viernes, 5 de abril de 2019


DOMINGO V DE CUARESMA. -7-IV-2019 (Jn. 8, 1-11) C

Si atendemos al estilo o modo literario como está escrito este evangelio da la sensación de que no pertenece a la pluma de san Juan. Ciertas Biblias protestantes lo añaden pero en nota a pie de página. Los mejores manuscritos no lo recogen, y los primeros Santos Padres griegos en sus Comentarios sobre San Juan, tales como Juan Crisóstomo o Cirilo de Alejandría, lo ignoran. Su temática, el perdón de un pecado grave, encajaría mejor entre las parábolas de la misericordia de san Lucas que en el lenguaje simbólico de san Juan, sin embargo los versículos 6 y 8 “así decían para probarle” y “agachándose de nuevo escribía en tierra” que, en alguna forma son una explicación a los hechos, cosa que no hacen los sinópticos, hacen dudar sobre su autenticidad, por lo que se dice que este pasaje pertenecía a un quinto evangelio llamado …de los Hebreos, escrito por Papías y citado por el historiador Eusebio (Hist. III, 39).

Y es que el perdón, tal como lo concede Jesús, sorprende a quienes se consideran custodios de la Ley. En efecto, según la ley, la mujer sorprendida en adulterio debía ser lapidada (Deut. 22, 22 y el Lev. 20, 10). Algunos no estaban conformes con dicho castigo y se rebelaban contra lo estipulado por el legislador, lo consideraban demasiado riguroso. Los Doctores de la Ley y los fariseos sorprenden a esta mujer en un pecado pero en el fondo de lo que tratan es de aprovechar la ocasión para acusar a Jesús. Dice Daniel Rops a propósito de que el hecho tuvo lugar durante la Fiesta de los Tabernáculos, que estos jolgorios populares, fiestas y días de asueto, se prestan siempre a este tipo de pecados. El ritual consistía en que, una vez descubierto el delito, la mujer era arrastrada por el cuello del vestido (esa era la costumbre) hasta la puerta, llamada de Nicanor, al Este del Templo de Jerusalén, en donde, según el Talmud, primero debía tener lugar la acusación y después la lapidación en una especie de hoyo practicado ex profeso en el suelo.

Doctores y fariseos pretenden aplicar la Ley con todo su rigor, pero no por escrúpulo de cumplirla sino para comprometer y, de ese modo, poder acusar a Jesús. La ley en sí ni libera ni salva, esclaviza. Lo explica muy bien San Pablo en su carta a los Romanos. Vemos pues cara a cara a unos acusadores erigidos en jueces de condenación y frente a ellos, solidarizado con el reo, al divino juez de salvación cuya máxima preocupación no es salvar la ley, como pretenden los fariseos, sino salvar a la mujer. Porque a menudo el celo por la ley de algunas gentes es más bien una máscara que una auténtica virtud. Aquí, tal como los fariseos plantean el caso a Jesús, llevaban todas las de ganar, tenían la ley a su favor: Si Jesús condena a la mujer se vendrá abajo toda su fama de hombre bueno y compasivo, y al tratarse de un maestro en Israel, se comprometería, incluso políticamente, puesto que sólo el Imperio Romano, dueño de Palestina por entonces, tenía derecho y podía imponer una pena de muerte: “a nosotros no se nos permite dar muerte a nadie” dijeron los judíos a Pilatos (Jn. 18. 31). Si Jesús la hubiera condenado se hubiera interferido en los asuntos internos de la administración romana y podía ser  a su vez acusado. Si la absolvía estaba faltando a la Ley, y un maestro como él no podía saltarse a la torera las normas y preceptos de la Tora o interpretarlos a su antojo.

Jesús se agacha y escribe sobre el polvo de la tierra. Posiblemente no escribió nada, trazaría unos dibujos para hacer tiempo y reflexionar. Y esa espera debió de poner nerviosos a sus enemigos. Porque, como sucede a menudo, en realidad el acusado no era la mujer sino él; la mujer sólo era un pretexto. Sin embargo usó una buena estrategia que en aquel momento le era muy necesaria. Para confirmar la pena de muerte era necesario contar con dos testigos ya que para los jueces de entonces era mucho más importante la probidad de las personas, en este caso los testigos, que las pruebas que aducían. Es por eso por lo que fue condenada tan fácilmente la casta Susana, debido a la acusación testimonial de dos ancianos (Dan. 13, 34); eran de fiar. Bastaban dos testigos fidedignos para que el reo fuera condenado a muerte. Entonces uno de los dos testigos tiraba la primera piedra sobre el acusado. Si surgía alguna duda sobre la veracidad de algún testigo debía ser investigado y si se descubría falsedad era condenado severamente, incluso a pena capital. Jesús, a quien realmente pretendían acusar, no sólo tiene una salida airosa para Él y para la mujer sino que de rechazo ataca y condena a sus acusadores. Es un sutil fuego cruzado que daría tema para una hermosa narración.

Con respecto a la mujer Jesús no la condena ni le suelta un sermón como haríamos nosotros: “Sí, sí, anda, pero…”. No, porque eso sería una nueva humillación, se puede apedrear también con las palabras. Solamente le dice: “Mujer... tampoco yo te condeno, vete y no quieras pecar más”, es decir, procura no volver a pecar (así traduce la Vulgata).

Quien más quien menos todos hemos oído, o acaso leído o visto alguna versión cinematográfica de esa hermosa novela de León Tolstoi, Ana Karenina. La protagonista es víctima de este mismo pecado y al no encontrar una mano que la absuelva de su culpa termina por suicidarse arrojándose al tren. El autor abre la novela con una cita bíblica: “Yo me he reservado la venganza para el momento en que su pie vacile, dice el Señor” (Deut. 32, 35), y añade un comentarista: “Es la venganza que los hombres no tienen derecho a echar sobre la culpa, porque ya va implícita en la misma culpa y en ella se manifiesta como motivo purificador” (Bompiani, U. Detore). El escritor Teodoro Fontane (+1898) describe de igual modo este pecado en su novela L'adultera a propósito del lienzo del pintor Tintoretto que da título a la narración cuando la protagonista, al ver llegar el cuadro a casa, exclama: “Mira, esta también ha llorado”.

Hoy la sociedad está plagada de acusadores, piedra en mano, de mucho fariseo moralista que acusa con piedras de palabras: “Tiran la piedra y esconden la mano”, cuando lo evangélico sería dar, “alargar la mano y esconder la piedra”. Un cristiano más que tirar “la primera piedra” lo que debe hacer es enterrarla y sobre ella edificar la convivencia, sobre esa piedra levantar su iglesia. Además deberíamos tener en cuenta que todos somos un poco responsables del mal que hay en el mundo porque todos vamos en la misma barca y de los pecados de unos somos los demás en parte culpables. Todos tenemos un poco de culpa en cada falta. Por eso todos deberíamos contribuir a ayudar a rectificar, a salvar al hermano. Dice un refrán muy conocido en África: “Si una mano está sucia no se puede lavar sola, necesita de la otra”.

Hacia 1976 un sociólogo, llamado Santiago Genovés construyó una barca, mejor dicho una balsa, “la balsa del sexo” se la llegó a llamar impropiamente, a la que él bautizó con el nombre de Acalí. En ella se hicieron a la mar con él con otras diez personas de distinto sexo, profesión, condición social, religión y raza: un médico, un sacerdote, una mujer casada, otra divorciada, una de raza negra, un judío, un cristiano, un agnóstico, etc. Y en ella atravesaron el Atlántico en una travesía que duró 101 días. El fin era estudiar el comportamiento individual y colectivo de la gente, porque, y según el propio Genovés, “no hay nada más difícil que una relación humana sin problemas”. Uno de los entretenimientos para llenar las largas horas de navegación era el llamado “Juego de la verdad”. Decirse la verdad total y no callarse nada de lo que cada cual sintiera. Poco a poco iban cayendo tabúes, en el fondo todos somos muy parecidos, con las mismas pasiones y defectos. Y añade el autor de la narración: “Sobrevivir es lo más importante, ayudarse unos a otros la única salvación. El cielo y el infierno no es más que saber o no comunicarse con los otros. Aquí nadie es más que nadie. En parecidas circunstancias todos somos más o menos iguales, es decir, todos actuamos de modo semejante”.

Jacinto Benavente tiene una obra que avala esta tesis: la de aquel matrimonio que, constreñidos por la necesidad y teniendo el dinero al alcance de la mano no lo roban, no por razones de moral o convicción sino porque lo que necesitaban estaba bajo llave. De ahí el título del drama: “La honradez de la cerradura”.

La convivencia exige comprensión, generosidad, perdón, amor, pero amor de verdad y a la verdad, la mía y la de los demás. Dice el poeta José María Valverde: “¿Por qué hablar siempre de lo que es o debe ser en vez de procurar que cada uno, olvidándose de sí mismo, deje transparentar, deje ver la verdadera imagen de Jesús?”.

El único en el mundo que podría arrojar la piedra y acusar es Jesús. Y es precisamente El, quien, enfrentándose a la ley y a los doctores y fariseos, perdona y absuelve. Y es que Cristo no vino a la tierra a condenar sino a salvar, no vino a buscar justos y moralistas impecables sino pecadores y arrepentidos.

Un evangelio que, una vez más, es una invitación a la verdadera conversión y a la confianza en Dios. Pero sobre todo un evangelio que fue escrito y predicado no para unas cuantas personas a quienes acostumbramos a señalar con el dedo sino para todos y cada uno de nosotros.  Jmf

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