viernes, 30 de marzo de 2018


SERMÓN DE LA SOLEDAD 30-III- 2018

La lluvia y el viento fueron los únicos cofrades que procesionaron la imagen este año, los demás en el templo. Un sermón sobre la soledad del hombre de hoy, el santo Rosario, la salve popular, y una "tamborrada/calanda" para cerrar el acto final.


Contemplando cualquier noche de verano, el cielo estrellado, y pensando en los millones de soles que giran solamente dentro de nuestra galaxia de la Vía Láctea, y meditar luego en los millones de galaxias que se pierden en el horizonte de lo inimaginable... uno piensa qué solo se encuentra nuestro pequeño mundo ahí en medio de la inmensidad del universo. Las naciones tratan de independizarse en vez de aunarse más y más, de aislarse del resto en vez de solidarizarse, sin pensar que lo que están logrando es romper lazos de amistad, derribar puentes y levantar fronteras, que es como querer quedarse a solas solas, más solas...

Las familias que habitan esas colmenas humanas en que hemos convertido las barriadas de nuestras ciudades, cada día se aíslan más unas de otras, cada vez se independizan más tratando de prescindir cada vez más del otro, al menos eso parece que pretenden. Ya no importa lo que sucede allí, al otro lado del tabique, pared en medio, no importa ni interesa, no se quiere que interese a nadie. Es una tragedia.

Por su parte cada hombre está solo, se siente cada vez más solo, incluso cuando va inmerso en medio del bullicio de la calle, como dice el poeta Gabriel Celaya en un conocido poema:
“A solas soy alguien,
en la calle nadie.
En la calle todos
me hacen más pequeño
y al sumarme a ellos
la suma da... cero”.

Estamos solos, desamparadamente solos, por más que gocemos un momento de alguna agradable compañía. Incluso hombres tan famosos como lo fue Miguel de Unamuno, rodeado siempre de estudiantes y admiradores, cortejado por políticos que celebraban sus frases llenas de ironía en momentos tan conflictivos como aquellos de la Dictadura de Primo de Rivera, cuando proclamaba que “en vez de militarizar a los civiles habría antes que civilizar a los militares...”; pues en medio de aquella admiración de que gozaba, Unamuno confesaba encontrarse terriblemente solo: “Únicamente en la soledad-decía-  nos encontramos pero... ¡es tan triste el aislamiento en que vivimos!”.

La conocida periodista Oriana Fallaci entrevistó en cierta ocasión al vicepresidente del Vietnam del Sur, el general Nguyen Kao Ky. Una de las sorpresas con que se encontró fue la de que aquel personaje tan famoso e importante le confesara abiertamente: “Mire, yo soy un hombre que está solo..., terriblemente solo. Cuando alguien me escucha de verdad me siento feliz porque entonces me siento menos solo”.
 Pero a pesar de que el hombre lucha cada vez más y de las más diversas formas por salir de ese aislamiento interior, echando mano de la técnica actual: medios de comunicación, teléfono, prensa, radio, cine, televisión, redes sociales, etc. podemos afirmar que a pesar de todo el hombre sigue estando solo y cada vez más solo.

“No hay más que un sufrimiento en la vida: estar solo”, exclama Gabriel Marcel por boca de Rosa la protagonista de “Le coeur des autres”. Porque, curiosamente, los hombres aunque por una parte buscan comunicarse entre sí, -añade el mismo escritor-, por otra parte se aíslan más y más, empezando por la familia misma, calculando el número y en qué momento van a tener un hijo, si acaso después una hija; el hijo para heredar los negocios del padre, juntamente con sus prejuicios de clase, y la hija para casarla con otro hijo único que herede a su vez negocio y prejuicios de clase. Esto, -dice en otro lugar-“envilece la noción misma de la vida y el “todo lo demás” que llega por añadidura... Habría que preguntarse por qué... Acaso porque el hombre mira la vida como una máquina imperfecta en la que la chapucería constituiría la suprema regla. En tales condiciones no queda otra solución que intervenir en el curso de la misma vida lo mismo que se fabrican esclusas para que no pase el agua en una presa” (G. Marcel, Los hombres contra lo humano, pág. 49).

Pero la cosa no queda ahí pues el hombre además de aislarse de los vecinos del piso, de los compañeros de trabajo, de sus empleados o patronos, de los líderes políticos y de los sindicatos, empieza a desconfiar de todos y de todo.
El que huye de la gente lo único que consigue es ir fabricándose una cárcel para él solo. Y no es que esté realmente más solo, no, es simplemente que se va a sentir cada vez más solo, con una soledad que le acompañará hasta la muerte. Porque nos moriremos solos, tan estrecha es esa puerta de salida que no cabe más que uno cada vez, y no podremos llevar en compañía a nadie.
Jesús también murió solo a pesar de estar en medio de una multitud de curiosos que habían subido hasta el Calvario a presenciar el espectáculo. Tres horas de agonía. La soledad de la agonía para Jesús duró tres horas, la agonía de la soledad para miles de hombres dura una vida entera. Muchos hombres nos han dejado el testimonio y la confesión de su soledad cuando morían. Así Ortega y Gasset decía a su mujer Rosa: “¡Por favor, dame la mano que no sé por donde voy...”. Goethe pedía “¡luz, más luz...!”. La muerte es una soledad que no puedes compartir con nadie, y sin embargo la soledad es una muerte, una agonía que sí podríamos compartir con los demás si lo intentáramos.

El día 3 de junio de 1963 agonizaba el buen papa Juan XXIII mientras el cardenal Traglia celebraba la Santa Misa en la Plaza de San Pedro. El Dr. Gasparrini, que acompañaba al papa en su agonía, oía cómo la respiración del Pontífice se iba apagando... hasta que dejó de respirar. Curis Bill Pepper, biógrafo del fallecido, escribió a este propósito: “Ha muerto como casi todos los hombres, solo”.

La muerte viene acompañada de la soledad, porque la muerte es soledad. También la soledad del alma tiene su corte y llega acompañada de su séquito de muerte. La Biblia nos pone ya de sobre aviso: “¡Ay del solo!”, por eso Dios cuando creó al primer hombre, a pesar de haberlo colocado en un Edén de felicidad y paz, se dio cuenta de que allí faltaba algo y exclamó: “¡No está bien que el hombre esté solo, le daré una compañera como él que le ayude”. Con ello quiere decir que la soledad ni sirve para compañera, por más que hay soledades muy fecundas y gratificantes, pero hablamos de la soledad enfermiza y no buscada, ni siquiera vale como buena consejera, como dijo Manuel Machado en aquellos versos:
“En mi soledad
he visto cosas muy claras
que no son verdad...”.

Lo curioso de todo esto es que, a pesar de que el hombre busca desesperadamente compañía, luego hace todo lo posible con su egoísmo para ahuyentarla de su lado, creando un círculo cerrado, un círculo vicioso de soledad en compañía a su alrededor. En algún lugar leí que el actor Rod Steiger, Oscar en 1965 y 1966, presa de una profunda depresión posiblemente provocada por la muerte de Jack Palance, otra gran estrella de Hollywood, atrapado en la jungla de intereses y empujado al suicidio, manifestaba años después: “para salir de aquel pozo tuve que ir al psiquiatra. Lo más importante que me hizo fue sustituir los problemas que tenía por otros menores, que al ser más fáciles de superar que los primeros podía dominarlos mejor. Algo es algo”, terminaba diciendo.

Pues en esas andamos aún los hombres, engañándonos infantilmente, supliendo o tratando de sustituir o tapar unos problemas por otros más pequeños que casi nunca podemos enterrar del todo. En realidad hay poca gente capaz de comprender al prójimo y capaz de escucharlo, todo el mundo mira su problema sin fijarse en el de los demás. En realidad ¿a quién pueden preocupar mis problemas? Mucha gente, en vista de ello trata de olvidar, por ejemplo, dándose a la droga o al alcohol: No sé quién dijo que el que quiera ahogar sus penas en alcohol se equivoca porque las penas flotan.
Si vas con ellas al amigo con la esperanza de encontrar ayuda, pues dicen que las penas compartidas no se suman sino se restan y dividen, resulta que te viene él con otras aún mayores. Como si nos dijeran que cada uno tiene bastante con lo suyo. Puede que tenga algo de verdad pues ¿quién puede repartir los remordimientos de una conciencia que acusa? En momentos y días de angustia y de soledad el que encuentre un amigo fiel que le comprenda y sea capaz de ayudarle, ha encontrado un tesoro.

La soledad no es buena. Por eso nos parece tan extraño el que Jesús haya permitido que su Madre la sufriera en esta tarde de dolor y muerte. ¿Quién con más razón que ella podría exclamar: “¡Hijo mío ¿por qué me has abandonado?”. Y sin embargo ella, la  Soledad, “capitana de la soledad”, aparece al pie de la Cruz acompañando. Ella, la Madre buena, la eterna compañera de su hijo en Galilea y en los caminos sembrados de peligros de Belén, de Jerusalén y de Egipto, compañera en las tardes rumorosas de trabajo en la carpintería y hogar de Nazaret ¿cómo es posible que ahora se quede sola hasta el punto de llegar a personificar en ella ese maldito sustantivo que es la soledad, Nuestra Señora de la Soledad. María es la soledad personificada, aunque ella nunca ha estado sola de verdad pues siempre estaba Dios con ella, “el Señor está contigo”, le dijo el ángel Gabriel cuando la visitó en Nazaret.

También Jesús murió rodeado de mujeres y de algunos seguidores, y en cambio murió solo, como casi todos los hombres llegando a quejarse a su buen padre Dios de “por qué le había abandonado...”.
Se suele decir que el mejor antídoto contra lo soledad es el amor, y es cierto. Pero tiene que ser un amor auténtico, de lo contrario en vez de remediarla sólo conseguiría potenciarla y añadir a una soledad otra soledad más y quizá mayor. Es lo que llamó nuestro Ramón de Campoamor “la soledad de dos en compañía”. O como la define el dramaturgo Anouilh en Orfeo y Eurídice: “Dos pieles, dos envoltorios impermeables, un apretón de manos, un beso, dos corazones unidos... pero luego todo se esfuma y te quedas solo, a solas con tu soledad”.

¿Qué cabe pues hacer para ahuyentar esta plaga de la soledad, para poder luchar contra ella? Porque de hacer caso a las estadísticas hay más gente sola de la que nos imaginamos; ¿qué hacer con esa soledad que ahoga el alma y nos termina matando? Una solución sería dejar de una vez para siempre nuestro egoísmo a un lado, nuestra soberbia, y amar un poco más al prójimo..., más de verdad y más en serio

¿Qué hacer para no estar solo? De los hombres se puede esperar poco, como muy bien sabemos. Por lo tanto no queda más remedio que empezar por llenarse de Dios. Cuando Dios entra a formar parte de nuestra vida y se instala en el centro de nuestro corazón por medio de la gracia es cuando el hombre empieza a sentir su compañía, empieza a encontrarse y a encontrarlo y a dar sentido a su vida. “Dios con nosotros”.

Siempre recordaré la visita que, hace bastantes años, hice a una anciana enferma que vivía completamente sola en una casa de aldea en medio del monte. Me impresionó aquel silencio y aquella soledad lejos del pueblo.
-¿Debe de encontrarse muy sola aquí, eh abuela?
-¿Sola? ¡Qué va! Yo tengo en mi casa muchos santos que me hacen compañía, hablo con todos y también ellos me hablan y además está Dios. ¿Cómo puede decir alguien que vivo sola?
 Con una fe así, con una visión sobrenatural como la de esta anciana es verdad que no tiene sentido decir que estamos solos.

Un cristiano siempre tendrá la solución a mano para sus horas de soledad, aparte de la camaradería, la amistad y el amor cristianamente sentido y vivido. Y es que solamente dándose y ayudando a los demás puede uno salir del propio pozo. Importa en primer lugar tener paz interior, después salir de ti hacia los otros, ya que son los demás el único camino que conduce hacia Dios.
En esta tarde de marzo, mientras la Soledad va a recorrer los barrios y las calles de Miranda debemos meditar durante la procesión, debemos pensar y rezar por ese mundo que está un poco más allá de lo que vemos y oímos a nuestro alrededor, en ese mundo en guerra donde la sangre mana cada día a raudales y el dolor es el pan cotidiano de las gentes, en ese mundo de dolor donde tantos enfermos sufren, muchos de ellos solos, sin familia, en residencias y hospitales, en tantos ancianos en los que la edad y los achaques los ha dejado arrumbados al borde del camino del afecto y de la compañía, en los niños sin hogar, en esas personas que no son queridas por nadie, en los hombres a quienes les falta todo porque carecen de fe y de amor, y a pesar de su dolor, no esperan nada más...

En esta tarde de primavera recién llegada en la que tanta gente mira al cielo por si mañana y pasado... brillará el sol o nos vendrá la lluvia debemos levantar también nuestra mirada al cielo para ver llegar al Redentor crucificado que nos vino a dar resurrección y vida, no muerte, creyendo firmemente que en Él está la salvación, - y Él siempre llega- confiando a la vez nuestra plegaria a su Madre, pues ella sí que puede interceder en favor de nuestra alegría, como lo hizo en las bodas de Caná.

Ella y su Hijo sí que son capaces de librarnos de nuestros egoísmos y miserias, que son capaces de librarnos de nosotros mismos, porque somos el peor enemigo que tenemos. Jesús es quien nos podrá librar de esa carga de soledad “del alma que está sin alma”, del vacío de un corazón sin Dios por no haber querido aceptar al prójimo.

Ese es el gran milagro del amor y de la caridad cristiana, que acompañando a los demás, cuando tratamos de sacar del pozo a nuestro hermano, somos nosotros los que más nos sentimos ayudados y reconfortados.

La soledad entonces será sólo la de un Viernes de Dolor  que pasará, como fue la Soledad de María, ya que lo mismo que después de la tempestad viene la calma y después de la noche el día, después del Viernes Santo y Sábado de Soledad viene siempre un domingo de resurrección y de gloria. Que así sea.

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