuvo siempre en su puesto.
Una segunda celebración, que aunque si bien se traslada al domingo también podemos contemplarla en esta fecha, es la del Día del Seminario. La razón es porque José, de alguna forma, fue el primer formador de un sacerdote, su hijo, sumo y eterno sacerdote. Tanto hoy  como el domingo son días en los que debemos pedir muy especialmente por nuestros seminaristas.
Todo joven lleva de algún modo un sacerdote en su interior, pero tenemos que saber descubrirlo. Nos lo viene a recordar aquella anécdota que cuenta José Luis Martín Descalzo sobre el niño que, habiendo contemplado un gran bloque de mármol y después la hermosa escultura de un caballo que un tallista hizo con él preguntó cómo se podía explicar eso. Y alguien le respondió: “Es que el caballo estaba dentro”. No sé si fue Aristóteles o Miguel Angel, quien dijo que “esculpir una talla es ir quitándole a la madera o a la piedra, es decir a la materia, todo aquello que les sobra”, no añadir sino desbastar, quitar. Tenemos tantos dones ocultos que se necesita una mano experta, la mano de nieve de la que habla el poeta, “que sepa arrancarlos”. Y curiosamente el escultor no suele añadir nada, únicamente quita.
Decía el escritor francés Charles Du Bois que “formar un alma es el más duro trabajo que existe”. En el Seminario se preparan los futuros sacerdotes, su formación no sólo depende de los profesores sino que depende un poco de todos nosotros pues todos podemos colaborar a forjar un sacerdote no sólo tratando de despertar vocaciones, sino ayudándolas con nuestras oraciones y también ¡cómo no? con nuestra aportación económica.
Todo eso se puede hacer realidad  el día del Seminario. Cuántas veces se ha repetido la frase atribuida a Raner o a Malraux de que el siglo XXI o será místico o no será…, es decir que o potenciamos el mundo del espíritu o estamos llamados a desaparecer. El sacerdote es uno de esos motores que deben impulsar esta evangelización. Para ello necesitamos que surjan vocaciones, cultivarlas y arroparlas.
Finalmente hoy se celebra otra fiesta, aunque más bien promocionada por las grandes cadenas comerciales en función del regalo consiguiente, que por la misma Iglesia. Se trata del día del padre. Hammlet para elogiar a su padre no encontró otra expresión que decir: “Era un hombre”. Pues bien, un hombre que además es padre tiene una gran misión que llevar a cabo en la familia y en el mundo.
Hoy es muy difícil este oficio. Los tiempos se complican, los hijos se nos van, algunos se pierden, a otros es difícil buscarles un empleo al llegar a la edad de ponerse a vivir. Ya sé que desde aquí poco podremos hacer en esos campos pero sí podemos pedirle a Dios que nos ayude e ilumine para encontrar caminos, derroteros, soluciones a tantos problemas que de día en día nos acechan y acechan a la juventud. Napoleón acostumbraba a decir que a un niño se le educa veinte años antes de nacer, es decir educando a sus padres, ayudándoles a encontrar soluciones, palabras, caminos...
Finalmente en cuanto a la devoción que debemos tener a este gran santo bastaría recordar las palabras de Santa Teresa de Jesús que, habiendo recobrado la salud por intercesión de este santo, después de haber estado bastante enferma poco después de tomar los hábitos, solía recomendar a sus monjas de esta forma: “Sabiendo por experiencia la maravillosa influencia que tiene san José con Dios, aconsejo a todo el mundo que honre con especial devoción al santo”. Ella misma, de los diez y siete conventos que fundó, doce los dedicó a San José y en los demás ponía su imagen en lugar destacado para que fuese así honrado.
Hubo por los años veinte aquí en Miranda, un sacerdote al que la gente conocía con el nombre de Don Paco. Este hombre solía predicar con bastante insistencia la devoción al santo. Los que lo conocieron recuerdan que solía contar en sus sermones una curiosa historieta. Un devoto de san José murió y se fue al cielo, pero san Pedro no quería dejarlo entrar por ciertas faltas que él consideraba debían ser purgadas. Estando en estas se oyó una voz desde el fondo de los cielos que gritó: “¡Pedro! ¡Déjalo pasar! ¿No ves que ye devoto mío, hombre?”. Era la voz de San José. De esa forma pretendía inculcar aquel párroco esta devoción entre la gente.
Tres conmemoraciones en un día que ha dejado de ser fiesta de precepto entre nosotros, pero no por eso debe ser menos recordado:
1.- La devoción al santo que por ser padre nutricio de Jesús, alguna influencia tendrá ante su hijo, creo yo.
2.- En segundo lugar el Día del Seminario, un día de oración para que surjan vocaciones que puedan seguir alentando la fe de nuestros Pueblos. Por ellos oración y limosna que estando como estamos en Cuaresma puede servir para cumplir ambos fines. Aquí la Colecta tendrá lugar el próximo domingo.
3.- Finalmente el día del padre, aspecto acaso un tanto comercializado pero que el cristiano debe santificar dedicando en este día una oración especial por todos aquellos hombres que llevan sobre sus espaldas el peso de la paternidad con el fin de que sepan salir airosos en la difícil tarea de educar a sus hijos. Y esto vamos a pedirlo hoy también por intercesión del Patriarca san José.

viernes, 15 de marzo de 2019


DOMINGO II DE CUARESMA.- 17-III-2019 (Lc. 9, 28-36) C


El domingo pasado hemos visto a Jesús en el Monte de las Tentaciones, hoy nos lo encontramos en el Monte Tabor. El próximo domingo lo veremos hablando con la Samaritana cerca del Monte Garizím. El cuarto domingo nos hablará de Moisés elevando en el desierto la serpiente de bronce, una clara referencia al Monte Calvario en el que Cristo es elevado también sobre la cruz. Finalmente el V Domingo nos presenta a Jesús descendiendo del Monte de los Olivos al pie del cual salva a una mujer pecadora de ser ejecutada. Da la sensación de que Dios vive en las alturas, y que en el llano impera el reino del pecado.

Hoy la escena se desarrolla sobre el Monte Tabor, un promontorio que emerge en medio de la llanura de Esdrelón y que tiene una altura de unos 500 metros. En él han tenido lugar diversos acontecimientos bíblicos:
1).- La victoria de Débora y Barac contra Sísara, 2).- El encuentro de Saúl, recién nombrado rey, con tres hombres que subían al santuario de Betel llevando tres cabritas, tres panes y un odre de vino (Jue. 3. y I Sam. 10); y 3) El acontecimiento que conmemora hoy el evangelio de la Transfiguración, en el que vemos a Jesús subir a este monte con tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan, y una vez en la cumbre Jesús se transfigura ante los tres apóstoles apareciendo junto a otros dos personajes: Moisés y Elías dentro de una nube de luz. Cristo, el Verbo, la Palabra de Dios aparece  testimoniado por tres voces: una en la figura de Moisés que simboliza la Ley o palabra escrita, otra en la figura de Elías que es como la palabra profética o hablada, que denuncia y acusa, y en una tercera: la voz salida de la nube, voz de Dios que nos habla y resuena en la conciencia de cada uno, y que a la vez nos señala a Jesús como su Hijo amado, la palabra encarnada. Es la misma voz que se escucha en el Bautismo de Jesús y que recogen los cuatro evangelistas: “Este es mi hijo muy amado en quien me complazco” (Mt. 3,13).

Mucha gente escucha hoy o cree escuchar voces y ecos extraños y desconocidos venidos de un desconocido “más allá” y sin embargo pone infinidad de reparos para escuchar la voz de Dios que trata de transformarnos y de transfigurarnos interiormente. Y tampoco oímos ni escuchamos la voz de los profetas que denuncian injusticias, que acusan atropellos y que tratan de despertar nuestras conciencias con el fin de que nos decidamos de una vez por todas a ayudar de verdad al desamparado, al pueblo llano manipulado siempre, engañado siempre, al que un día se le moviliza para que grite “¡Hosanna, hosanna al hijo de David!” entre ramos de olivo y palmas, y a los ocho días escasos somos capaces de hacerle gritar: “¡Crucifícale!”. Así es el pueblo de maleable y dúctil cuando cae en manos de líderes perversos.

Recuerda aquella obra del dramaturgo noruego Enrique Ibsen que lleva por título: El enemigo del pueblo. La acción se desarrolla en la costa meridional de Noruega. El Dr. Stokmamm dirige un centro de aguas termales que al analizarlas un día se encuentran con que están contaminadas. El Director del periódico local le anima a denunciarlo: “y el pueblo se lo agradecerá eternamente”. Pero su hermano mayor no está de acuerdo ya que, subsanar ese fallo, llevaría consigo la quiebra, y cerrar el balneario durante dos años con cuantiosas pérdidas económicas. La noticia llega a las clases privilegiadas y a los notables del pueblo que se movilizan y convencen a la gente de que el cierre del balneario también repercutiría de manera negativa en sus ganancias; y se ponen del lado de los capitostes dejando al médico solo ante el peligro. Por lo visto y paradójicamente interesa más el dinero que la salud, como casi siempre. El médico tiene una hija que ejerce de maestra y es expulsada del colegio donde imparte las clases, el director del periódico se niega a publicar los análisis que prueban la contaminación, por miedo a una represalia. Sólo el médico permanece insobornable. Y a pesar de que hasta apedrean sus ventanas él no cede, recoge niños pobres y trata de inculcarles sus principios juntamente con sus hijos. Hay que gritar la verdad... “Hay que hacer hombres libres”, dice. La masa no puede regirse por el sufragio universal porque no le dejan ser libre y siempre ha sido manipulada por unos y por otros aunque sea en su propio daño.

La obra podría ser una acusación permanente a todo lo que está pasando actualmente. Aquí y allá se alzan voces de profetas que denuncian este o aquel hecho y que llegan hasta nosotros desde las injusticias sociales, la miseria del tercer mundo, y que a menudo son otra voz en el desierto; voces desde ese lenguaje de dolor que día tras día presenciamos y que cada vez nos acostumbramos más a ellas restándoles importancia. Los hechos gritan pero nadie los escucha, por miedo a que una postura en contra vaya en perjuicio de nuestros propios intereses. Y no hay que olvidar nunca que una voz así, aunque salga de las nubes, es voz divina, la voz de Dios.

Tampoco nos paramos a escuchar la voz que nace del fondo de nuestro corazón. Decía Javier Marías comentando hace años su novela Corazón tan blanco que  “cuando uno oye algo y no quiere oírlo, cierra los ojos.  Existe la posibilidad de no ver pero no de no escuchar…, los oídos no tienen párpados”. No queremos escuchar. Y escuchar es una forma de rezar. No queremos escuchar las voces que nacen del fondo de la conciencia, voces que, si fuéramos sinceros y nos detuviéramos a oírlas, veríamos que coinciden con las voces del profeta, con la voz de Dios.

Cuenta Anthony de Melo la leyenda sobre un templo lleno de campanas levantado en una isla. Cuando soplaba el viento todas las campanas repicaban arrebatando a cuantos las oían. Pero la isla se hundió bajo las aguas. La leyenda dice que las campanas seguían repicando para cualquier viajero que las supiera escuchar. Un joven se acercó hasta la orilla y estuvo mucho tiempo tratando de oír…, se hacía todo oídos, pero por más que se esforzaba no lograba escuchar nada. Abatido por el desaliento se tendió en la arena. Quizá todo era un engaño. Aquel día no hizo nada por oír, dejó bramar al mar... y fue entonces cuando en medio del silencio y del vaivén de las olas escuchó el tañido de una campanilla, luego la de otra y otra y al final miles de campanas repicaban con tan dulce armonía que se vio transportado de asombro y de alegría. Si deseas escuchar a Dios deja que hable la Creación por Él: “De todas partes nos llega su voz, a todos los confines se extiende su pregón…” (Sal. 18,5).
No escuchamos porque no hemos cambiado, no nos hemos transformado, porque no estamos convertidos, porque no hemos sido transfigurados. Seguimos queriendo hacer tres chozas en vez de levantar los ojos y escuchar la voz de la nube que nos habla. Nos asusta la verdad lo mismo que a los apóstoles. Seguimos pegados a la tierra.

Añade el Evangelio que mientras los apóstoles estaban en el monte Tabor los demás apóstoles fueron incapaces de expulsar un demonio del cuerpo de un niño epiléptico. Cuando bajaron y le preguntaron a Jesús la causa Él les respondió que tales espíritus sólo obedecen al ayuno y la abstinencia. Hay que bajar del monte, no querer hacer la pastoral desde las nubes y escuchar también la voz del pueblo llano y enfermo, y que a menudo es el eco y completa la voz de Tabor: “Este es mi Hijo”, el pobre, el hambriento, el triste y el encarcelado, “este es mi Hijo, escuchadle”. “Madurar en la fe es perder el miedo”. Madurar en la fe es echar a andar, como dice el poeta zamorano León Felipe: aunque esté
“…rendido de andar a la ventura,
buscando mi destino…
En todos los mesones he dormido,
en mesones de amor
y en mesones malditos,sin encontrar jamás mi albergue decisivo…
Ahora estoy aquí, solo…,   rendido,
pensando que no está aquí mi sitio,
que no está aquí tampoco
mi albergue decisivo…”
Es verdad que solos no podemos nada, a menudo nos equivocamos, nos desanimamos, pero ahí está el Señor, ahí está siempre Cristo y su palabra como dice san Pablo en la primera lectura, la carta que escribe a los Efesios: “Él transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa con esa energía que posee para sometérselo todo” (Fil. 3. 21).

Cuando salieron de la nube no vieron más que a Jesús, solamente  les queda el recuerdo. En los Hechos apócrifos de san Juan Jesús comenta con los apóstoles la escena y les dice: “Ni yo parecía lo que soy ni yo soy lo que parecía”. Creer en Jesús solo, sin aureolas ni triunfalismos es creer en el Jesús del Calvario, en el Jesús de la pasión, no transfigurado, sino desnudo y desfigurado porque no debemos olvidar que nuestra Redención no tuvo lugar entre los esplendores de luz del Tabor, sino en medio de la noche tormentosa y dolorida del Calvario.

viernes, 8 de marzo de 2019


DOMINGO I DE CUARESMA.-10-III-2019 (Lc. 4, 1-13) C

         El hombre es un ser en continuo peligro y que se ve sometido continuamente a prueba por el diablo, a seducción, a hacer lo que sabe que no debe hacer. Posiblemente haya poca gente que piense en serio y de verdad en el diablo, por eso cuando se le pinta o representa es de un modo caricaturesco, folklórico, carnavalesco e incluso festivo. Sin embargo el diablo es un ser que existe, ya que conocemos perfectamente sus huellas, su madriguera, los caminos que recorre: aquello que nosotros calificamos acertadamente de diabólico, satánico, infernal o demoníaco. Algunos se mofan del modo como se le representa: con cuernos y rabo, pero también representamos al amor con los ojos vendados, una aljaba en banderola y disparando flechas con su arco y a nadie le causa asombro ni niega su existencia. Es un modo de simbolizar atributos y poderes.

Los artistas nos lo representan siempre como un ángel caído. Así, en el parque de El Retiro de Madrid se encuentra acaso el único monumento en el mundo dedicado al diablo representado de esa forma. Aparece también a los pies de santo Domingo de Guzmán de modo similar. En una novela de Bernanos, Bajo el sol de Satán, que recoge pasajes de la vida del santo Cura de Ars, el diablo es un hombre con el que se encuentra una noche el sacerdote Donissant mientras erraba extraviado por el campo camino de Etaples. El cura lo reconoce. Para el novelista francés Satanás se hace visible con frecuencia en figura de hombre y es a Dios a quien pretende herir por medio nuestro; por eso a quien más ataca es a los santos. André Gide, en Las monedas falsas, dice: “El diablo será más poderoso cuanto menos se crea en él…”. De ahí que ponga en boca del propio diablo la frase: “¿Por qué me llamáis? ¿No sabéis que no existo?”.

El mismo año que Bernanos escribe su novela (1926) nuestro Alejandro Casona redacta un trabajo sobre la historia del diablo. Siempre le preocupó este tema, como se puede ver en toda su obra: La barca sin pescador, Otra vez el diablo, etc. En esta última comedia la Infantina le pone como condición al estudiante que para acabar con los tres males del reino: la peste, la guerra y la revolución, tiene que matar al diablo con un puñal que es precisamente propiedad del mismo demonio. Pero el estudiante sabe muy bien que para asesinarlo el camino más corto es venciéndose a sí mismo. El mismo Satanás lo reconoce cuando dice: “Al diablo no se le mata con un puñal, al diablo se le ahoga dentro de uno mismo ¿comprendes?”.

Más curiosa es la visión que nos da Giovanni Papini en su obra “El Diablo” (1953) en la que afirma que el pecado de Luzbel no fue de soberbia sino de envidia. Choca un poco también cuando afirma de él que es un hermano rebelde, el hermano malo de Jesús y que gusta disfrazarse sobre todo de mujer para engañar al hombre (Papini se muestra aquí misógino). Pero Satanás tampoco está libre de tentaciones y será a su vez tentado al final del mundo por una mujer para que sucumba al bien, se arrepienta y vuelva a Dios. El diablo consentirá y volverá a convertirse en el ángel de Luz que fue al principio. Entonces, al final, todos los condenados se justificaran y serán salvados en una amnistía universal. Es la famosa teoría defendida por Orígenes y que tanto entusiasmaba a Unamuno llamada la “apocatástasis”. La iglesia, lógicamente, la descalificó y condenó como herética. Hoy el diablo, con la Biblia en la mano, se atreve a tentar al mismo Cristo.

Tres son las tentaciones a las que somete al Hijo de Dios: La primera: “Di que estas piedras se conviertan en pan”. No deja de ser curioso que la primera tentación a la que sometió a Adán y Eva fue también una invitación a comer: “El día que comáis del árbol vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses”. No sé si el diablo trataría de probar el dicho aquel: “Por la boca muere el pez”. Nosotros podemos ver en ella como un arquetipo de la tentación al placer, a la vida cómoda y satisfecha aunque también se podría ver la tentación al consumismo bajo la disculpa del pan, tan necesario para poder subsistir, el pan de cada día no ganado con el sudor de la frente, como está mandado, sino por arte de magia, convirtiendo las piedras en pan.

Paradójicamente el hombre, trata de convertir pan en piedras para arrojarlas sobre el prójimo, es decir, lo que habría que destinar a pan lo convierta en armas para matar al enemigo el cual lo que nos pide es únicamente pan. Estamos convirtiendo el pan en piedras siempre que gastamos en armas lo que deberíamos gastar en pan.

También existe la otra versión, la que propone el diablo, convertir piedras en pan, y que podría aplicarse a todos esos alimentos sintéticos, unos sacados del petróleo (piedra-oleo), otros de sustancias químicas, auténticas drogas que envenenan los cuerpos y contaminan el ambiente. Jesús rechaza frontalmente la tentación echando mano igualmente de la Biblia: “No sólo de pan vive el hombre” (Deut. 8,3). Y esto sí que deberíamos aplicarlo a nuestro modo de proceder con los demás. A veces damos pan que puede saber a piedras. La caridad no sólo es dar, es sobre todo darse. Que quien recibe se sienta satisfecho en cuerpo y alma. A menudo nuestras limosnas hieren como pedradas, humillan hasta el polvo, rebajan al que pide, no caemos en la cuenta de que el hombre tanto como el pan estima la comprensión, (que no es igual a compasión), valora la ternura, el afecto. el amor, el detalle… “No sólo de pan vive el hombre”. Y es que cuando nos piden, cuando damos, solemos poner la misma cara que cuando nos atracan, y eso tiene que herir muy de lleno a quien recibe. Se entiende que estamos hablando de personas realmente necesitadas no de aprovechados.

La segunda tentación, que en san Mateo viene a ser la tercera, es una invitación a tirarse del pináculo del Templo... No pasará nada… “Los ángeles te tomarán en sus brazos para que tu cuerpo no se estrelle contra el suelo”. En el Paraíso sucede tres cuartos de lo mismo: “No moriréis…”. No os sucederá nada malo, “está escrito…”, y de nuevo cita bíblica al canto (Deut. 6, 13... ). Pero Jesús, usando las mismas armas que el Maligno, lo rechaza con un texto del Deuteronomio: “Escrito está, no tentarás al Señor tu Dios” (Deut. 6,16). Jesús no consintió, Adán y Eva sí. Llegar a ser, y luego ser tenido en…, ser alabado, aplaudido y tenido en consideración ha sido siempre una gran tentación del ser humano, de modo que el dejar de ser es para muchos una auténtica tragedia. Se dice de los ministros que cuando por hache o por ce son depuestos o destituidos sufren un verdadero shok, que se le denominó “síndrome ministerial”. Pero eso de llegar a ser aquí, el ser como…, el aparentar más de lo que se es (que en esto consistía en el fondo esta segunda tentación), se queda en nada ante la respuesta de Jesús.

Una última tentación, la segunda en san Mateo, tiene lugar en la cima de una montaña. La primera había sido en las llanuras del desierto, la segunda descendiendo desde el pináculo hasta la explanada del templo, esta tercera subiendo a lo más de una montaña. Allí le presenta desde la cumbre todos los reinos de la tierra y le promete: “Todo esto te daré si te pones de rodillas y me adoras”. El diablo quiere equipararse a Dios, acaso tenía razón Papini al afirmar que el pecado de Luzbel no fue de soberbia sino de envidia. Es la tentación del tener: “Todo esto te daré…”. En el Paraíso les promete la inmortalidad y también el equipararse a Dios: “Seréis como dioses, conocedores de la ciencia del bien y del mal” (Gén. 3.5). Tres lugares para la tentación: la soledad del desierto, la altura de la montaña, y el descenso entre incienso y el aplauso hacia la explanada del templo. Tres personajes que intervienen: El diablo, Jesús y Dios. Tres tentaciones: placer/comer, ser y tener. Las tentaciones se entienden mejor desde los argumentos que aduce Satanás: “-¿No necesitáis alimentos? Ahí los tenéis. -¿No queréis conquistar el mundo para Dios? Yo me adelanto a ofrecéroslo, un ofrecimiento que recuerda el que hacía aquel cura de una Villa a los protestantes cuando vio que la mayoría de los feligreses, por mor de haber puesto el mercado los domingos, no asistían a cumplir con el precepto dominical: Yo os ofrezco la Iglesia si sois capaces de suprimir el mercado del domingo.

Hay muchas tentaciones supuestamente respaldadas por la Biblia. Hay muchas sectas y falsos profetas que como el diablo manejan la Biblia a la perfección… Hay que abrir bien los ojos y no ir a buscar lejos lo que tenemos dentro: Se cuenta como una leyenda en el Tíbet que un ciervo almizclero corrió y corrió hasta despeñarse en busca del perfume que lleva, como sabemos, en una bolsita en su vientre. Lo descubrió al morir.
 Por otra parte al diablo sólo se le vence, como en la obra de Casona, dentro de cada uno, en el corazón de cada hombre. La Cuaresma es un camino para llegar no sólo a la Pascua sino a lo más profundo del corazón venciendo allí todo lo que puede interceptar nuestro encuentro con Dios. Jmf

miércoles, 6 de marzo de 2019

MIÉRCOLES DE CENIZA.6-III-2019 (Mt-6.1-6) C

Desde antiguo, a estos cuatro días, desde hoy hasta el próximo domingo, se les llamó genéricamente Semana de cenizas debido al rito que hoy tiene lugar en todas las iglesias católicas. Actualmente hemos perdido ese sexto sentido del que los antiguos hacían gala para interpretar los símbolos y luego vivir según ellos. El materialismo no sólo arrambló con grandes zonas de la espiritualidad del hombre moderno sino que también se llevó por delante muchos de los símbolos que llenaban profundas aspiraciones y urgentes necesidades en el alma humana y sin los cuales al pueblo le va a ser muy difícil superarse.  Uno de esos símbolos es el de la ceniza.

En la antigüedad, y en muchos rincones de la tierra, se incineraban los cuerpos. Solían hacerlo metiéndolos en sacos de amianto o materia incombustible. De ese modo las cenizas del difunto no se mezclaban con las de la hoguera y podían recogerse y guardarse en pequeños cofres, que luego se depositaban dentro de monumentos en forma de pirámide, acaso debido a una antiquísima creencia de que la forma piramidal conserva mejor los cuerpos de la corrupción, tal como trata de demostrar un librito aparecido hace años titulado “El poder de las pirámides”. La ceniza encierra hermosos simbolismos como el de mostrar que lo único que permanece son las obras, mientras que todo lo demás se esfuma.

Las cenizas fueron siempre muy respetadas de modo que cuando alguien se sentía maldito por la suerte se solía decir que acaso era porque habría profanado las cenizas de sus antepasados; “patrios cineres minxit”, decía Horacio. Hoy existe una corriente de volver a incinerar los cadáveres, y acaso habrá que ir haciéndose poco a poco a esa idea debido al escaso espacio que va quedando libre en los cementerios y a la oposición de los pueblos a abrir nuevos lugares dedicados a enterramientos o nichos.

Todos hemos leído que las cenizas de este o de aquel personaje han sido esparcidas sobre una montaña, o vertidas en un río o en el mar, lugares con los que el difunto estuvo unido por alguna razón especial, de ordinario casi siempre de tipo sentimental. Como decía, acaso sea una solución a uno de los grandes problemas de superpoblación funeraria y a la escasez de sepulturas y de nichos en nuestros cementerios.

Pero volvamos al tema de este día: la ceniza y su empleo ritual, y no sólo como lo hacemos los católicos hoy, sino a través de la Historia. En las fiestas del Antroxu existe desde antiguo la costumbre en algunos pueblos de tirarse ceniza, o restregar con ella la cara a los transeúntes en una especie de rito de imposición, quieras o no, o de simular con ella máscaras pintadas tal como acostumbran los brujos y danzarines de muchas tribus para los actos rituales de la caza o de la danza.

En Pola de Lena a los Zamarrones les precedía un personaje vestido con atuendo de “mujerona” llamado Ceniceiro el cual iba arrojando ceniza que sacaba de un bolsón, a los mirones. En Labio (Salas) llevaban la ceniza en un odre. Y en Quirós los Guirrios la llevaban hasta en sacos, dice Constantino Cabal en su inacabado Diccionario Folklórico de Asturias. La costumbre viene de lejos y la encontramos no sólo en Roma sino hasta en la misma Biblia.

En Roma el día 21 de abril se festejaban unas fiestas campesinas, las Palilias, en honor a la diosa Pales (que antes había sido dios). Tenían como función primordial, además de festejar la fundación de Roma por Rómulo, favorecer y tutelar los rebaños de los cuales Pales era protectora. Los ritos consistían en purificar los establos y las casas con cenizas recogidas de hogueras en las que se había quemado paja, pino, laurel u olivo o bien procedentes de la incineración de un ternero.

Con todo solían otorgar más poderes a la ceniza sacada del llar, puesto que en él vivían los dioses lares convirtiendo, de algún modo, la cocina en un pequeño santuario y altar en el que continuamente ardía el fuego, y al menos una vez al mes se hacían holocaustos. De ese modo las cenizas de los lares estaban empapadas de divinidad y magia.

Es aquí donde la tradición romana empalma plenamente con los ritos recogidos por la Biblia y que se citan en la Carta a los Hebreos cuando dice: “Si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de una ternera santifican mediante la aspersión a los contaminados en orden a la purificación de la carne ¡cuánto más la sangre de Cristo… purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios!” (9,13). Dichas cenizas eran esparcidas en casos graves de profanación legal según manda el libro de los Números (19, 11) donde se alude también al agua lustral o limpiadora. Esta se preparaba con cenizas de una vaca roxa, joven, es decir, un becerro o ternera que no tuviera mancha alguna ni defecto corporal y que nunca se la hubiera uncido (el becerro de oro fue adorado en vez de inmolado). Sacrificado, era luego quemado en un lugar fuera del campamento hebreo. Con ello se pretendía borrar la impureza contraída por contacto con un cadáver o con su sangre.

Y esa fue acaso la razón, el no contaminarse de impureza, por la que el sacerdote y el levita de la parábola de El buen samaritano pasan de largo al pie del viandante malherido… Contraían impureza legal y manchaban la morada de Yahvé hasta no ser lustrados o rociados con dichas aguas, lo cual tenía lugar los días tercero y séptimo a partir del contacto con el muerto. (Números 19, 13). En la Iglesia empieza a tomar cuerpo este rito como tal a partir del s. X. Al menos en esos años ya hay constancia de que tenían lugar en la ciudad eterna, según se recoge en los Libros Pontificales germano/ romanos, o libros de ritos del Obispo, que luego fueron llevados a Roma por los Otones. El año 109, el papa Urbano II generaliza el miércoles de ceniza, y en el siglo XI se puede decir que era común a toda la cristiandad. Con el rito de la ceniza la Iglesia trata de inculcarnos hoy a los cristianos la humildad y el espíritu de la Cuaresma cifrado en el Ayuno, la Oración y la Limosna.

Ayuno, fue una de las tentaciones a la que sometió el diablo a Jesús en el desierto: No sólo de pan…, y que veremos el próximo domingo. Moisés permaneció en el Sinaí con Iahvé 40 días y cuarenta noches sin comer pan ni beber agua para escribir las Tablas de la Ley, o diez palabras (Ex. 34, 28). Elías camina hacia el monte Horeb cuarenta días y cuarenta noches. Cuando estaba a punto de sucumbir un ángel le manda: “Levántate y come porque el camino es demasiado largo para ti” (1 Reg. 18,9). Finalmente Jesús permanece 40 días y 40 noches sin probar bocado antes de ser tentado por el diablo. Y no deja de ser significativo que sean los tres personajes los que aparecen con Él en la transfiguración en el monte Tabor, acaso porque el ayuno y la oración sean el camino para llegar a esa transformación interior que se nos pide en toda verdadera conversión.

Otra de las lecciones que podemos sacar de estas purificaciones con ceniza es que no sólo se purifican los pecados personales sino que existe también el pedir perdón por los pecados colectivos. Juan Pablo II lo hizo un 22 de febrero de 1992 en la Isla de Gorée (Dakar-Senegal), uno de los lugares más tristes y macabros de África al que el Papa denominó “Santuario africano del dolor negro”. ¡Y tan negro!, por él pasaron miles y miles de esclavos, de los 20 millones que fueron cazados para enviarlos a América como mano de obra barata. Y esto fue llevado a cabo no por gentes paganas sino por cristianos y musulmanes, que se llamaban creyentes del Dios verdadero. Es bueno también ejercitarse en pedir a Dios perdón por los pecados colectivos porque todos hemos sido y somos un poco responsables con nuestro proceder de todos los males del mundo. Y cuando declinamos la responsabilidad caemos en el pecado de Caín: ya que “Todos somos responsables de la sangre de nuestras hermanos”. Duele un poco esta disciplina, y es lógico que duela; cuesta trabajo esta limpieza pero merece la pena y se hace más y más imprescindible.

Muchos recordarán aquella fábula de Hartzenbusch titulada La toalla y que dice: “Ay,-exclamó Isabel- ¡Ay, qué toalla! / cuando me enjugo el rostro me lo ralla”. /Su aya le dice: “Si la broza quita /perdona el refregón, Isabelita”.El limpiarnos la memoria con ceniza, símbolo de la fugacidad de la vida, y el alma con la penitencia cuesta, pero todo lo que cuesta vale. La virtud cuesta, la penitencia es trabajosa, pero merece la pena pues el fin nunca es la penitencia por la penitencia ni el ayuno por el ayuno, el fin es prepararse debidamente para la gran fiesta cristiana, en la que desemboca toda la Cuaresma y en realidad toda la vida del hombre, que es la Pascua de Resurrección.

Mientras tanto aprovechemos estas señales y símbolos, la ceniza, el ayuno, la limosna, y toda la liturgia de estos días que está toda ella empapada en estos ritos y símbolos cuyo fin es entender mejor este tiempo y que nos sea más fácil el áspero camino hacia la Pascua que hoy, Miércoles de ceniza, hemos emprendido después de los días de Carnaval en los que acaso nos hemos olvidado un poco de Dios.   Jmf

viernes, 1 de marzo de 2019


DOMINGO VIII. 3-III-2019 ( Lc. 6, 39-45)


Hoy nos habla el Evangelio de un achaque  o deficiencia corporal que era muy común en Palestina en tiempos de Jesús, acaso debido al clima: la ceguera. Precisamente por ser tan común en dicha región, la Biblia echa mano de ella con frecuencia para explicar gráficamente diversas enseñanzas, de modo que posiblemente se podría escribir todo un tratado de teología tomando la ceguera como punto de referencia.

En la Biblia se la suele considerar como castigo divino del pecado. Así en el Génesis, cuando Lot recibe en Sodoma a dos ángeles y los hospeda en su casa, al ver los sodomitas su hermosura le pidieron a Lot que se los entregara para abusar de ellos (y aquí se bautizó como sodomía la homosexualidad). Lot se esfuerza en convencerlos de que desistan de su propósito llegando incluso a ofrecerles a su propia hija. Ellos insisten en hacer salir a los jóvenes. Ante el peligro que corre Lot los ángeles lo defienden, y extienden sus brazos dejando ciegos a aquellos sodomitas. Es entonces cuando Dios aconseja a Lot que abandone la ciudad con su familia y que huya sin volver la vista atrás. La mujer de Lot desobedece la orden y al volver la cabeza para ver la ciudad queda convertida en una estatua de sal (19, 1-29).

Algo parecido cuentan los Hechos de los Apóstoles que sucedió a Pablo y Bernabé en su primer viaje a Chipre. Al pasar por Pafos el procónsul de la isla tenía gran interés en escucharlos, pero un mago llamado Elimias trata de hacerle desistir. Entonces Pablo, lleno de Espíritu Santo, puso en él los ojos al tiempo que decía: “Hijo del diablo, he aquí la mano del Señor contra ti..., quédate ciego. Y la ceguera se apoderó de sus ojos. Y andando a tientas buscaba a alguien que le alargara la mano (13, 6).

Por el contrario, la buena conducta es causa de curación de la ceguera. Un ejemplo nos lo da Tobías, varón ejemplar que quedó ciego mientras dormía bajo un nido de golondrinas. Viejo ya, recobra la vista cuando su hijo, acompañado del arcángel san Rafael, regresa de un largo viaje y le unta los ojos con la hiel de un pez que agarró cuando se bañaba en el río Tigris. De ese modo le recompensaba Dios las obras de misericordia que había hecho (11, 1 y s.). Son muchos los casos de curación de cegueras que tuvieron lugar con motivo de algunas apariciones, como el primer milagro en Lourdes.

Que los ciegos recobren la vista es también una señal de que el Reino de Dios está cerca. Cuando Juan envía una embajada a Jesús preguntándole si es Él es el Mesías o tienen que esperar a otro Cristo les contesta: Decid a Juan: los ciegos ven...” (Mt. 11, 5). Jesús relaciona la ceguera con la fe de modo que cuando cura a un ciego al mismo tiempo lo examina de dicha virtud. Así hizo con el ciego Bartimeo, o con el ciego de nacimiento... Estamos en una época de ceguera colectiva, en plenos carnavales cuyas máscaras ni dejan ver quién es el otro ni dejan que nos veamos a nosotros mismos, la cuestión es atolondrarse. Precisamente la Cuaresma debería ser el tiempo de quitarnos la máscara y vernos tal cual somos a la luz de la gracia y con los ojos de la fe, a no ser que queramos vivir bajo el disfraz del pecado toda la vida.

El Dr. Frankestein había fabricado un monstruo en el desván de su casa hecho con restos humanos sacados de cementerios. Aquel ser carecía de alma. Mata al amigo, al hermano y a la esposa del doctor. Éste lo persigue pero incluso termina siendo víctima del monstruo que no muere, sólo desaparece. Así es nuestro pasado. Un monstruo fabricado con pecados y faltas que es preciso matar, si no queremos sucumbir también como víctimas suyas.

Para ver, antes de decidirnos a sacar la mota del ojo del vecino, es necesario arrancar la viga del nuestro. “No hay peor ciego que el que no quiere ver”, dice el refrán. Y aunque es cierto que en la vida muchas cosas son difíciles de explicar, lo serán mucho más si nos ciega la pasión, si carecemos de la luz de la fe, aunque en el fondo un corazón entregado a Dios y a los demás camina siempre en esa misma dirección.

En 1989 vio la luz una novela de Umberto Eco titulada “El péndulo de Foucault”. Es de difícil lectura y de más difícil comprensión. De todas formas la idea central nos puede ayudar a entender mejor lo que venimos explicando. El corazón del hombre es como un péndulo y el péndulo tiene una ley: que “abandonado a sí mismo, oscila siempre en un plano vertical fijo con referencia al sistema de referencia inercial”, de modo que aunque la tierra gire el péndulo sigue inalterable en la misma dirección. Lo mismo sucede con el corazón del hombre cuando está entregado a Dios, por muchas vueltas que dé el mundo él siempre oscilará apuntando a su último fin.

Necesitamos abrir los ojos de la fe para tratar de entender nuestro entorno. Tiene Leibniz un librito, “Sobre el conocimiento y verdad de las ideas” en el que echa mano de algunas comparaciones muy gráficas para que comprendamos lo que nos es difícil entender. Por ejemplo, si nos hablan de un kilógono, es decir de un polígono de mil lados, no es posible imaginarlo. Tampoco necesito tener en mi mente su imagen, me basta saber que existe y que puedo operar con sus medidas. Pues lo mismo sucede con la fe. No nos descubre ni nos describe las realidades de la otra vida pero nos enseña a operar con ellas y a caminar hacia Dios.

Los orientales hablan de un “tercer ojo” que les permite ver cosas que  los demás hombres ignoran, tales como el halo de la gente, la bondad y la maldad de las personas. La fe es un tercer ojo. Habrá quien vea visiones, la verdadera fe nos enseña a ser ecuánimes y objetivos.

Con tal fin Jesús nos da una norma para descubrir si esa fe es verdadera: “Por los frutos la conoceréis. Un árbol malo no da frutos buenos ni el bueno malos...”.  Cuando dudamos de si esta persona o aquella es buena o mala bastaría someterla a este ligero análisis: qué frutos da, cuáles son sus obras, es decir, dejar hablar al lenguaje de los hechos ¿Hace feliz a los que le rodean, o a su lado la vida es un infierno? Recuerdo con este motivo lo que decía un siquiatra a propósito de una respuesta que daban los matrimonios al por qué se querían divorciar: Es que mi pareja no me hace feliz, repiten una y otra vez. Esta respuesta es ya causa suficiente para culpar a quien la dice. Muy pocas eran las que respondían: Me divorcio debido a que me fue imposible hacer feliz a mi pareja...

Estamos en el umbral de este tiempo cuaresmal de penitencia y oración. Medio mundo está obsesionado en resucitar viejas costumbres recuperando los ritos del pasado. A ver quién se anima a rescatar una costumbre verdaderamente antigua y popular como es la de confesar y comulgar por Pascua. ¿No será que en vez de viejos ritos lo que importa es la folixia, la astracanada, comparsas, chirigotas y la simple y ciega evasión? Pues que no nos engañen.

Nosotros los cristianos debemos, no poner, sino quitar la máscara del pecado y de la hipocresía que llevamos todo el año y vestirnos con la túnica de la verdad y de la sinceridad. Debemos destruir ese monstruo que hemos fabricado en el taller del corazón y que llevamos escondido en el desván de la memoria. En los cursillos de cristiandad se acostumbraba a contar una historieta que viene muy al caso no sé si inspirada en  el libro: “Un cocodrilo debajo de la cama” de la escritora Mercer Mayer no lo sé. La historia cuenta que cierto enfermo acudió a la consulta de un psiquiatra: Doctor, es que tengo un cocodrilo debajo de la cama. El médico lo miró entre sonriente y escéptico y sin decirle más le recetó unas cápsulas. Regresó al poco tiempo su paciente insistiendo: Doctor, lo que me dio no me ha servido de nada, el cocodrilo sigue allí.  Lo miró el doctor más escéptico aún y redobló la medicación que le había dado contra las alucinaciones. Pasaron varios meses. Un día el médico acertó a pasar frente a la casa de su paciente y se acercó a preguntar: ¿No vive aquí fulano de tal? Vivía, contestó el portero, se lo comió un cocodrilo que tenía al parecer debajo de la cama.

Pues bien, ese supuesto cocodrilo pueden ser nuestros pecados, puede ser nuestro pasado si lo dejamos debajo de la cama, o sea si no reconocemos su existencia y luego si no le pedimos perdón a Dios. En la obra teatral de Oscar Wilde titulada “El marido ideal” se cuenta la historia de un inglés intachable que había tenido un pasado turbulento que nadie conocía excepto una mujer que le amenazaba con descubrirlo si no le prestaba cierta ayuda. La obra termina con una hermosa frase: “Cuántos hombres serían felices si vieran reducirse a cenizas su pasado”.

Eso es lo que pretenden estos días de Cuaresma, abrirnos los ojos a la gracia, matar el hombre viejo y las consecuencias de nuestra mala vida que llevamos a cuestas, iluminar el camino de la Pascua llevando el alma repleta de alegría y de gracia. La Cuaresma es un tiempo ideal, puesto aquí a propósito para abrirnos los ojos, si es que estamos ciegos, para hacer oír si estamos sordos y sobre todo para que por medio de la oración, el ayuno y la limosna demos frutos de verdadera santidad. Es lo que nos pide hoy Jesús.   Jmf.