DOMINGO
V DE CUARESMA.- 18-III-2018 (Jn. 12, 20-23)
El evangelio abunda en una
serie de paradojas, o frases aparentemente absurdas o contradictorias, como “los
últimos serán los primeros”, “felices los que lloran”, “el que
ama su vida la pierde”, “vale más dar que pedir...”, etc. Si
analizamos su eficacia vemos que no son ningún disparate. Incluso el Sermón
de la Montaña es una pura paradoja. Hoy dice el evangelio: “Si el grano
de trigo no muere queda infecundo”. Cualquier agricultor sabe cuánta verdad
encierra esta frase. Morir para resucitar. Los náufragos de “La isla
misteriosa” de Julio Verne, de no conocer esta ley, se habrían
comido los granos de trigo que aparecieron misteriosamente un día en el bolso
del marinero Oencroff, y no los habrían sembrado. André Gide
escogió esta frase para describir su crisis espiritual, y Dostoiesvki
inicia con ella su gran novela Los hermanos Karamazov. Esa es la
dialéctica del Evangelio, en ella se inspiran los literatos y de ella echan
mano los filósofos para explicar la ley de los contrarios, la de la negación
o la de la evolución, que son la base del materialismo dialéctico. Hace
cien años escribía Federico Engels: “Un grano de cebada cae en terreno
abonado y germina. Ese grano deja de existir pero en su lugar nace una planta
que produce nuevos granos. Si en vez de enterrarlo se hubiese molido o guardado
no hubiera dado fruto” (Dialéctica de la negación, XIII). Es la eterna
lección de la Naturaleza a la que tantas veces tenemos que volver los ojos para
seguir sus leyes puesto que las de la razón no bastan. Tras el invierno llega
la primavera, tras la noche el día, después del sueño el despertar, y,
siguiendo esa línea, tras morir resucitar. Si constatamos que es una ley de la
naturaleza ¿por qué no aplicarla de igual modo a la existencia? O sea, sembrarnos
para después resucitar.
En los primeros tiempos del
Cristianismo hubo mártires a millares. Aquellos emperadores creían que enterrando
cristianos moriría la Religión. Sin embargo sucedió todo lo contrario,
germinaron y renació el cristianismo con más brío, de modo que el escritor Tertuliano
no pudo menos de exclamar: “La sangre de los mártires es semilla de
cristianos”. Fue aquella una lección que aprendieron y han puesto en
práctica ciertas ideologías, algunas de las cuales ya vemos en qué dieron.
Dicen: “No conviene hacer mártires, hagamos apóstatas”. Y esa fue la
táctica seguida en muchos países. Sin embargo muertes como la de Oscar
Romero o la de Ellacuría y compañeros, han hecho que muchos
despertaran y abrieran los ojos a la luz del Evangelio. También si se aplica a
cada persona esta ley da buenos resultados. Menninger, famoso psiquiatra americano dijo: “Cristo
hace siglos que estableció uno de los principios mejores para el equilibrio de
la mente que hoy reconocemos como principio de importancia capital: “quien
salve su vida la perderá y el que la pierda por mí la salvará”. Esta sentencia
condensa como un relámpago los atributos del individuo maduro. Algunas personas
pueden amar a los demás de tal manera que obtengan más satisfacción en ello que
en el ser amadas ellas mismas. Estas palabras continúan siendo un magnífico
mandato. Aquel que lo cumpla puede pasar su vida sin tener que pedir hora en la
consulta del psiquiatra”. ¿No merecería la pena en estos tiempos de tanta
depresión, angustia y desasosiego interior escuchar voces de esta guisa cuando
nos parezca que el Evangelio pierde fuerza a base de escucharlo? Porque hasta
en el terreno personal puede ser la solución vencer nuestro egoísmo y enterrar
nuestro amor propio no sólo para ser mejores sino para encontrar la paz del
alma y ahuyentar las neurosis de las que es presa el hombre de hoy. Como dijo Karl
Yung: “A medida que se pierde la Religión (el amor a los demás) aumentan
los neuróticos”. Puede que sea esta la madre de todas la batallas, acaso no
podamos nunca ganarla del todo pero Cristo nos anima a enfrentarnos con ella y
dar la cara.
Oímos con frecuencia: ¡Ya
es la hora...! Pues esta es la hora. Se suele decir: “Estamos viviendo
una hora crucial de la Historia”. Jesús nos pone ya de sobre aviso: “Ha
llegado la hora”. Porque también en el reloj de Dios suena la hora, la
hora H. Los aviadores llaman al momento del ataque la hora U. Los
escritores aprovechan estos juegos de palabras para interpretar una época: La
hora Veinticinco, El 32 de diciembre... En La Hora U, obra
del poeta holandés Martín Nijhoff (+1953) narra la historia de un hombre
misterioso que aparece en una calle donde unos niños juegan y la gente mira a
través de los cristales. Al pasar el personaje los niños interrumpen sus juegos
y tratan de seguirlo, como arrastrados por un no sé qué misterioso. Los padres
salen corriendo en pos de sus hijos y los devuelven de nuevo a sus juegos en la
calle. El pueblo recobra su antigua rutina. Esa escapada de los niños fue la
hora U, la hora de la libertad,
de huir de la monotonía y emprender un nuevo camino. En este caso regresaron a
su monotonía prefiriendo permanecer en lo de siempre a arriesgarse en busca de
nuevos horizontes.
Con todo, el arriesgarse a
emprender nuevos caminos tiene también sus riesgos que el teólogo italiano Domenico
Giuliotti (+1956) describe en su obra La hora de Barrabás, acusando
a la civilización moderna, desde un catolicismo muy tradicional, el haber
abandonado los caminos trillados de la fe y la tradición. Así, por ejemplo, acusa
a ciertos politicastros que llevados de una falsa y mal llamada progresía nos enzarzan
en guerras que sólo acarrean más pobreza y miseria, o a ciertos investigadores
que bajo el marchamo de la ciencia están empezando a acarrearnos tremendos
problemas, o a esos profetas sociales que con el señuelo de nuevas conquistas
en el mundo obrero hacen caso omiso de las normas que fueron válidas hasta hoy
provocando en la masa obrera más inseguridad y paro. Y no digamos nada si
hablamos de ciertos moralistas de pantalla que investidos de, uno no sabe bien
de qué ciencia infusa, dando de lado a las eternas leyes de la ley de Dios, dan
normas de comportamiento sobre todo al mundo juvenil cuyas catastróficas
consecuencias no hace falta señalar pues están a la vista de todos. ¿Es esta la
hora de Barrabás, sugerida por el teólogo italiano? ¿Es la hora de las
tinieblas que Jesús profetizó? Los
hechos a veces parecen confirmarlo.
Sin embargo y a pesar de todo
un creyente no puede ni debe ser nunca catastrofista. Esto ni es evangélico ni
saludable. Es más cristiano convencernos de que, a todo más estamos en la hora
de la verdad, o en “La hora de todos”, como denomina don Francisco de
Quevedo ese momento dado, en el que cada uno deja de ser lo que aparenta
ser para aparecer lo que realmente es: el médico un verdugo, el juez un reo, el
criminal un juez, los ministros ladrones, etc. (lo dice don Francisco de
Quevedo, que quede claro), es decir todos son devueltos a su verdadera
condición, a lo que de verdad son. Por eso “La hora de todos” no es ni
más ni menos que la hora de la verdad. Ya él, curándose en salud, dice en la
dedicatoria de la obra al canónigo de Toledo don Álvaro de Monsalve: “Extravagante
reloj este, que dando una hora sola, no hay cosa que no señale con la mano.
Bien sé que lo han de leer unos para otros y nadie para sí. Si agrada lo que
digo, bien se puede perdonar a un hombre el ser necio una hora cuando hay
tantos que no lo dejan de ser en toda su vida”. Es verdad, pues “De los
tontos que hace Dios / nacen en un día ciento, / mueren en un año dos”.
Lo que más apreciamos en el
mundo es la vida y quien sepa perderla ya sabe que la ganará eterna. Hace 62
años un alcalde de Avilés llamado David Arias, escribió una novela
titulada “Después del gas”. Se desarrolla aquí, en Villa (Corvera). Tras
una espantosa conflagración química sólo se salvan de la catástrofe un grupo de
personas que logran refugiarse en un bunker construido en el monte Gorfolí. Una
vez que pasan los efectos del gas y salen, empiezan a vivir una vida en
libertad y diferente; hasta incluso hace acto de presencia un grupo de mujeres
que levantan en Lugones una comuna feminista, una sociedad de mujeres sin armas
ni guerras, sin hambre ni paro, sino con una vida en paz y estable en medio de
una fraternidad universal que alcanza a todos. A pesar de su agnosticismo es
curioso el programa: “...esos hombres y mujeres ya no respetaban deidades ni
templos. Sólo en... las noches de plenilunio se reunían a la vera del fuego
sagrado para adorar al Dios sin nombre...” (pág. 268). En el fondo esa es
la aspiración de todo hombre de buena voluntad, esa fue la utopía de tantos y
tantos pensadores empeñados en imaginar un mundo venidero tal, que en él no
hubiera lugar para las armas, los egoísmos, las ambiciones, las envidias, los
enfrentamientos... Todo eso debemos enterrarlo... y esta es la hora, no podemos
aplazar más su puesta en acción.
En la oración del Ave María
le pedimos a la Virgen que nos ayude en dos momentos cruciales de la vida, en
realidad los dos únicos momentos de verdad auténticos y ciertos: que ruegue por
nosotros “ahora”, no mañana ni luego que aún no existen, no, ahora;
y “en la hora de la muerte”, la verdadera hora H, u hora U
de nuestra vida... Además estamos en un tiempo apropiado para la conversión,
una conversión personal y colectiva que no debemos demorar por más tiempo,
puesto que, como decía la inscripción de aquel reloj de campanario de una
iglesia leridana, “es más tarde de lo que tú piensas”.
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