viernes, 16 de marzo de 2018


DOMINGO V DE CUARESMA.- 18-III-2018 (Jn. 12, 20-23)


El evangelio abunda en una serie de paradojas, o frases aparentemente absurdas o contradictorias, como “los últimos serán los primeros”, “felices los que lloran”, “el que ama su vida la pierde”, “vale más dar que pedir...”, etc. Si analizamos su eficacia vemos que no son ningún disparate. Incluso el Sermón de la Montaña es una pura paradoja. Hoy dice el evangelio: “Si el grano de trigo no muere queda infecundo”. Cualquier agricultor sabe cuánta verdad encierra esta frase. Morir para resucitar. Los náufragos de “La isla misteriosa” de Julio Verne, de no conocer esta ley, se habrían comido los granos de trigo que aparecieron misteriosamente un día en el bolso del marinero Oencroff, y no los habrían sembrado. André Gide escogió esta frase para describir su crisis espiritual, y Dostoiesvki inicia con ella su gran novela Los hermanos Karamazov. Esa es la dialéctica del Evangelio, en ella se inspiran los literatos y de ella echan mano los filósofos para explicar la ley de los contrarios, la de la negación o la de la evolución, que son la base del materialismo dialéctico. Hace cien años escribía Federico Engels: “Un grano de cebada cae en terreno abonado y germina. Ese grano deja de existir pero en su lugar nace una planta que produce nuevos granos. Si en vez de enterrarlo se hubiese molido o guardado no hubiera dado fruto” (Dialéctica de la negación, XIII). Es la eterna lección de la Naturaleza a la que tantas veces tenemos que volver los ojos para seguir sus leyes puesto que las de la razón no bastan. Tras el invierno llega la primavera, tras la noche el día, después del sueño el despertar, y, siguiendo esa línea, tras morir resucitar. Si constatamos que es una ley de la naturaleza ¿por qué no aplicarla de igual modo a la existencia? O sea, sembrarnos para después resucitar.

En los primeros tiempos del Cristianismo hubo mártires a millares. Aquellos emperadores creían que enterrando cristianos moriría la Religión. Sin embargo sucedió todo lo contrario, germinaron y renació el cristianismo con más brío, de modo que el escritor Tertuliano no pudo menos de exclamar: “La sangre de los mártires es semilla de cristianos”. Fue aquella una lección que aprendieron y han puesto en práctica ciertas ideologías, algunas de las cuales ya vemos en qué dieron. Dicen: “No conviene hacer mártires, hagamos apóstatas”. Y esa fue la táctica seguida en muchos países. Sin embargo muertes como la de Oscar Romero o la de Ellacuría y compañeros, han hecho que muchos despertaran y abrieran los ojos a la luz del Evangelio. También si se aplica a cada persona esta ley da buenos resultados. Menninger, famoso psiquiatra americano dijo: “Cristo hace siglos que estableció uno de los principios mejores para el equilibrio de la mente que hoy reconocemos como principio de importancia capital: “quien salve su vida la perderá y el que la pierda por mí la salvará”. Esta sentencia condensa como un relámpago los atributos del individuo maduro. Algunas personas pueden amar a los demás de tal manera que obtengan más satisfacción en ello que en el ser amadas ellas mismas. Estas palabras continúan siendo un magnífico mandato. Aquel que lo cumpla puede pasar su vida sin tener que pedir hora en la consulta del psiquiatra”. ¿No merecería la pena en estos tiempos de tanta depresión, angustia y desasosiego interior escuchar voces de esta guisa cuando nos parezca que el Evangelio pierde fuerza a base de escucharlo? Porque hasta en el terreno personal puede ser la solución vencer nuestro egoísmo y enterrar nuestro amor propio no sólo para ser mejores sino para encontrar la paz del alma y ahuyentar las neurosis de las que es presa el hombre de hoy. Como dijo Karl Yung: “A medida que se pierde la Religión (el amor a los demás) aumentan los neuróticos”. Puede que sea esta la madre de todas la batallas, acaso no podamos nunca ganarla del todo pero Cristo nos anima a enfrentarnos con ella y dar la cara.

Oímos con frecuencia: ¡Ya es la hora...! Pues esta es la hora. Se suele decir: “Estamos viviendo una hora crucial de la Historia”. Jesús nos pone ya de sobre aviso: “Ha llegado la hora”. Porque también en el reloj de Dios suena la hora, la hora H. Los aviadores llaman al momento del ataque la hora U. Los escritores aprovechan estos juegos de palabras para interpretar una época: La hora Veinticinco, El 32 de diciembre... En La Hora U, obra del poeta holandés Martín Nijhoff (+1953) narra la historia de un hombre misterioso que aparece en una calle donde unos niños juegan y la gente mira a través de los cristales. Al pasar el personaje los niños interrumpen sus juegos y tratan de seguirlo, como arrastrados por un no sé qué misterioso. Los padres salen corriendo en pos de sus hijos y los devuelven de nuevo a sus juegos en la calle. El pueblo recobra su antigua rutina. Esa escapada de los niños fue la hora U, la hora de la libertad, de huir de la monotonía y emprender un nuevo camino. En este caso regresaron a su monotonía prefiriendo permanecer en lo de siempre a arriesgarse en busca de nuevos horizontes.

Con todo, el arriesgarse a emprender nuevos caminos tiene también sus riesgos que el teólogo italiano Domenico Giuliotti (+1956) describe en su obra La hora de Barrabás, acusando a la civilización moderna, desde un catolicismo muy tradicional, el haber abandonado los caminos trillados de la fe y la tradición. Así, por ejemplo, acusa a ciertos politicastros que llevados de una falsa y mal llamada progresía nos enzarzan en guerras que sólo acarrean más pobreza y miseria, o a ciertos investigadores que bajo el marchamo de la ciencia están empezando a acarrearnos tremendos problemas, o a esos profetas sociales que con el señuelo de nuevas conquistas en el mundo obrero hacen caso omiso de las normas que fueron válidas hasta hoy provocando en la masa obrera más inseguridad y paro. Y no digamos nada si hablamos de ciertos moralistas de pantalla que investidos de, uno no sabe bien de qué ciencia infusa, dando de lado a las eternas leyes de la ley de Dios, dan normas de comportamiento sobre todo al mundo juvenil cuyas catastróficas consecuencias no hace falta señalar pues están a la vista de todos. ¿Es esta la hora de Barrabás, sugerida por el teólogo italiano? ¿Es la hora de las tinieblas que Jesús profetizó? Los hechos a veces parecen confirmarlo.

Sin embargo y a pesar de todo un creyente no puede ni debe ser nunca catastrofista. Esto ni es evangélico ni saludable. Es más cristiano convencernos de que, a todo más estamos en la hora de la verdad, o en “La hora de todos”, como denomina don Francisco de Quevedo ese momento dado, en el que cada uno deja de ser lo que aparenta ser para aparecer lo que realmente es: el médico un verdugo, el juez un reo, el criminal un juez, los ministros ladrones, etc. (lo dice don Francisco de Quevedo, que quede claro), es decir todos son devueltos a su verdadera condición, a lo que de verdad son. Por eso “La hora de todos” no es ni más ni menos que la hora de la verdad. Ya él, curándose en salud, dice en la dedicatoria de la obra al canónigo de Toledo don Álvaro de Monsalve: “Extravagante reloj este, que dando una hora sola, no hay cosa que no señale con la mano. Bien sé que lo han de leer unos para otros y nadie para sí. Si agrada lo que digo, bien se puede perdonar a un hombre el ser necio una hora cuando hay tantos que no lo dejan de ser en toda su vida”. Es verdad, pues “De los tontos que hace Dios / nacen en un día ciento, / mueren en un año dos”.

Lo que más apreciamos en el mundo es la vida y quien sepa perderla ya sabe que la ganará eterna. Hace 62 años un alcalde de Avilés llamado David Arias, escribió una novela titulada “Después del gas”. Se desarrolla aquí, en Villa (Corvera). Tras una espantosa conflagración química sólo se salvan de la catástrofe un grupo de personas que logran refugiarse en un bunker construido en el monte Gorfolí. Una vez que pasan los efectos del gas y salen, empiezan a vivir una vida en libertad y diferente; hasta incluso hace acto de presencia un grupo de mujeres que levantan en Lugones una comuna feminista, una sociedad de mujeres sin armas ni guerras, sin hambre ni paro, sino con una vida en paz y estable en medio de una fraternidad universal que alcanza a todos. A pesar de su agnosticismo es curioso el programa: “...esos hombres y mujeres ya no respetaban deidades ni templos. Sólo en... las noches de plenilunio se reunían a la vera del fuego sagrado para adorar al Dios sin nombre...” (pág. 268). En el fondo esa es la aspiración de todo hombre de buena voluntad, esa fue la utopía de tantos y tantos pensadores empeñados en imaginar un mundo venidero tal, que en él no hubiera lugar para las armas, los egoísmos, las ambiciones, las envidias, los enfrentamientos... Todo eso debemos enterrarlo... y esta es la hora, no podemos aplazar más su puesta en acción.

En la oración del Ave María le pedimos a la Virgen que nos ayude en dos momentos cruciales de la vida, en realidad los dos únicos momentos de verdad auténticos y ciertos: que ruegue por nosotros “ahora”, no mañana ni luego que aún no existen, no, ahora; y “en la hora de la muerte”, la verdadera hora H, u hora U de nuestra vida... Además estamos en un tiempo apropiado para la conversión, una conversión personal y colectiva que no debemos demorar por más tiempo, puesto que, como decía la inscripción de aquel reloj de campanario de una iglesia leridana, “es más tarde de lo que tú piensas”.

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