sábado, 20 de abril de 2019


SERMÓN DE LA SOLEDAD.- viernes santo 2019
  
Hemos conmemorado la muerte de Jesús a media tarde, pero en la penumbra queda otra persona sufriendo. Siempre detrás de una tragedia queda un rastro de sufrimiento. Estamos en la tarde del Viernes santo. Jesús ya ha sido sepultado. María, su madre, regresa a casa. Le parecería todo como si la piedra del sepulcro, cubriera también la puerta del corazón. Primero la muerte, después la soledad. Hay una costumbre en Galicia que consiste en beber agua por una copa de madera de cuasia. Se deja el agua reposar un tiempo y poco a poco se va tornando amarga. La gente dice que es de un gran valor medicinal. Pues algo así sucede a las personas: el agua de la alegría pronto se vuelve amarga en la copa de nuestra existencia. Hasta lo que rezuma el hombre parece que todo tiene ese sabor salobremente amargo: el sudor, las lágrimas, la orina, muchas palabras... Con razón la Salve nos recuerda que este mundo es un valle de lágrimas.
Esta tarde la muerte hizo también acto de presencia en el Calvario. Hemos visto a Jesús agonizar. Hemos asistido, de una manera simbólica, a su muerte. Hemos escuchado sus últimas palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo…”. La llama mujer en vez de madre. Nuestro Francisco de Quevedo trata de explicar por qué en unos hermosos versos:
“Mujer llama a su madre cuando expira
porque el nombre de madre regalado
no la añada un puñal, viendo clavado
a su hijo, y de Dios por quien suspira”
O cuando tiene sed, la aterradora sed del ajusticiado y le ofrecen la copa amarga, la copa de cuasia, con la diferencia de que el agua amarga de nuestra ingratitud en la copa de Cristo se vuelve dulce, se vuelve sangre que da la vida eterna:
“Dice que tiene sed siendo él bebida,
a voz de amor y de misterios llena
ayer bebida se ofreció en la cena,
hoy tiene sed de muerte quien es vida”.
El perdón de los enemigos…, el imposible perdón, y además otro detalle más que demuestran calidad en el amor, incluso los disculpa: “No saben lo que hacen…”, son como niños, Padre. La misericordia para con el ladrón arrepentido: “Hoy estarás conmigo en el paraíso…”. Ya no estará eternamente solo como su compañero de suplicio. Y después la inconcebible soledad del Hijo de Dios: “¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?”. Estaban con él su madre y algunos de los suyos y con todo Él se ve solo, desamparado. Ella nunca le abandonó en los momentos críticos. Tampoco estuvo presente en la multiplicación de los panes que sepamos ni en el monte Tabor, ni en la entrada triunfal en Jerusalén pero la encontramos camino de Belén, camino de Egipto, y ahora en el Calvario. Ella recogerá en sus brazos el cuerpo inerte y destrozado de su hijo como un día estrechó contra su pecho aquel cuerpo niño en Belén. Así nos lo describe Gerardo Diego en la décima estación del Viacrucis:
“He aquí helados, cristalinos
sobre el virginal regazo,
muertos ya para el abrazo,
aquellos miembros divinos.
Huyeron los asesinos
¡Qué soledad sin colores!
¡Oh madre mía!, no llores.
¡Cómo lloraba María!,
la llaman desde aquel día
la Virgen de los Dolores”.
En este tibio anochecer de Viernes Santo vamos a acercarnos hasta esta mujer que acaba de perder a su hijo. Cuando una esposa pierde a su marido le llamamos viuda, cuando un hijo pierde a su madre, le llamamos huérfano, pero cuando una madre pierde a su hijo ¿qué nombre cabe darle? Año tras años venimos diciendo que seguramente el lenguaje no ha encontrado todavía uno que exprese esa situación, que abarque y comprenda ese dolor. El pueblo la llama Soledad. Porque María no sólo perdía accidentalmente su hijo, sino que vio cómo se lo arrancaban de las manos hora a hora para acabar con Él entre terribles sufrimientos, desprecios y torturas. Ella fue un testigo ocular, un testigo excepcional de toda la pasión.
Nosotros la llamamos Nuestra Señora de la Soledad. Porque en esa Soledad están representadas todas las soledades de la tierra. Y ¡hay tanta soledad en este mundo...! Soledad… porque el hombre no se encuentra aquí y en sí y trata de salir al encuentro de los otros, no para darse a ellos sino para buscarse a sí mismo, y se encuentra aún más solo, pues más que compañía lo que busca es acompañarse.
Hay mucha gente sola, que vive sola, que pena y agoniza sola cuando no están ya muertos por la tristeza, y por la angustia y el desasosiego de un viernes santo interior y de un Getsemaní personal. Por eso la vida física les importa poco: “Ya no me da más morir” hemos oído alguna vez. Al revés que en el drama Alcestes de Eurípides donde todos se agarran a la vida con desesperación. A Admeto los dioses le conceden la inmortalidad si hay alguien que le dé los años que le restan de vida, “nadie le da por su inmortalidad ni un año; ni siquiera sus padres fueron capaces de renunciar por él a los pocos años que les restan de vida”. Hay una mujer que sí lo hará: su esposa Alcestes.
Hoy todos los caminos son una procesión de Viernes santo, con su soledad a cuestas, con su tragedia tras de sí. Habla la prensa que durante el tiempo que llevamos de semana Santa han muerto en las carreteras solamente el miércoles en el accidente de la isla de Madeira 29 muertos. Antes, en la época de las peregrinaciones, se decía que “todos los caminos conducían a Roma” hoy habría que cambiar la frase para decir que “al final de las autopistas o de cada carretera hay siempre un camposanto que nos está esperando”. Porque hasta los mismos que nos llamamos cristianos hemos cambiado la semana de la muerte en la Cruz por la semana de la muerte en los caminos. Las carreteras están llenas de cruces y en muchos cruces está la muerte al acecho. Esa es otra forma de celebrar el Viernes Santo: las procesiones y los pasos sagrados se convierten por obra y gracia de la técnica en caravanas interminables de vehículos, humo de gases tóxicos en vez de velas, polvo de carretera en vez de incienso, explosión de motores en vez de tambores, bocinas de conductores nerviosos en vez de las cornetas de los desfiles procesionales, y cristos retorcidos entre hierros en vez de crucificados. Y como telón de fondo la sombra de los que quedan, unos heridos físicamente, otros moral y espiritualmente: el accidentado en silla de ruedas para siempre, la mujer que pierde a su marido, la madre que pierde a un hijo, soledad, soledad de cada tarde. A ese modo de salir al encuentro, al sorpresivo encuentro de la muerte se le podría llamar el viernes santo del absurdo, una reproducción laica de la pasión de Cristo: salir de vacaciones y alcanzar la jubilación eterna. Creo que en el cambio hemos salido perdiendo todos.
Y eso sólo por salir a encontrarse, por buscar un poco de contacto personal, por huir de la soledad del alma. Y parece hasta paradójico que hoy que el mundo trata hacer cada día más y más accesible la intercomunicación sirviéndose del teléfono, del móvil, de la radio y el internet, de la televisión vía satélite…, precisamente ahora, es cuando el hombre se está quedando interiormente más y más arrinconado, más incomunicado y solo. Y si un día encuentra compañía ¡Que difícil también mantener abierta esa comunicación! ¡Qué difícil entenderse las personas! Lo describe Jean Anouilh en el Orfeo con estas palabras: “Dos pieles, dos envoltorios impermeables, un apretón de manos, dos corazones unidos… pero al final todos se van y tú te quedas solo, con tu soledad...”. Dicen que somos el único planeta habitado entre los miles de millones de galaxias que pueblan el infinito universo. Si esto fuera cierto también sería espantoso, estar aquí tan solos y a la vez tan alejados unos de otros… con los pocos que somos, y aun así empeñarnos en seguir tratando de levantar aún más barreras, de cerrar más las puertas y trazar más fronteras para aislarnos más y más... Tan pocos, tan cerca unos de otros y a la vez tan distantes y tan solos. ¿Por qué?  Toda la culpa es nuestra. Somos espantosamente egoístas. Yo y solamente yo, mi país y solamente mi país… y esto nos lleva a un aislamiento suicida. No podemos vivir sin los demás, necesitamos de esos con quienes no queremos saber nada, necesitamos a quienes no son de mi raza o patria. No podemos prescindir de Dios. Y Dios…precisamente se nos manifiesta en los demás.
Marta y María también debieron de sufrir por la muerte de su hermano Lázaro. Pero fueron tres días nada más. María también pasó por esta soledad pero fue seguramente solo aquella tarde, una tarde excepcionalmente, una tarde cualquiera. Viernes santo sólo hay uno pero la resurrección se festeja cada domingo. Para un cristiano toda la vida debería ser un Domingo de Resurrección.
Esta noche saldremos del templo acompañando a nuestra Madre la Dolorosa, pero salgamos también de nosotros mismos al encuentro gozoso del hermano y sobre todo del hermano que sufre, del hermano que no consideramos de los nuestros. Acompañando la soledad de los demás nos veremos inmediatamente libres de la nuestra.
A María esta tarde la llamamos Nuestra Señora de la Soledad y ella puede ser y será nuestra tabla de salvación en los momentos más arduos de la vida. Cuenta uno de los testigos del hundimiento del Titanic: “Todos teníamos salvavidas, pero en aquellos instantes de angustia todos ansiábamos y luchábamos por agarrarnos a una tabla”. Por muchos salvavidas con que nos rodee el progreso, la ciencia, la medicina, etc. la última soledad, la soledad de la agonía sólo Dios, sólo esta Madre que conoció como nadie lo que es la soledad podrá entenderla y llenarla de esperanza. Porque entre todos los momentos de la vida es ese momento final el más difícil, el más arriesgado, es el momento en el que hasta el mismo Cristo grita a su Padre su abandono. En un mundo superpoblado el hombre sigue solo, hasta el progreso paradójicamente parece que colabora en aislarnos. Dentro de ti sólo estás tú y tú serás tu mejor amigo. Amándote a ti en Dios podrás amar mejor al prójimo “como a ti mismo”.
La vida es soledad, “Cien años de soledad”, para terminar como Macondo en un diluvio, en un mar de lágrimas y de amargura. Esta noche la soledad nos acompaña, pero por esas paradojas del espíritu “tú con Dios en soledad y a solas tendrás eterna compañía”.
Y ahora vamos a proceder a la procesión. Yo sé con cuanto cariño lo habéis preparado todo unos pocos: los hábitos de cofrades, los hachones, el paso, el vestido y el manto de la Dolorosa. El manto de la Virgen siempre ha tenido un simbolismo muy profundo. Y más el manto de la Dolorosa. Me imagino que, como a la tarde se le llama el manto del día. al de Nuestra Señora de los Dolores, también le cuadra llamarle el manto de la soledad. Vamos a acompañarla. Un desfile de Semana Santa tiene algo de espectáculo ¿quién lo duda? pero debemos llenarlo de espíritu. Acompañar a María en su Soledad orando y suplicando, ¡cuántas veces habremos escuchado que la vida es un peregrinar un caminar hacia la casa del Padre…! Cantar, rezar, el mismo desfilar tras de la imagen, ya son un modo de orar.
Bajo tu manto nos acogemos, ¡Oh María! y te pedimos para todos que reine más fraternidad entre nosotros, entre todos los hombres…, más amor, más caridad. Si todos nos amáramos de verdad creo que descendería el número de ancianos solos, el número de huérfanos sin amor de madre, el número de gente triste y deprimida, el número de los que huyen mundo adelante al santo encuentro de la muerte.
Si todos nos diéramos la mano no habría ninguna pidiendo, y si todos nos entregáramos de corazón y el corazón unos a otros no habría tanta gente a la intemperie de la soledad y habría muchos menos llorando.   
Jmf

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