DOMINGO II DE PASCUA.- 28- IV-2019
(Jn. 20,19-31) C
Seguimos en Pascua, seguimos celebrando a Cristo
resucitado. Nosotros no hemos visto su Resurrección pero creemos en ella. Los
apóstoles tampoco lo vieron resucitar, también tuvieron que creer. De ahí sus
dudas y de ahí que lo confundieran con un jardinero, con un viajero, con un
fantasma e incluso, permítasenos la expresión, hasta con un campista cuando aquel radiante amanecer
en el lago lo vieron desde la barca prepararles el desayuno en la ribera.
El pensador marxista Ernest Bloch, hablando de los orígenes humildes de Jesús, dice: “Se le reza a un
niño nacido y recostado en un pesebre… Un origen tan humilde para un fundador
no se lo inventa uno. Las sagas (o leyendas) nunca pintan cuadros de miseria y
menos aún los mantienen durante toda una vida. El hijo de un carpintero, el
pesebre, los enfermos y los pobres, los discípulos cobardes, el desastroso
final en la cruz, todo esto no se entendería si no estuviera hecho con material
histórico”. (“El principio esperanza”).
Una Resurrección, plagada de
anécdotas en las que las dudas, los miedos, las huidas, las traiciones y las
deserciones abundan por doquier es material histórico. Las leyendas hubieran
empleado otro tipo de recursos, otra clase de elementos maravillosos que aquí
brillan por su ausencia.
Jesús necesitó hacerse presente entre aquellos apóstoles en
primer lugar por la palabra. Pero
además Jesús se hace presente
también por la unión que se
estableció entre los apóstoles. Porque, como dice la primera lectura, uno de
los signos que más han convencido sobre la autenticidad de la Resurrección de
Cristo fue la unión de los creyentes: “Se
reunían de común acuerdo en el
Pórtico de Salomón…”, por lo que “la
gente se hacía lenguas de ellos”.
Se hace también presente
incluso con su naturaleza humana.
Dice el Evangelio que “el primer día de
la semana estaban todos reunidos por
miedo a los judíos, entró Jesús y les dijo: paz a vosotros”. Sólo Tomás
exigió ver y tocar. Resulta difícil a
veces esa aceptación, esa fe, como le resultaba difícil a santo Tomás hasta fiarse de sus ojos y necesitaba tocar. El Señor
no dudó en ofrecerle las manos y el costado para que comprobara que su cuerpo
era de carne y hueso. Sabemos muy poco del itinerario espiritual que tuvo este
apóstol incrédulo pero sería interesante haberlo seguido paso a paso. Jesús, antes de devolver la fe a Tomás les desea y les da a todos la
paz: “Paz a vosotros”. Y aun se la da por segunda vez. Es una
pista. A los que están en paz consigo mismo y con los demás les es más fácil
creer.
No es precisamente la falta
de fe lo que nos lleva a la perversión y al ateísmo sino, al revés, suele ser
la perversión y la mala vida lo que nos arrastra a la falta de fe. Bastaría
hacer un breve recorrido por la historia de las grandes conversiones, empezando
por la de san Agustín, para darnos cuenta de cómo es lo
inmoral lo que precipita al hombre con más rapidez en el agnosticismo y en la
duda. Uno de estos famosos conversos fue Julien
Green. Nacido en París en 1900 y
Gran Premio de las Letras Francesas, escribía en su famoso Diario en 1938: “La
sensualidad prepara la cama a la incredulidad”. Todo su Diario es una confirmación de este
aserto. Lo reafirma en su novela Minuit
simbolizando al alma por medio de un castillo/abadía que se levanta sobre una
charca de aguas negras y corrompidas (la sensualidad) de la que se debe librar
a toda costa.
Para atacar la fe el mejor
medio y el más eficaz es minar la moral y las costumbres. Y a ello contribuye
toda la educación que imparten, sobre todo modernamente los medios de
comunicación, pues tal parece que es una conspiración para acabar con la fe. “Vivimos como ateos, -dice el propio Julien Green en otro lugar-, Dios se
muere de frío, llama a todas las puertas…, la casa está ocupada, ¿por quién?
por nosotros mismos” (p. 491), y así el cristianismo va “… perdiendo terreno. Es posible que un día
la Verdad esté sólo en manos de unos cuantos miles de personas (cristianos) al
frente de los cuales estará un viejecito de sotana blanca… Cuando Jesús vuelva a
la tierra ¿pensáis que va a encontrar fe en ella?”.
Vivimos como ateos aunque
estemos flotando en medio de un mar de palabras, de ritos y de signos
religiosos. Y en algunos casos ni siquiera eso. Otro gran escritor católico, el
novelista inglés Grahan Green cuenta en El fondo de la trama que en 1942, en plena guerra mundial, no
recuerdo con motivo de qué, preguntaron a unos niños ingleses “evacuados” del
frente: ¿Quién es Dios para ti?, ¿quién
es para ti Cristo? Sólo les sonaba su nombre de haberlo oído pronunciar en
las blasfemias. No sabían nada más acerca de Él. Y yo creo que algo parecido
pasaría en algunos ambientes muy cercanos a nosotros si hiciéramos a más de uno
la misma pregunta: sólo se le invoca para blasfemarle.
Nos falta fe, nos sobran
malas obras y palabras y por eso carecemos de paz. Jesús además de dar su paz confiere inmediatamente a los apóstoles
el poder de perdonar los pecados como si el “tus
pecados quedan perdonados” fuera ligado al “podéis ir en paz”. Paz, pecado, fe... Tres palabras con las que
nos encontramos en este evangelio sobre la incredulidad, y las tres están
entreveradas unas de otras. Sin embargo la lucha por creer, por conseguir creer
más, es a veces complicada y misteriosa. A esto tendríamos que decir lo que
afirmaba aquel eximio escritor, torturado por la lucha en la búsqueda de la fe
y de la verdad, que fue Miguel de
Unamuno: “Hay muchos que dicen que
quisieran creer…. Condúcete como si creyeras y acabarás creyendo ¿Que no puedes
porque no crees? Es que entonces no quieres creer, tu fe es una ilusión”. Y
luego añade una frase que sería digna de que los creyentes, tengamos dudas de
fe o no, la meditásemos largamente: “El
mejor modo de creer en el Credo es rezarlo con el mayor fervor todos los días”.
(Diario). Nunca olvidaré la imagen de aquel cura de aldea al que se le encontraba
muchas mañanas arrodillado en el baptisterio junto a la pila bautismal. -¿Qué hace ahí de rodillas, señor cura?
le preguntaron un día. -Rezando el Credo, respondió. Aquí nací yo a la fe y aquí recibí la gracia
santificante cuando me bautizaron. Le estaba dando gracias a Dios”. Jmf
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